1/02/2021, 22:21
Kaminari no Kuni, en algún punto de las Costas de las Olas Rompientes.
Una hora y diecisiete minutos después del atentado.
Una hora y diecisiete minutos después del atentado.
Tan sólo el rugido cercano de las olas rompiendo contra las rocas del farallón perturbaba sus pensamientos. Sentado sobre la sólida formación rocosa, horadada por el mar pero tan firme como se intuía por su aspecto, el joven Uchiha esperaba mientras sus ropajes pugnaban por secarse al calor de una tímida pero brillante esfera ígnea que flotaba a su alrededor como un satélite celeste. Sus ojos estaban fijos en el horizonte, allá donde la línea del mar se fundía con el azul de un cielo despejado de Verano que contrastaba con los acontecimientos que en aquel día habían sacudido Ōnindo entero. Y aun así, en la otra punta del continente ninja, todo parecía tan en calma que la Masacre de los Dojos podría ser tomada por un simple cuento para no dormir. En silencio, Akame aguardaba mientras el estruendo de las explosiones y los gritos de la gente atronaban sus oídos como tambores de guerra.
Una ola especialmente violenta rompió contra la roca averdinada, salpicándole los pies y aliviándole con su frescor. Akame había caminado durante un buen rato siguiendo la línea de la costa hacia el Norte, tal y como Shikari le había descrito en su nota, hasta divisar por fin el farallón donde había de producirse el encuentro pactado. Era una cala recóndita, oculta entre dos acantilados que parecían surgir de la arena como los dientes de un gigante, y a la que no se podía acceder sino por un frente. Eso le había dado cierta tranquilidad al Uchiha, aunque por otra parte no pudo evitar pensar que la geografía del lugar lo convertía en una perfecta ratonera. Si algo salía mal, estaría jodido.
«¿No estaría jodido de todos modos si no lo intento?», se dijo, resignado.
Volvió a repasar mentalmente las referencias, lugares y detalles de la lista que se había obligado a grabarse a fuego en la memoria; su seguro de vida —o eso creía él—. Había planeado todo aquello días antes de volar a los Dojos a lomos del águila de Zaide, aunque si tenía que ser sincero consigo mismo, una parte de él había creído que nunca tendría que usarlo. O quizás lo había deseado. Sea como fuere, Akame sabía que en el caso de que el atentado tuviera éxito, las tres Grandes pondrían Ōnindo patas arriba para buscarles. Para esconderse necesitaba varias cosas, pero la más apremiante de ellas era el dinero. Dinero, billetes, manteca, parné. Un prófugo sin blanca era como un ciego jugando al póquer: o estaba jodido, o lo iban a joder.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal cuando divisó un navío aproximándose por el horizonte. Parecía ligero, de dos palos y casco afilado que cortaba el agua como mantequilla. «La suerte está echada». Una mano inconsciente se rebujó entre los pliegues de su ropa, buscando un paquete de tabaco con mecánicos movimientos; y la decepción tiñó su rostro al hallarlo empapado, hecho una pelota de cartón y tabaco mojado buena para nada. Apretando los dientes lo arrojó lejos, sin importarle lo más mínimo las funestas consecuencias que el tirar basura al mar podía tener para el complejísimo ecosistema marino, tan dependiente de todos y cada uno de sus habitantes. Docto como era, había leído en más de una ocasión el altísimo porcentaje de muertes provocadas en la fauna marina por los deshechos vertidos al mar por el ser humano: que si una tortuga se ahogaba con las anillas de una lata, que si un delfín moría varado en la orilla, su estómago lleno de restos de comida rápida...
—Eh, que te jodan —espetó a nadie, voz al viento, como si quisiera mandar a la mierda a todos los delfines de Kaminari no Kuni—. Ahora mismo necesitaba ese cigarro.
Y entonces levantó la vista, al velero que seguía aumentando de tamaño en la cada vez más recortada distancia, hasta que la enseña tejida en la vela maestra que colgaba del más alto mástil fue perfectamente visible: tres rayos amarillos entrecruzándose con un puño cerrado.