22/02/2021, 02:33
(Última modificación: 22/02/2021, 03:14 por Amedama Daruu. Editado 1 vez en total.)
El sonido de los puestos ambulantes y la gente apiñada en los locales de comida y ocio del Distrito Comercial de Amegakure casi ahogaba al propio ruido constante y monotono de la lluvia. Un ruido incansable pero familiar, como la humedad de la piel y las múltiples capas de ropa en el frío otoño e invierno del oeste de Oonindo. En la zona limítrofe del distrito, con el repiquear más fuerte y la música y las voces menos envalentonadas, las pisadas de una mujer sonaban casi como los truenos de una Tormenta. Auspiciada por una capa oscura, rehuía las miradas y contemplaba los neones parpadeantes de las tiendas que por no estar en mal lugar habían tenido que cerrar. La luz de uno de los carteles despejó la oscuridad de su piel, pálida, y cambió el tono de sus ojos azules, que miraban de cerca una aldea por la que hacía mucho que no tenía el gusto de pasear. Pero su característica sonrisa dentada no era más que una sombra de lo que fue. Su gesto orgulloso no era más que un pasado que tragarse. Su porte altiva, una encorbada figura que ahora giraba por un callejón.
Su piel estaba magullada y le dolían todos y cada uno de sus dedos. Las agujetas casi la hacían caminar tan rígida como un niño que apenas se tiene en pie. Pero sabía que bien merecía la pena si aquellos neones podían brillar al menos un día más. Bien merecía la pena si la mujer a la que amaba podía vivir al menos un día más que ella. Bien merecía la pena, si cuando viniesen a cobrarse su propia vida pudiera obtener el cambio de la muerte de aquél que acabó con su hermano.
Y bien merecía la pena, si podían cortarle las nueve colas a cierto hijo de puta que se había atrevido a posar su zarpa donde no debía.
Ya casi estaba. Cruzó por delante de una empalagosa pastelería y abrió el portal de la torre adyacente. Se montó en el ascensor al lado de un tipo que inquieto se revolvía sin saber muy bien por qué, tratando de adivinar su identidad entre miradas breves y cautas. Salió y se dirigió a una puerta en particular, y no a cualquier otra, sino a la que albergaba el hogar de la que puede que fuese la persona más importante en la tarea que se tenía entre manos.
La puerta de la casa de Aotsuki Ayame.
Ding, dong. Amekoro Yui llamó al timbre.
Su piel estaba magullada y le dolían todos y cada uno de sus dedos. Las agujetas casi la hacían caminar tan rígida como un niño que apenas se tiene en pie. Pero sabía que bien merecía la pena si aquellos neones podían brillar al menos un día más. Bien merecía la pena si la mujer a la que amaba podía vivir al menos un día más que ella. Bien merecía la pena, si cuando viniesen a cobrarse su propia vida pudiera obtener el cambio de la muerte de aquél que acabó con su hermano.
Y bien merecía la pena, si podían cortarle las nueve colas a cierto hijo de puta que se había atrevido a posar su zarpa donde no debía.
Ya casi estaba. Cruzó por delante de una empalagosa pastelería y abrió el portal de la torre adyacente. Se montó en el ascensor al lado de un tipo que inquieto se revolvía sin saber muy bien por qué, tratando de adivinar su identidad entre miradas breves y cautas. Salió y se dirigió a una puerta en particular, y no a cualquier otra, sino a la que albergaba el hogar de la que puede que fuese la persona más importante en la tarea que se tenía entre manos.
La puerta de la casa de Aotsuki Ayame.
Ding, dong. Amekoro Yui llamó al timbre.
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