23/02/2021, 16:46
Era un día de invierno. Frío como muchos otros días de invierno en Amegakure. Pero no nevaba. Era muy raro que lo hiciera en una ciudad donde imperaba la lluvia. Y, las pocas veces que lo hacía, nunca llegaba a cuajar. Desde luego, Amegakure era una villa muy diferente a un primo suyo en el norte, Yukio, donde la nieve era la protagonista en cualquier estación del año.
En casa de los Aotsuki no hacía mucho menos frío. Aunque tenían calefacción, por energía hidráulica como todo lo que se movía en la aldea, había una lucha constante entre dos fuerzas completamente opuestas: el calor de las tuberías y el mismo espíritu del invierno que habitaba en aquella casa: Aotsuki Kōri. La temperatura descendía bruscamente en cada habitación en la que entraba y, a consecuencia de ello, Ayame, mucho más friolera que su hermano, trataba siempre de rehuir su presencia e iba siempre envuelta en una densa bata y con las manos enguantadas. Por su parte, Zetsuo, mucho más regio y resistente, se las apañaba bien abrigándose un poco más de la cuenta.
Una humeante cafetera se estaba calentando al fuego en el mismo instante en el que el timbre de la puerta sonó. Zetsuo chasqueó la lengua, profundamente irritado, ante la brusca interrupción y salió de la cocina entre largas zancadas y refunfuños más que audibles.
—¿Qué cojones querrá ahora ese mocoso de Amed...? —Pero sus palabras se vieron interrumpidas cuando abrió la puerta y se encontró cara a cara con alguien que no era Amedama Daruu. De hecho, se trataba de alguien que nunca antes había llamado a la puerta de su casa. Como si hubiese visto un fantasma, Zetsuo abrió los ojos como platos al ver allí a Amekoro Yui, la que había sido, hasta hacía relativamente poco, la Arashikage de la aldea. Iba enfundada de los pies a la cabeza con una túnica negra, pero aquellas facciones afiladas y decididas eran inconfundibles—. ¡Yui-sama! Qué... sorpresa verla por aquí. —El tono de la voz de Zetsuo había cambiado de forma brusca hacia el más absoluto respeto. El hombre inclinó el torso y solo después se hizo a un lado para invitarla a pasar—. Adelante, pase, estaba preparando un café, por si quiere probarlo. ¿Qué la trae por aquí un día como este? —Sus ojos se entrecerraron momentáneamente, peligrosos, y se perdieron en algún lugar del pasillo que se extendía frente a ellos—. No me diga que Ayame ha vuelto a hacer alguna de las suyas...
En casa de los Aotsuki no hacía mucho menos frío. Aunque tenían calefacción, por energía hidráulica como todo lo que se movía en la aldea, había una lucha constante entre dos fuerzas completamente opuestas: el calor de las tuberías y el mismo espíritu del invierno que habitaba en aquella casa: Aotsuki Kōri. La temperatura descendía bruscamente en cada habitación en la que entraba y, a consecuencia de ello, Ayame, mucho más friolera que su hermano, trataba siempre de rehuir su presencia e iba siempre envuelta en una densa bata y con las manos enguantadas. Por su parte, Zetsuo, mucho más regio y resistente, se las apañaba bien abrigándose un poco más de la cuenta.
Una humeante cafetera se estaba calentando al fuego en el mismo instante en el que el timbre de la puerta sonó. Zetsuo chasqueó la lengua, profundamente irritado, ante la brusca interrupción y salió de la cocina entre largas zancadas y refunfuños más que audibles.
—¿Qué cojones querrá ahora ese mocoso de Amed...? —Pero sus palabras se vieron interrumpidas cuando abrió la puerta y se encontró cara a cara con alguien que no era Amedama Daruu. De hecho, se trataba de alguien que nunca antes había llamado a la puerta de su casa. Como si hubiese visto un fantasma, Zetsuo abrió los ojos como platos al ver allí a Amekoro Yui, la que había sido, hasta hacía relativamente poco, la Arashikage de la aldea. Iba enfundada de los pies a la cabeza con una túnica negra, pero aquellas facciones afiladas y decididas eran inconfundibles—. ¡Yui-sama! Qué... sorpresa verla por aquí. —El tono de la voz de Zetsuo había cambiado de forma brusca hacia el más absoluto respeto. El hombre inclinó el torso y solo después se hizo a un lado para invitarla a pasar—. Adelante, pase, estaba preparando un café, por si quiere probarlo. ¿Qué la trae por aquí un día como este? —Sus ojos se entrecerraron momentáneamente, peligrosos, y se perdieron en algún lugar del pasillo que se extendía frente a ellos—. No me diga que Ayame ha vuelto a hacer alguna de las suyas...