17/03/2021, 17:16
—Mmh... ya —musitó Yui, evidentemente incómoda. Sus ojos se pasearon por el salón, admirando cada centímetro, y terminaron deteniéndose en un jarrón con flores: lirios que había traído Ayame hacía un par de días—. Zetsuo. Si hace falta, moriré para que ella vuelva sana y salva. Tienes mi palabra.
Él se quedó en silencio durante varios segundos, sin saber muy bien qué responder. Y es que un dilema moral con forma de dos lobos hambrientos luchaba en el interior de su silenciosa mente: Como padre, la vida de sus hijos estaba por encima de cualquier cosa; pero como shinobi se debía a las altas esferas. Y Yui ahora estaba por encima de cualquier Kage, en el mismo escalón que un Daimyo.
—Confío en que no haya que llegar a una solución tan drástica, Yui-sama —pronunció, serio y solemne—. He entrenado personalmente a Ayame durante todos estos años para que sepa valerse por sí misma.
»Además —agregó, apartando la mirada con un ronco gruñido—, también cuenta con ese amigo suyo.
Un cuarto de hora más tarde, Yui y Ayame caminaban por las concurridas calles de Amegakure. A Ayame no parecía importarle demasiado el hecho de estar mojándose otra vez, pues había vuelto a olvidarse deliberadamente del paraguas. Sin embargo, caminaba con la cabeza gacha, avergonzada. No le pasaba por alto que, a su paso, los ciudadanos de Amegakure las señalaban o se apartaban como si fueran a darles calambre. Le incomodaba ser el centro de atención, y más de aquella forma.
Afortunadamente, Yui terminó conduciéndola a un solitario parque. Ayame estiró los brazos tras su espalda y por encima de la cabeza con un gemido de satisfacción cuando se vieron libres de la multitud y los rascacielos se abrieron ante ellas.
—Saldremos mañana por la mañana. Temprano. Sobre las seis. Es un viaje largo —dijo Yui de pronto, rompiendo el silencio—. Hiciste un reporte sobre Yukio, ¿recuerdas? Pues es hora de que vayamos a ver a ese tal Maimai.
—Entonces vamos a Yukio —murmuró Ayame, asintiendo para sí. Hacía años que no se acercaba a aquella ciudad nevada, y la última vez que lo había hecho había sido para recabar el ingrediente secreto que la madre de Daruu, Amedama Kiroe, utilizaba en sus creaciones—. ¿Se ha descubierto algo nuevo en Yukio o sobre Maimai? —preguntó. Pero entonces se dio cuenta de algo y se detuvo en seco—. Pero... ¿está bien que vaya... usted? Quiero decir...
¿La mismísima Tormenta acudiendo en persona a encargarse de una misión que deberían cumplir unos shinobi? Aquella situación era inaudita...
Él se quedó en silencio durante varios segundos, sin saber muy bien qué responder. Y es que un dilema moral con forma de dos lobos hambrientos luchaba en el interior de su silenciosa mente: Como padre, la vida de sus hijos estaba por encima de cualquier cosa; pero como shinobi se debía a las altas esferas. Y Yui ahora estaba por encima de cualquier Kage, en el mismo escalón que un Daimyo.
—Confío en que no haya que llegar a una solución tan drástica, Yui-sama —pronunció, serio y solemne—. He entrenado personalmente a Ayame durante todos estos años para que sepa valerse por sí misma.
»Además —agregó, apartando la mirada con un ronco gruñido—, también cuenta con ese amigo suyo.
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Un cuarto de hora más tarde, Yui y Ayame caminaban por las concurridas calles de Amegakure. A Ayame no parecía importarle demasiado el hecho de estar mojándose otra vez, pues había vuelto a olvidarse deliberadamente del paraguas. Sin embargo, caminaba con la cabeza gacha, avergonzada. No le pasaba por alto que, a su paso, los ciudadanos de Amegakure las señalaban o se apartaban como si fueran a darles calambre. Le incomodaba ser el centro de atención, y más de aquella forma.
Afortunadamente, Yui terminó conduciéndola a un solitario parque. Ayame estiró los brazos tras su espalda y por encima de la cabeza con un gemido de satisfacción cuando se vieron libres de la multitud y los rascacielos se abrieron ante ellas.
—Saldremos mañana por la mañana. Temprano. Sobre las seis. Es un viaje largo —dijo Yui de pronto, rompiendo el silencio—. Hiciste un reporte sobre Yukio, ¿recuerdas? Pues es hora de que vayamos a ver a ese tal Maimai.
—Entonces vamos a Yukio —murmuró Ayame, asintiendo para sí. Hacía años que no se acercaba a aquella ciudad nevada, y la última vez que lo había hecho había sido para recabar el ingrediente secreto que la madre de Daruu, Amedama Kiroe, utilizaba en sus creaciones—. ¿Se ha descubierto algo nuevo en Yukio o sobre Maimai? —preguntó. Pero entonces se dio cuenta de algo y se detuvo en seco—. Pero... ¿está bien que vaya... usted? Quiero decir...
¿La mismísima Tormenta acudiendo en persona a encargarse de una misión que deberían cumplir unos shinobi? Aquella situación era inaudita...