26/03/2021, 16:05
Érase una vez un hombre tranquilo, tan calmado y sosegado como la superficie de un estanque. Había pocas cosas que le molestasen o que perturbasen su quietud. Una de esas cosas era que le hiciesen preguntas cuya respuesta era evidente, y que de hecho el interlocutor ya sabía.
Era el caso del cazador. ¿Por qué alguien haría eso? Quizá fuese porque le gustaba demasiado el sonido de su propia voz, o porque el silencio le provocase angustia. Fuese como fuese, le estaba empezando a incordiar.
Se levantó, y tuvo que inclinar la cabeza hacia abajo para poder verle.
—Ya sabes las respuestas. Te las he dicho y las estás viendo.
—¿M-my friend? —preguntó, tan confuso como un púgil que acabase de recibir un directo en la sien.
El incordio empezaba a ser un quemazón que le subía por el pecho.
—¿Quién soy yo?
El cazador abrió la boca, pero esta vez no le salieron las palabras. La duda había asomado a sus ojos y el tallo de trigo se le cayó de entre los labios. En su fuero interno ya conocía la respuesta, pero seguía negándose a verla, como aquel que cierra los ojos por instinto justo antes de encajar un puñetazo en la cara.
—¿Quién soy yo? —volvió a preguntar, por última vez.
El viento arrastró la capucha de su túnica y dejó su rostro al descubierto. El cazador cayó al suelo de culo y se llevó una mano a la empuñadura de un puñal, temblando. Hizo el amago de sacarlo, pero se lo pensó mejor. Tenía los ojos desorbitados y la mandíbula desencajada. ¿Era aquella la expresión de una gacela al ver a un león? ¿Era aquel el sentimiento de un cervatillo al oír el aullido de un lobo?
Si no lo eran, debían de ser condenadamente parecidas.
—Eres… Eres… —Entre balbuceos, pronunció su nombre.
Era el caso del cazador. ¿Por qué alguien haría eso? Quizá fuese porque le gustaba demasiado el sonido de su propia voz, o porque el silencio le provocase angustia. Fuese como fuese, le estaba empezando a incordiar.
Se levantó, y tuvo que inclinar la cabeza hacia abajo para poder verle.
—Ya sabes las respuestas. Te las he dicho y las estás viendo.
—¿M-my friend? —preguntó, tan confuso como un púgil que acabase de recibir un directo en la sien.
El incordio empezaba a ser un quemazón que le subía por el pecho.
—¿Quién soy yo?
El cazador abrió la boca, pero esta vez no le salieron las palabras. La duda había asomado a sus ojos y el tallo de trigo se le cayó de entre los labios. En su fuero interno ya conocía la respuesta, pero seguía negándose a verla, como aquel que cierra los ojos por instinto justo antes de encajar un puñetazo en la cara.
—¿Quién soy yo? —volvió a preguntar, por última vez.
El viento arrastró la capucha de su túnica y dejó su rostro al descubierto. El cazador cayó al suelo de culo y se llevó una mano a la empuñadura de un puñal, temblando. Hizo el amago de sacarlo, pero se lo pensó mejor. Tenía los ojos desorbitados y la mandíbula desencajada. ¿Era aquella la expresión de una gacela al ver a un león? ¿Era aquel el sentimiento de un cervatillo al oír el aullido de un lobo?
Si no lo eran, debían de ser condenadamente parecidas.
—Eres… Eres… —Entre balbuceos, pronunció su nombre.
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