27/03/2021, 00:16
Yui boqueó, como un pez fuera del agua, sorprendida por la osadía de Kokuō. Como una de las Kage más orgullosas de todo Ōnindo, no estaba acostumbrada a que alguien no sólo no temblara ante su presencia, sino que encima se atreviera a responderle de aquella manera. Pero Kokuō no era alguien cualquiera, y los protocolos humanos quedaban muy lejos de su interés. Como Bijū, ella se sentía por encima de todas aquellas cosas.
Y esa actitud siempre acababa salpicando a su pobre jinchūriki, que ahora aguantaba el chaparrón como buenamente podía. Y no había paraguas alguno que pudiera protegerla de aquella tormenta.
—¡Mira quién fue hablar de los humanos, teniendo a esa rata escondida ahí arriba en el norte sin los huevos de presentarse ante nosotros directamente! —bramaba Yui, prácticamente atravesando el pecho de Ayame con un dedo acusatorio. Su rostro, rojo de ira, parecía que iba a estallar como una cafetera puesta al fuego—. ¡Actuando a través de otros "humanos" a los que tiene como mascota! ¡No sé por quién me habrás tomado, pero yo no voy con trucos, ni con venenos, ni con tejemanejes! ¡Yo voy directa y caigo como un rayo encima de mis enemigos! ¡Incluso ahora, te escondes dentro de Ayame y la utilizas a ella tú también como una marioneta para contestarme a mí! ¿¡Quién es la de los trucos sucios, eh!? ¿¡Quién!? ¡Maldita presuntuosa y presumida princesita de los bijūuuuuuuuus! ¡¡AAAAAH!!
Pero pasaron los segundos, y Kokuō no volvió a manifestarse, y Yui se vio obligada a zarandear su rabia al aire, sacudiendo los brazos. Y mientras tanto, Ayame se mantenía en el sitio, con los brazos rígidos pegados al cuerpo, los puños apretados y los labios tensos. Estaba haciendo verdaderos esfuerzos por salir corriendo, chillando.
—Mañana a las seis de la mañana a la salida de la aldea. Tráete abrigo y todo lo que te tengas que traer. No le digas nada a nadie más
Ayame asintió varias veces. Pero aún necesitó varios segundos más para responder con propiedad.
—¡S... Sí... Y... Yui-s... sama! ¡A... así... l... lo... ha... haré!
Y aquella fue la señal que necesitó. Simplemente giró sobre sus talones y salió corriendo como alma que lleva el diablo, de vuelta a su hogar.
«¡Kokuō, tonta! ¡Tonta! ¡TONTA!» La regañaba para sus adentros, con lágrimas en los ojos.
Pero al día siguiente se presentó, puntual como ella solía ser, en la salida de la aldea. Ayame se tapó la boca, adormilada, cuando un sentido bostezo escapó de su pecho. Iba ataviada con una gruesa capa de viaje de color blanquecino y, en torno al cuello, una bufanda azul claro con un copo de nieve en su extremo, prestada por su hermano. Ayame no había pronunciado palabra alguna sobre su destino, o los detalles de su misión, pero le pareció encontrar cierta tensión en el ambiente cuando regresó a su casa el día anterior. A la espalda cargaba con una mochila con raciones de comida y agua para varios días y un par de mudas de ropa.
Pero no se quedaban ahí sus preparaciones. Ayame se había encargado de hacer una pequeña marca en su habitación, justo debajo de su escritorio: la marca de la Luna.
Sólo por si acaso.
Y esa actitud siempre acababa salpicando a su pobre jinchūriki, que ahora aguantaba el chaparrón como buenamente podía. Y no había paraguas alguno que pudiera protegerla de aquella tormenta.
—¡Mira quién fue hablar de los humanos, teniendo a esa rata escondida ahí arriba en el norte sin los huevos de presentarse ante nosotros directamente! —bramaba Yui, prácticamente atravesando el pecho de Ayame con un dedo acusatorio. Su rostro, rojo de ira, parecía que iba a estallar como una cafetera puesta al fuego—. ¡Actuando a través de otros "humanos" a los que tiene como mascota! ¡No sé por quién me habrás tomado, pero yo no voy con trucos, ni con venenos, ni con tejemanejes! ¡Yo voy directa y caigo como un rayo encima de mis enemigos! ¡Incluso ahora, te escondes dentro de Ayame y la utilizas a ella tú también como una marioneta para contestarme a mí! ¿¡Quién es la de los trucos sucios, eh!? ¿¡Quién!? ¡Maldita presuntuosa y presumida princesita de los bijūuuuuuuuus! ¡¡AAAAAH!!
Pero pasaron los segundos, y Kokuō no volvió a manifestarse, y Yui se vio obligada a zarandear su rabia al aire, sacudiendo los brazos. Y mientras tanto, Ayame se mantenía en el sitio, con los brazos rígidos pegados al cuerpo, los puños apretados y los labios tensos. Estaba haciendo verdaderos esfuerzos por salir corriendo, chillando.
—Mañana a las seis de la mañana a la salida de la aldea. Tráete abrigo y todo lo que te tengas que traer. No le digas nada a nadie más
Ayame asintió varias veces. Pero aún necesitó varios segundos más para responder con propiedad.
—¡S... Sí... Y... Yui-s... sama! ¡A... así... l... lo... ha... haré!
Y aquella fue la señal que necesitó. Simplemente giró sobre sus talones y salió corriendo como alma que lleva el diablo, de vuelta a su hogar.
«¡Kokuō, tonta! ¡Tonta! ¡TONTA!» La regañaba para sus adentros, con lágrimas en los ojos.
. . .
Pero al día siguiente se presentó, puntual como ella solía ser, en la salida de la aldea. Ayame se tapó la boca, adormilada, cuando un sentido bostezo escapó de su pecho. Iba ataviada con una gruesa capa de viaje de color blanquecino y, en torno al cuello, una bufanda azul claro con un copo de nieve en su extremo, prestada por su hermano. Ayame no había pronunciado palabra alguna sobre su destino, o los detalles de su misión, pero le pareció encontrar cierta tensión en el ambiente cuando regresó a su casa el día anterior. A la espalda cargaba con una mochila con raciones de comida y agua para varios días y un par de mudas de ropa.
Pero no se quedaban ahí sus preparaciones. Ayame se había encargado de hacer una pequeña marca en su habitación, justo debajo de su escritorio: la marca de la Luna.
Sólo por si acaso.