11/05/2015, 17:02
—Puedo... ¿Puedo adelantarme?
El joven que la acompañaba la miró de manera penetrante. Sus ojos gélidos no expresaban ningún tipo de emoción, pero ella ya le conocía lo suficiente como para saber que estaba pensando en la respuesta.
—¿Por qué te empeñas en ir tú sola?
Ayame se mordió el labio inferior, dubitativa.
Estaban llegando al límite del País de la Tormenta, y ya habían pasado unos tres días desde que habían abandonado las eternas lluvias aunque el cielo seguía parcialmente nublado por encima de sus cabezas. Ahora se acercaban al punto en el que confluían los límites de los tres países más grandes del continente shinobi: el País de la Tormenta, el País del Remolino y el País del Bosque. El denso bosque cada vez se volvía más abierto, y un lejano susurro en la distancia le indicaba a la muchacha que estaban cerca de su destino. De hecho, no sabía si se trataba de pura sugestión o si era de verdad, pero un ligero cosquilleo recorría cada fibra de su ser.
—Es... algo personal —se limitó a responder, y Kōri terminó por asentir con un ligero suspiro.
—Esta bien, pero recuerda las palabras de padre. Nada de meterse en líos. De todas maneras estaré cerca... por si acaso.
Estaba claro que no se terminaba de fiar de su sentido de la seguridad, y realmente no podía culparle. Por eso, Ayame asintió enérgicamente y echó a correr en la dirección del susurro. Su corazón cada vez palpitaba con más fuerza, y no sólo se debía al ejercicio físico que estaba realizando. Aquella extraña sensación se iba acrecentando con cada zancada que daba.
Y, finalmente, el paisaje se abrió ante ella.
—Esto es... el Valle del Fin...
Otros no comprenderían su fascinación por aquel lugar, pero Ayame necesitaba ver el lugar donde se originó todo y sólo por ello se había enfrentado a su padre con uñas y dientes para que le dejara acudir a aquel lugar. El génesis de su naturaleza oculta, un lugar que aunque no parecía decirle nada, le decía todo al mismo tiempo. En el lago creado por la catarata que caía tras un elevado desnivel se alzaban solemnes tres gigantescas estatuas que representaban a los tres primeros kage que se encargaron de desterrar a costa de sus vidas a los nueve monstruos que en esos momentos estaban arrasando el mundo: Uzumaki Shiomaru, Koichi Riona y Sumizu Kouta.
Sin embargo, los bijū estaban apareciendo de nuevo. Al menos el cinco colas, el Gobi, había hecho acto de aparición...
Y ahora se encontraba dentro de ella.
«¿De qué sirvió vuestro sacrificio, Kage-sama? ¿Habríais hecho lo mismo si hubiérais sabido que iban a volver a aparecer? Suspiró, con cierta tristeza.
El joven que la acompañaba la miró de manera penetrante. Sus ojos gélidos no expresaban ningún tipo de emoción, pero ella ya le conocía lo suficiente como para saber que estaba pensando en la respuesta.
—¿Por qué te empeñas en ir tú sola?
Ayame se mordió el labio inferior, dubitativa.
Estaban llegando al límite del País de la Tormenta, y ya habían pasado unos tres días desde que habían abandonado las eternas lluvias aunque el cielo seguía parcialmente nublado por encima de sus cabezas. Ahora se acercaban al punto en el que confluían los límites de los tres países más grandes del continente shinobi: el País de la Tormenta, el País del Remolino y el País del Bosque. El denso bosque cada vez se volvía más abierto, y un lejano susurro en la distancia le indicaba a la muchacha que estaban cerca de su destino. De hecho, no sabía si se trataba de pura sugestión o si era de verdad, pero un ligero cosquilleo recorría cada fibra de su ser.
—Es... algo personal —se limitó a responder, y Kōri terminó por asentir con un ligero suspiro.
—Esta bien, pero recuerda las palabras de padre. Nada de meterse en líos. De todas maneras estaré cerca... por si acaso.
Estaba claro que no se terminaba de fiar de su sentido de la seguridad, y realmente no podía culparle. Por eso, Ayame asintió enérgicamente y echó a correr en la dirección del susurro. Su corazón cada vez palpitaba con más fuerza, y no sólo se debía al ejercicio físico que estaba realizando. Aquella extraña sensación se iba acrecentando con cada zancada que daba.
Y, finalmente, el paisaje se abrió ante ella.
—Esto es... el Valle del Fin...
Otros no comprenderían su fascinación por aquel lugar, pero Ayame necesitaba ver el lugar donde se originó todo y sólo por ello se había enfrentado a su padre con uñas y dientes para que le dejara acudir a aquel lugar. El génesis de su naturaleza oculta, un lugar que aunque no parecía decirle nada, le decía todo al mismo tiempo. En el lago creado por la catarata que caía tras un elevado desnivel se alzaban solemnes tres gigantescas estatuas que representaban a los tres primeros kage que se encargaron de desterrar a costa de sus vidas a los nueve monstruos que en esos momentos estaban arrasando el mundo: Uzumaki Shiomaru, Koichi Riona y Sumizu Kouta.
Sin embargo, los bijū estaban apareciendo de nuevo. Al menos el cinco colas, el Gobi, había hecho acto de aparición...
Y ahora se encontraba dentro de ella.
«¿De qué sirvió vuestro sacrificio, Kage-sama? ¿Habríais hecho lo mismo si hubiérais sabido que iban a volver a aparecer? Suspiró, con cierta tristeza.