6/05/2021, 16:15
Pero Yui nunca llegó a responderle. Sus ojos, nublados por una extraña niebla, terminaron por cerrarse del todo y la Tormenta se derrumbó en su asiento.
—¿Yui-sama? Ugh... —Ayame, alarmada, quiso inclinarse sobre su líder para comprobar qué le había pasado, pero un extraño mareo la obligó a quedarse en su sitio y llevarse una mano a la cabeza. La botella que sostenía cayó al suelo con un estrépito de cristales rotos, y su contenido se desparramó por el suelo.
«¿Qué está...?» Todo a su alrededor daba vueltas y los párpados le pesaban demasiado. Una voz en su cabeza gritaba, como si intentara advertir de algo, pero ella no era capaz de comprender el significado de sus palabras. Antes de que se diera cuenta, se vio arrastrada a un pozo sin fondo en forma de sueño involuntario al que no fue capaz de resistirse.
«¡Señorita, despierte!»
Fue la voz de Kokuō la que la despertó de golpe. Aún profundamente aturdida y con una especie de telaraña aún envolviendo sus pensamientos, Ayame gimoteó y sacudió la cabeza a un lado. Estaba incómoda. Pero cuando intentó moverse para tomar una postura mejor, comprobó que no era capaz de hacerlo: Estaba sentada en una silla de madera, con las manos atadas tras la espalda y los pies también inmovilizados. Por supuesto, no fue capaz de ejecutar su técnica insignia para liberarse. Las esposas supresoras eran la primera regla de oro a la hora de capturar a un shinobi. Y por si no fuera suficiente, una tela cubría su boca, amordazándola.
«¿Qué...? ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?» Se preguntó, aterrada, mirando a su alrededor.
Estaba en una sala oscura que le puso los pelos de punta, sólo alumbrada por la mortecina y tintineante luz de un tubo fluorescente que parecía encontrarse en las últimas antes de terminar como su hermano gemelo, apagado junto a él. Cerca de ella, pero aún profundamente dormida, estaba Yui, en las mismas condiciones que ella.
—¡¡Hhmmmmph!! —trató de llamar su atención a través de la tela que sellaba su boca, pero nada inteligible salió de ella. Con la respiración agitada y el corazón palpitándole con fuerza, Ayame se volvió hacia sus adentros.
«Kokuō, ¿dónde estamos...? Lo último que recuerdo es el tren y esa limo... Oh, no.»
«Oh, sí. El viejo truco de la limonada con droga para dormir.» Resopló Kokuō. «Escúcheme, porque está en una situación muy delicada: Está en Yukio. Después de que cayera inconsciente, un grupo de soldados os arrastraron hasta aquí abajo. Y sé que lo siente... Sabe que no está sola con Yui. Y también está segura de que no tardará en llegar.»
La respiración de Ayame se aceleró aún más. Tenía la frente perlada de sudor y temblaba de pies a cabeza. Sí, por supuesto que lo sentía. Casi podía llegar a sentir sus garras cerrándose de nuevo sobre ella, casi podía ver aquellos brillantes ojos naranjas en la oscuridad de aquella sala. Casi podía sentir aquel láser de energía viva desgarrando su piel, quemando su cuerpo, reduciendo a cenizas sus huesos. Kurama.
«¡No pienso quedarme aquí!»
Quedarse allí era sinónimo de morir. Kurama ya se lo había dejado claro en su último encuentro. La negativa de Kokuō para apoyarle se había traducido en traición, y la única sentencia posible era la de muerte.
Por eso, en un gesto tan desesperado como estúpido, Ayame se impulsó hacia un lado con la intención de hacer caer la silla con el peso de su propio cuerpo. Con suerte, y aunque no llegara a desatarse del todo, podría deslizar las piernas por las patas de la silla o pasar los brazos por encima del respaldo.
—¿Yui-sama? Ugh... —Ayame, alarmada, quiso inclinarse sobre su líder para comprobar qué le había pasado, pero un extraño mareo la obligó a quedarse en su sitio y llevarse una mano a la cabeza. La botella que sostenía cayó al suelo con un estrépito de cristales rotos, y su contenido se desparramó por el suelo.
«¿Qué está...?» Todo a su alrededor daba vueltas y los párpados le pesaban demasiado. Una voz en su cabeza gritaba, como si intentara advertir de algo, pero ella no era capaz de comprender el significado de sus palabras. Antes de que se diera cuenta, se vio arrastrada a un pozo sin fondo en forma de sueño involuntario al que no fue capaz de resistirse.
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«¡Señorita, despierte!»
Fue la voz de Kokuō la que la despertó de golpe. Aún profundamente aturdida y con una especie de telaraña aún envolviendo sus pensamientos, Ayame gimoteó y sacudió la cabeza a un lado. Estaba incómoda. Pero cuando intentó moverse para tomar una postura mejor, comprobó que no era capaz de hacerlo: Estaba sentada en una silla de madera, con las manos atadas tras la espalda y los pies también inmovilizados. Por supuesto, no fue capaz de ejecutar su técnica insignia para liberarse. Las esposas supresoras eran la primera regla de oro a la hora de capturar a un shinobi. Y por si no fuera suficiente, una tela cubría su boca, amordazándola.
«¿Qué...? ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?» Se preguntó, aterrada, mirando a su alrededor.
Estaba en una sala oscura que le puso los pelos de punta, sólo alumbrada por la mortecina y tintineante luz de un tubo fluorescente que parecía encontrarse en las últimas antes de terminar como su hermano gemelo, apagado junto a él. Cerca de ella, pero aún profundamente dormida, estaba Yui, en las mismas condiciones que ella.
—¡¡Hhmmmmph!! —trató de llamar su atención a través de la tela que sellaba su boca, pero nada inteligible salió de ella. Con la respiración agitada y el corazón palpitándole con fuerza, Ayame se volvió hacia sus adentros.
«Kokuō, ¿dónde estamos...? Lo último que recuerdo es el tren y esa limo... Oh, no.»
«Oh, sí. El viejo truco de la limonada con droga para dormir.» Resopló Kokuō. «Escúcheme, porque está en una situación muy delicada: Está en Yukio. Después de que cayera inconsciente, un grupo de soldados os arrastraron hasta aquí abajo. Y sé que lo siente... Sabe que no está sola con Yui. Y también está segura de que no tardará en llegar.»
La respiración de Ayame se aceleró aún más. Tenía la frente perlada de sudor y temblaba de pies a cabeza. Sí, por supuesto que lo sentía. Casi podía llegar a sentir sus garras cerrándose de nuevo sobre ella, casi podía ver aquellos brillantes ojos naranjas en la oscuridad de aquella sala. Casi podía sentir aquel láser de energía viva desgarrando su piel, quemando su cuerpo, reduciendo a cenizas sus huesos. Kurama.
«¡No pienso quedarme aquí!»
Quedarse allí era sinónimo de morir. Kurama ya se lo había dejado claro en su último encuentro. La negativa de Kokuō para apoyarle se había traducido en traición, y la única sentencia posible era la de muerte.
Por eso, en un gesto tan desesperado como estúpido, Ayame se impulsó hacia un lado con la intención de hacer caer la silla con el peso de su propio cuerpo. Con suerte, y aunque no llegara a desatarse del todo, podría deslizar las piernas por las patas de la silla o pasar los brazos por encima del respaldo.