8/05/2021, 20:05
El golpe contra el suelo fue seco y duro. Tan duro que extendió una punzante oleada de dolor desde su hombro que le hizo cerrar los ojos y apretar las mandíbulas para ahogar un gemido. Pero la situación era urgente, y no podía quedarse en el suelo para quejarse de dolor. Con los ojos aún anegados de lágrimas, Ayame se retorció sobre sí misma como pudo. Consiguió pasar los brazos por encima del respaldo de la silla, pero sus pantorrillas estaban firmementes atadas a las patas de la silla. Y con las manos tras la espalda y su chakra inutilizado por aquellas malditas esposas no tenía modo alguno de desatarse.
«Maldita sea... ¿Y ahora qué?»
Fue entonces cuando lo escuchó. La puerta del calabozo se abrió de golpe, y Ayame alzó la mirada entre respiraciones agitadas y el corazón galopante. La invadió una repentina sensación de frío cuando la temperatura del aire descendió varios grados de golpe. Una nube de vaho acompañó a su respiración a través de la mordaza. Y aunque sabía que era imposible, su corazón se negó a escuchar al cerebro y se dejó arrastrar por aquella marea de esperanza.
«No puede ser... ¿Kōri...?»
Pero su gesto se transformó en uno de absoluto terror cuando vio a la figura que atravesaba el umbral de la puerta. Había sido un grave error haberse dejado llevar por su corazón, en lugar de su razón. Porque, efectivamente, era imposible que fuera su hermano: Kōri estaba muy lejos de allí. A muchos kilómetros al sur, en la seguridad de su hogar. La mujer que se adivinaba en el umbral de la puerta no era, nada más y nada menos, que la viva representación de las pesadillas que la habían estado atormentando durante los últimos meses. Se trataba de Kuroyuki, controlada por el mismísimo Kurama.
Un escalofrío la recorrió de arriba a abajo cuando la miró con aquellos ojos rojos como la sangre y en su rostro se retorció aquella tétrica sonrisa.
—Vaya, una rata intentando escapar. Qué triste —se burló, negando con la cabeza. Con pasos lentos, y ante la aterrorizada mirada de Ayame, se acercó a Yui y pasó un brazo por detrás de sus hombros en una especie de sardónico abrazo. Pero su mano se cerró en un único sello.
—¡¡¡Hhhhhhmph!!! —gimoteó Ayame, en un burdo intento de súplica: "¡¡No lo hagas, por favor!!", había querido pronunciar. Pero cualquier palabra inteligible murió en aquella tela que le impedía hablar.
El aire alrededor de la mano de Kurama crepitó y una larga katana de hielo negro se materializó en ella.
—No me gusta hablar con gente que está tirada en el suelo, incluso si son mis prisioneros. Trato a la gente con algo de deferencia, por favor. ¡Qué menos! —dijo Kurama, volviéndose hacia ella. Pero los ojos de Ayame iban y venían desde el filo de aquella espada al rostro de su captor—. Ahora has puesto las cosas más difíciles para ti misma, Aotsuki Ayame. Trata de levantarte y volverte a poner en tu sitio. Vamos, estoy esperando. Si no lo consigues... bueno, lo interpretaré como una falta de respeto y le cortaré el cuello a tu Señora Feudal.
«No... ¡No puedes hacer eso!» Ayame negó con la cabeza, desesperada.
Kurama alzó entonces la mirada hacia el techo, como si estuviese meditando sobre algo.
—Ah, es verdad. La última en la línea sucesoria, ¿no? ¡Qué interesante sería ver qué pasaría con el trono de la Tormenta! ¡Ohhh, quizás incluso me beneficie matarla! ¡Una guerra de sucesión, qué gran oportunidad para extender mis dominios hacia el sur! Pero quién sabe, quizás me sienta generoso. Vamos, levántate, vasija.
«Maldito zorro...» Gruñó Kokuō en su fuero interno.
Pero Ayame hiperventilaba, llena de terror. Ya no sólo por ella, sino por Yui. ¿Qué iba a pasar ahora? ¿Qué quería Kurama de ellas y por qué no las había matado ya? En aquellos instantes, no tenía demasiadas elecciones. ¿Pero cómo iba a levantarse? Había caído junto a la silla de costado, tenía las manos atadas a la espalda y las piernas firmemente amarradas a las patas de la silla. Era físicamente imposible. Y aún así lo intentó con todas sus fuerzas, entre gruñidos desesperados de esfuerzo: empujando con el codo y la rodilla que quedaban contra el suelo contra las baldosas y tirando desde su cuello hacia arriba...
«Maldita sea... ¿Y ahora qué?»
Fue entonces cuando lo escuchó. La puerta del calabozo se abrió de golpe, y Ayame alzó la mirada entre respiraciones agitadas y el corazón galopante. La invadió una repentina sensación de frío cuando la temperatura del aire descendió varios grados de golpe. Una nube de vaho acompañó a su respiración a través de la mordaza. Y aunque sabía que era imposible, su corazón se negó a escuchar al cerebro y se dejó arrastrar por aquella marea de esperanza.
«No puede ser... ¿Kōri...?»
Pero su gesto se transformó en uno de absoluto terror cuando vio a la figura que atravesaba el umbral de la puerta. Había sido un grave error haberse dejado llevar por su corazón, en lugar de su razón. Porque, efectivamente, era imposible que fuera su hermano: Kōri estaba muy lejos de allí. A muchos kilómetros al sur, en la seguridad de su hogar. La mujer que se adivinaba en el umbral de la puerta no era, nada más y nada menos, que la viva representación de las pesadillas que la habían estado atormentando durante los últimos meses. Se trataba de Kuroyuki, controlada por el mismísimo Kurama.
Un escalofrío la recorrió de arriba a abajo cuando la miró con aquellos ojos rojos como la sangre y en su rostro se retorció aquella tétrica sonrisa.
—Vaya, una rata intentando escapar. Qué triste —se burló, negando con la cabeza. Con pasos lentos, y ante la aterrorizada mirada de Ayame, se acercó a Yui y pasó un brazo por detrás de sus hombros en una especie de sardónico abrazo. Pero su mano se cerró en un único sello.
—¡¡¡Hhhhhhmph!!! —gimoteó Ayame, en un burdo intento de súplica: "¡¡No lo hagas, por favor!!", había querido pronunciar. Pero cualquier palabra inteligible murió en aquella tela que le impedía hablar.
El aire alrededor de la mano de Kurama crepitó y una larga katana de hielo negro se materializó en ella.
—No me gusta hablar con gente que está tirada en el suelo, incluso si son mis prisioneros. Trato a la gente con algo de deferencia, por favor. ¡Qué menos! —dijo Kurama, volviéndose hacia ella. Pero los ojos de Ayame iban y venían desde el filo de aquella espada al rostro de su captor—. Ahora has puesto las cosas más difíciles para ti misma, Aotsuki Ayame. Trata de levantarte y volverte a poner en tu sitio. Vamos, estoy esperando. Si no lo consigues... bueno, lo interpretaré como una falta de respeto y le cortaré el cuello a tu Señora Feudal.
«No... ¡No puedes hacer eso!» Ayame negó con la cabeza, desesperada.
Kurama alzó entonces la mirada hacia el techo, como si estuviese meditando sobre algo.
—Ah, es verdad. La última en la línea sucesoria, ¿no? ¡Qué interesante sería ver qué pasaría con el trono de la Tormenta! ¡Ohhh, quizás incluso me beneficie matarla! ¡Una guerra de sucesión, qué gran oportunidad para extender mis dominios hacia el sur! Pero quién sabe, quizás me sienta generoso. Vamos, levántate, vasija.
«Maldito zorro...» Gruñó Kokuō en su fuero interno.
Pero Ayame hiperventilaba, llena de terror. Ya no sólo por ella, sino por Yui. ¿Qué iba a pasar ahora? ¿Qué quería Kurama de ellas y por qué no las había matado ya? En aquellos instantes, no tenía demasiadas elecciones. ¿Pero cómo iba a levantarse? Había caído junto a la silla de costado, tenía las manos atadas a la espalda y las piernas firmemente amarradas a las patas de la silla. Era físicamente imposible. Y aún así lo intentó con todas sus fuerzas, entre gruñidos desesperados de esfuerzo: empujando con el codo y la rodilla que quedaban contra el suelo contra las baldosas y tirando desde su cuello hacia arriba...