10/05/2021, 20:08
Por supuesto, fue inútil. Ayame volvió a desplomarse contra el suelo y la vista se le emborronó momentáneamente cuando su cabeza impactó contra las baldosas del calabozo.
—Lástima —pronunció Kurama.
Y, aún a través de aquel velo distorsionado que tenía en los ojos, Ayame fue testigo del horror.
—¡¡¡HMPHUI!!! —gritó a través de la mordaza, cuando Kurama deslizó la katana por el cuello de Yui. Fue como si el tiempo se congelara para ella. Incapaz de hacer absolutamente nada por salvar a su líder, Ayame contempló la escena con los ojos abiertos de par en par.
Pero no hubo sangre. No hubo herida. La hoja de la katana, aunque oscura como una noche sin luna, seguía estando tan limpia como al principio. Igual que el suelo. Kurama miró largamente a los ojos de una traumatizada Ayame, que hiperventilaba en el suelo sin saber muy bien qué estaba pasando. En silencio, se colocó la hoja en su propio cuello y volvió a realizar el mismo movimiento. Nuevamente, no hubo herida alguna. La espada no cortaba: su filo estaba romo.
—Puedo acabar con todo lo que tienes en un solo segundo. Así que considera con cuidado nuestra propuesta, Carcelera —le espetó, sin inmutarse.
Plick. La luz parpadeó varias veces. Y, ante los aterrorizados ojos de Ayame, su cerebro cambió con cada parpadeo la presencia de Yui, inconsciente, amordazada y en peligro de muerte; por varios de sus seres queridos: Daruu. Plick. Su padre. Plick. Su hermano. Plick. Kiroe. Plick. Shanise...
Fue entonces cuando el brillo sanguinolento de los ojos de Kurama volvieron al negro del carbón de Kuroyuki. La espada terminó derretida y abandonada en el suelo cuando la soltó. Con un suspiro que casi parecía querer expresar alivio, la mujer se acercó a Ayame con lentitud. Se agachó, y empujando con fuerza y firmeza enderezó de nuevo su silla, de vuelta a la casilla de salida. Ayame no se atrevió a mover ni un músculo mientras la Yuki la rodeaba hasta colocarse justo a su espalda y sintió su olor: frío, pero con un toque fuerte, casi salvaje. Se estremeció cuando sintió que sujetaba la mordaza desde detrás, y las lágrimas se desbordaron por sus mejillas.
—Ahora, si no te importa, tú y yo vamos a hablar, de manera relajada.
«¿Ha... hablar...?»
—No os va a pasar nada, ni a ti ni a la Señora Feudal. Pero solo si colaboras, empezando por no gritar, no armar un espectáculo, ni patalear. Ni insultar. ¿Está todo claro? Asiente con la cabeza y te quitaré esta mordaza. Rebélate y me llevaré a Amekoro Yui, apagaré las luces y cerraré la puerta con llave unas horas para que te relajes.
Ayame contuvo un sollozo. De todos los líos en los que se había metido, aquel era, sin lugar a dudas, el más peliagudo. Tenía detrás de ella a la persona que le había dado caza hasta en dos ocasiones, a la mujer que había estado a punto de matarla en la última. Y ahora estban en la tercera, y estaba completamente sola: No estaba Daruu para invocarla con su técnica del Hilo Rojo del Destino, tampoco tenía ya la marca de Llueve Nueve para pedir ayuda a Datsue, su familia estaba a muchos kilómetros al sur y ni siquiera eran conscientes del peligro al que estaba sometida. Y con las manos y piernas inmovilizadas, y con su sistema circulatorio de chakra inutilizado para impedir que se defendiera de sus técnicas, ¿qué alternativa tenía? ¿Acaso tenía elección?
No tuvo que preguntarlo para saber la respuesta.
Asintió muy despacio, para que no malinterpretara su gesto de ninguna manera y cuando sintió la mordaza aflojarse en torno a su boca, ni siquiera se movió.
—¿De qué queréis hablar...? —preguntó, con un hilo de voz y la mirada clavada en el infinito del calabozo.
—Lástima —pronunció Kurama.
Y, aún a través de aquel velo distorsionado que tenía en los ojos, Ayame fue testigo del horror.
—¡¡¡HMPHUI!!! —gritó a través de la mordaza, cuando Kurama deslizó la katana por el cuello de Yui. Fue como si el tiempo se congelara para ella. Incapaz de hacer absolutamente nada por salvar a su líder, Ayame contempló la escena con los ojos abiertos de par en par.
Pero no hubo sangre. No hubo herida. La hoja de la katana, aunque oscura como una noche sin luna, seguía estando tan limpia como al principio. Igual que el suelo. Kurama miró largamente a los ojos de una traumatizada Ayame, que hiperventilaba en el suelo sin saber muy bien qué estaba pasando. En silencio, se colocó la hoja en su propio cuello y volvió a realizar el mismo movimiento. Nuevamente, no hubo herida alguna. La espada no cortaba: su filo estaba romo.
—Puedo acabar con todo lo que tienes en un solo segundo. Así que considera con cuidado nuestra propuesta, Carcelera —le espetó, sin inmutarse.
Plick. La luz parpadeó varias veces. Y, ante los aterrorizados ojos de Ayame, su cerebro cambió con cada parpadeo la presencia de Yui, inconsciente, amordazada y en peligro de muerte; por varios de sus seres queridos: Daruu. Plick. Su padre. Plick. Su hermano. Plick. Kiroe. Plick. Shanise...
Fue entonces cuando el brillo sanguinolento de los ojos de Kurama volvieron al negro del carbón de Kuroyuki. La espada terminó derretida y abandonada en el suelo cuando la soltó. Con un suspiro que casi parecía querer expresar alivio, la mujer se acercó a Ayame con lentitud. Se agachó, y empujando con fuerza y firmeza enderezó de nuevo su silla, de vuelta a la casilla de salida. Ayame no se atrevió a mover ni un músculo mientras la Yuki la rodeaba hasta colocarse justo a su espalda y sintió su olor: frío, pero con un toque fuerte, casi salvaje. Se estremeció cuando sintió que sujetaba la mordaza desde detrás, y las lágrimas se desbordaron por sus mejillas.
—Ahora, si no te importa, tú y yo vamos a hablar, de manera relajada.
«¿Ha... hablar...?»
—No os va a pasar nada, ni a ti ni a la Señora Feudal. Pero solo si colaboras, empezando por no gritar, no armar un espectáculo, ni patalear. Ni insultar. ¿Está todo claro? Asiente con la cabeza y te quitaré esta mordaza. Rebélate y me llevaré a Amekoro Yui, apagaré las luces y cerraré la puerta con llave unas horas para que te relajes.
Ayame contuvo un sollozo. De todos los líos en los que se había metido, aquel era, sin lugar a dudas, el más peliagudo. Tenía detrás de ella a la persona que le había dado caza hasta en dos ocasiones, a la mujer que había estado a punto de matarla en la última. Y ahora estban en la tercera, y estaba completamente sola: No estaba Daruu para invocarla con su técnica del Hilo Rojo del Destino, tampoco tenía ya la marca de Llueve Nueve para pedir ayuda a Datsue, su familia estaba a muchos kilómetros al sur y ni siquiera eran conscientes del peligro al que estaba sometida. Y con las manos y piernas inmovilizadas, y con su sistema circulatorio de chakra inutilizado para impedir que se defendiera de sus técnicas, ¿qué alternativa tenía? ¿Acaso tenía elección?
No tuvo que preguntarlo para saber la respuesta.
Asintió muy despacio, para que no malinterpretara su gesto de ninguna manera y cuando sintió la mordaza aflojarse en torno a su boca, ni siquiera se movió.
—¿De qué queréis hablar...? —preguntó, con un hilo de voz y la mirada clavada en el infinito del calabozo.