4/07/2021, 11:52
Zetsuo y Kōri apartaron los últimos escombros antes de dar con ella. Para su alivio, pero tal y como habían supuesto, Amekoro Yui había utilizado su técnica estrella como Hōzuki para evitar los mayores daños. Aquel charco líquido en el que se había transformado en el momento de la explosión, se alzó entonces. Y las gotas se agruparon y amoldaron hasta formar la silueta y forma de La Tormenta. Sus ojos, chispeantes como una noche de relámpagos, se pasearon por todos los presentes.
—Es un alivio verla bien, Yui-sama —murmuró Zetsuo, sombrío.
Pero Ayame no estaba mirándola cuando sus ojos cayeron sobre ella. Porque tenía preocupaciones aún más serias de las que ocuparse. Un violento siseo había inundado el aire, y el filo de una katana recubierto por una escalofriante energía atravesó una de las paredes cercanas como si estuviese hecha de papel y no de hormigón. Negro y blanco se juntaban como burbujas hirviendo al fuego.
«E... ¿Eso es...?» La había vivido en sus carnes. Había estado a punto de morir, arrasada por esa misma energía. Aún seguía reviviendo aquel momento en sus peores pesadillas, cada vez más recurrentes.
Pero jamás habría podido siquiera imaginar que llegaría a ver una bijūdama concentrada en una katana.
«Señorita, ¡tienen que salir de ahí! ¡YA!»
La pared, cortada en cuatro, se desplomó a pedazos, casi convertida en roca fundida. Y tras ella, y para horror de los allí presentes, la figura de Kuroyuki enarbolando aquel temible arma. Pálida como la cera, la muchacha volvió a retroceder un paso, tragando grueso. A decir verdad, en ningún momento había llegado a que aquel deslizamiento de nieve pudiera haberle arrebatado la vida, pero sí que había contado con no encontrársela de nuevo. Al menos, tan pronto.
—Se acabó. Se acabó, aquí y ahora —sentenció, con uno de sus ojos del color del carbón y el otro encendido con el color de la sangre. Kurama estaba observando—. Lamentaréis el día en el que os enfrentasteis a un Dios.
—A tu Dios lo han matado. Muchas veces. A nosotros nunca —replicó Yui—. Así que deja de fliparte tanto.
«¡SEÑORITA, REACCIONE!»
Kuroyuki asintió para sí, como si estuviese respondiendo a una orden, y entonces sujetó la katana con ambas manos y la echó a un lado. La hoja comenzó a chisporrotear con fuerza, y aquel sonido terminó de despertarla de su trance. Fue como si sus manos reaccionasen solas, formando el sello de la clonación. Pero no fue un Clon de Sombras lo que surgió, sino una figura con cuerpo de caballo, cabeza de cetáceo y cinco colas tras el final de su espalda. Sus ojos estaban encendidos con una mezcla de ira y tristeza.
—¡MARCHAD YA! —bramó, lanzándose contra Kuroyuki.
Y Ayame, sobresaltada como si le hubiesen dado una bofetada, se giró hacia Yui, su padre y su hermano y echó a correr tan rápido como le permitían las piernas.
—¡Ponedme la mano encima! —gritó, mientras sus manos se entrelazaban.
¿Su intención? Largarse. Largarse como si jamás hubiesen estado allí y volver a la seguridad de su hogar en Amegakure, bajo el escritorio donde había colocado su marca de sangre. Aquel iba a ser el mayor esfuerzo que iba a hacer con la técnica de teletransporte que le había enseñado Daruu que había hecho jamás. Pero si eso les salvaba la vida a todos, valdría la pena pese a su garrafal error de antes. Kokuō no podría hacer nada contra Kurama, y eso Ayame lo sabía. Pero el bijū también lo sabía. Simplemente había decidido salir para hacer de cebo y ganarles algo de tiempo. En cuanto el Bijū Bunshin se deshiciera, volvería con Ayame.
—Es un alivio verla bien, Yui-sama —murmuró Zetsuo, sombrío.
Pero Ayame no estaba mirándola cuando sus ojos cayeron sobre ella. Porque tenía preocupaciones aún más serias de las que ocuparse. Un violento siseo había inundado el aire, y el filo de una katana recubierto por una escalofriante energía atravesó una de las paredes cercanas como si estuviese hecha de papel y no de hormigón. Negro y blanco se juntaban como burbujas hirviendo al fuego.
«E... ¿Eso es...?» La había vivido en sus carnes. Había estado a punto de morir, arrasada por esa misma energía. Aún seguía reviviendo aquel momento en sus peores pesadillas, cada vez más recurrentes.
Pero jamás habría podido siquiera imaginar que llegaría a ver una bijūdama concentrada en una katana.
«Señorita, ¡tienen que salir de ahí! ¡YA!»
La pared, cortada en cuatro, se desplomó a pedazos, casi convertida en roca fundida. Y tras ella, y para horror de los allí presentes, la figura de Kuroyuki enarbolando aquel temible arma. Pálida como la cera, la muchacha volvió a retroceder un paso, tragando grueso. A decir verdad, en ningún momento había llegado a que aquel deslizamiento de nieve pudiera haberle arrebatado la vida, pero sí que había contado con no encontrársela de nuevo. Al menos, tan pronto.
—Se acabó. Se acabó, aquí y ahora —sentenció, con uno de sus ojos del color del carbón y el otro encendido con el color de la sangre. Kurama estaba observando—. Lamentaréis el día en el que os enfrentasteis a un Dios.
—A tu Dios lo han matado. Muchas veces. A nosotros nunca —replicó Yui—. Así que deja de fliparte tanto.
«¡SEÑORITA, REACCIONE!»
Kuroyuki asintió para sí, como si estuviese respondiendo a una orden, y entonces sujetó la katana con ambas manos y la echó a un lado. La hoja comenzó a chisporrotear con fuerza, y aquel sonido terminó de despertarla de su trance. Fue como si sus manos reaccionasen solas, formando el sello de la clonación. Pero no fue un Clon de Sombras lo que surgió, sino una figura con cuerpo de caballo, cabeza de cetáceo y cinco colas tras el final de su espalda. Sus ojos estaban encendidos con una mezcla de ira y tristeza.
—¡MARCHAD YA! —bramó, lanzándose contra Kuroyuki.
Y Ayame, sobresaltada como si le hubiesen dado una bofetada, se giró hacia Yui, su padre y su hermano y echó a correr tan rápido como le permitían las piernas.
—¡Ponedme la mano encima! —gritó, mientras sus manos se entrelazaban.
¿Su intención? Largarse. Largarse como si jamás hubiesen estado allí y volver a la seguridad de su hogar en Amegakure, bajo el escritorio donde había colocado su marca de sangre. Aquel iba a ser el mayor esfuerzo que iba a hacer con la técnica de teletransporte que le había enseñado Daruu que había hecho jamás. Pero si eso les salvaba la vida a todos, valdría la pena pese a su garrafal error de antes. Kokuō no podría hacer nada contra Kurama, y eso Ayame lo sabía. Pero el bijū también lo sabía. Simplemente había decidido salir para hacer de cebo y ganarles algo de tiempo. En cuanto el Bijū Bunshin se deshiciera, volvería con Ayame.