5/07/2021, 00:58
Yui asintió al grito de Ayame. Los cuatro volvían a estar juntos, mientras Kokuō salía al frente a brindarles cobertura. ¿Era aquel el movimiento correcto? Lo que estaba a punto de hacer iba, en parte, en contra de su esencia misma, pero había visto morir a su hermano, y no quería repetir aquella visión con nadie más que le importase.
Miró a Kōri por una centésima de segundo, como si quisiese registrar en su retina aquel rostro gélido. No podían ser más opuestos en cuanto a personalidad y carácter, pero Kōri era un buen ninja. Uno de los mejores. Siempre leal. Siempre eficiente y cumplidor. La villa necesitaba a gente como él ahora más que nunca.
Miró a Ayame. Joder, tenía que echarle la bronca por lo que había hecho. En momentos como aquellos, dudar era morir. No podía seguir andándose con remilgos. Pero estaba orgullosa de lo lejos que había llegado. Del camino que le quedaba por recorrer. Quizá un día se lo dijese. Quizá.
Miró al viejo águila. Habían tenido alguna que otra desavenencia en los últimos tiempos. Nada importante. Le comprendía. En el fondo, sabía lo mucho que temía volver a perder a uno de los suyos de nuevo. Recordó lo último que le había dicho al aguilucho antes de partir junto a Ayame: si hace falta, moriré para que ella vuelva sana y salva. Tienes mi palabra.
Su palabra… No recordaba haberla roto en su maldita vida. No era un buen momento para perder la costumbre. Apoyó la mano en el hombro de Ayame, con firmeza, junto al resto. Sí, quizá fuese lo mejor después de todo. Yui era orgullosa, irreflexiva y temeraria. Era el rayo que caía encima de sus enemigos, directa y sin avisar. Era todo eso y mucho más. Pero no podía pretender que todos fuesen como ella.
Cuando Ayame empezó a encadenar sellos, ella levantó la mano disimuladamente, perdiendo todo contacto físico. Les sonrió. Fue una sonrisa alegre y al mismo tiempo melancólica. Una sonrisa que evocaba a los labios un hasta pronto, amigos. O quizá a un adiós.
Si hace falta, moriré para que ella vuelva sana y salva. Sus propias palabras volvieron a resonar en su cabeza por última vez. Era inconcebible romper un juramento, pero más lo era huir del enemigo de su nación. Pegó un salto y no volvió a mirar atrás. Aterrizó al lado de Kokuō, y sus ojos ya no se despegaron de Kuroyuki.
—Joder, si me lo dicen hace unos meses… ¡Ja! —exclamó, mano a mano con el bijū. Pese a que no la miraba, claramente se dirigía a Kokuō—. Está bien…
Su diestra se dirigió a su antebrazo, que salpicó agua al tocarlo como si no estuviese hecho de carne y hueso. Un instante después, como el trueno que se escucha tras el relámpago, lanzó un shuriken al corazón de Kuroyuki. Tan inofensivo y descuidado como el clon de antes. Y con la misma mala leche.
Tres rápidos sellos bastaron para que ese shuriken se transformase en un Dai Shuriken, así como también la estrella metálica que viajaba camuflada en su sombra gracias al Kage Shuriken no Jutsu.
—… veamos de qué pasta está hecho tu Dios.