12/08/2021, 13:01
Las palabras calaron en las decenas de shinobi que la escuchaban. Quizás no de la manera que lo habrían hecho las palabras de Yui o de Shanise, o incluso de su padre, pero en aquellos instantes parecía que Ayame se había convertido en una suerte de bote salvavidas para todos aquellos shinobi y kunoichi. Y la presión resultaba asfixiante.
—Ha estado muy bien —la felicitó Yokuna, entre los gritos y vítores de sus compatriotas—. No te preocupes por lo de la limonada, Zetsuo ya nos advirtió de ello. Además, el tren está vacío. Lo despejamos en la estación. Aquí solo hay ninjas.
Ayame suspiró, aliviada. Con tantos aliados, deberían poder ayudar a Amekoro Yui sin demasiados problemas... ¿No?
«Aguanta, por favor. Ya vamos, Tormenta...» Rogó para sus adentros, entrelazando las manos sobre el pecho.
El tiempo pasaba interminable en aquel vagón de metal. Y después de la explosión de efusividad venía la tensa preocupación. Ayame pudo verlo mientras se paseaba arriba y abajo, sin dejar de darle vueltas a la cabeza. La inmensa mayoría de los shinobi que se encontraban allí estaban ahora sentados y cabizbajos, y algunos jugaban con los dedos en un intento de disipar su nerviosismo. Al fondo, en el extremo final del vagón, la misma mujer corpulenta que la había interpelado anteriormente ahora daba vueltas como un león enjaulado.
Y Yukio cada vez estaba más cerca.
—Ayame —la llamó Yokuna, de pronto a su lado—. ¿Cual es el plan? —preguntó, señalando a la ciudad, pero antes de que Ayame pudiera decir nada su atención se desvió inevitablemente hacia el pueblo—. ¿Qué narices...?
Y es que, allí a lo lejos, varias columnas de humo se alzaban desde diferentes puntos de Yukio. Desde su posición pudieron ver que varias casas habían caído como si hubiesen sido aplastadas por un gigante. Ayame palideció al verlo.
—¡Es Yui, seguro! ¡Está luchando! —gritó alguien.
Pero la ausencia de actividad en Yukio sólo evidenciaba una dolorosa verdad.
—No. Esos son los signos de una lucha que acabó hace tiempo.
—No sabemos qué nos vamos a encontrar, Ayame —intervino Yokuna—, y puede que esperen refuerzos de Amegakure. Estamos a merced de una emboscada, así que pensemos bien cómo vamos a actuar.
—Yo... —balbuceó la kunoichi, abrumada y mareada a partes iguales.
Se dejó caer sobre uno de los asientos vacíos y se llevó las manos a la cabeza. No quería seguir mirando a Yukio, pero sus ojos se veían inevitablemente atraídos hacia el pueblo como si de un poderoso imán se tratase. Ella había estado allí hacía varias largas horas. Para cuando se había desaparecido con su padre y su hermano estaban en el interior de una prisión, ¿qué había pasado para que todo estallara de esa manera? ¿Y dónde estaba Yui? Una parte de ella quería creer que podía haber escapado sana y salva de aquel pueblo nevado, pero Ayame la conocía demasiado bien. Conocía el arrojo de la Tormenta, y le costaba mucho imaginársela escapando a hurtadillas sin dar la cara. Intentaba no dejarse llevar por el pánico, pero en aquellos instantes de le hacía una tarea imposible.
—No sabemos lo que vamos a encontrarnos allí... —dijo, con voz apagada, repitiendo las palabras de Yokuna—. No sabemos qué ha pasado con Yui, y es muy probable que Kuroyuki siga por allí... Además, somos demasiados, llamaríamos demasiado la atención si entramos en tropel a Yukio. Quizás... quizás deberíamos hacer un reconocimiento aéreo antes de llegar. Los halcones deberían pasar más o menos desapercibidos, ¿no?
—Ha estado muy bien —la felicitó Yokuna, entre los gritos y vítores de sus compatriotas—. No te preocupes por lo de la limonada, Zetsuo ya nos advirtió de ello. Además, el tren está vacío. Lo despejamos en la estación. Aquí solo hay ninjas.
Ayame suspiró, aliviada. Con tantos aliados, deberían poder ayudar a Amekoro Yui sin demasiados problemas... ¿No?
«Aguanta, por favor. Ya vamos, Tormenta...» Rogó para sus adentros, entrelazando las manos sobre el pecho.
El tiempo pasaba interminable en aquel vagón de metal. Y después de la explosión de efusividad venía la tensa preocupación. Ayame pudo verlo mientras se paseaba arriba y abajo, sin dejar de darle vueltas a la cabeza. La inmensa mayoría de los shinobi que se encontraban allí estaban ahora sentados y cabizbajos, y algunos jugaban con los dedos en un intento de disipar su nerviosismo. Al fondo, en el extremo final del vagón, la misma mujer corpulenta que la había interpelado anteriormente ahora daba vueltas como un león enjaulado.
Y Yukio cada vez estaba más cerca.
—Ayame —la llamó Yokuna, de pronto a su lado—. ¿Cual es el plan? —preguntó, señalando a la ciudad, pero antes de que Ayame pudiera decir nada su atención se desvió inevitablemente hacia el pueblo—. ¿Qué narices...?
Y es que, allí a lo lejos, varias columnas de humo se alzaban desde diferentes puntos de Yukio. Desde su posición pudieron ver que varias casas habían caído como si hubiesen sido aplastadas por un gigante. Ayame palideció al verlo.
—¡Es Yui, seguro! ¡Está luchando! —gritó alguien.
Pero la ausencia de actividad en Yukio sólo evidenciaba una dolorosa verdad.
—No. Esos son los signos de una lucha que acabó hace tiempo.
—No sabemos qué nos vamos a encontrar, Ayame —intervino Yokuna—, y puede que esperen refuerzos de Amegakure. Estamos a merced de una emboscada, así que pensemos bien cómo vamos a actuar.
—Yo... —balbuceó la kunoichi, abrumada y mareada a partes iguales.
Se dejó caer sobre uno de los asientos vacíos y se llevó las manos a la cabeza. No quería seguir mirando a Yukio, pero sus ojos se veían inevitablemente atraídos hacia el pueblo como si de un poderoso imán se tratase. Ella había estado allí hacía varias largas horas. Para cuando se había desaparecido con su padre y su hermano estaban en el interior de una prisión, ¿qué había pasado para que todo estallara de esa manera? ¿Y dónde estaba Yui? Una parte de ella quería creer que podía haber escapado sana y salva de aquel pueblo nevado, pero Ayame la conocía demasiado bien. Conocía el arrojo de la Tormenta, y le costaba mucho imaginársela escapando a hurtadillas sin dar la cara. Intentaba no dejarse llevar por el pánico, pero en aquellos instantes de le hacía una tarea imposible.
—No sabemos lo que vamos a encontrarnos allí... —dijo, con voz apagada, repitiendo las palabras de Yokuna—. No sabemos qué ha pasado con Yui, y es muy probable que Kuroyuki siga por allí... Además, somos demasiados, llamaríamos demasiado la atención si entramos en tropel a Yukio. Quizás... quizás deberíamos hacer un reconocimiento aéreo antes de llegar. Los halcones deberían pasar más o menos desapercibidos, ¿no?