15/08/2021, 12:14
Ten cuidado con lo que deseas, porque puede convertirse en realidad.
Todo empezó con un sonido, que penetró las puertas de la villa y recorrió las primeras calles de la aldea como un ejército de Gebijūs enloquecidos. Ranko había escuchado anteriormente aquel sonido, a través de unas rejillas metálicas, tumbada en una cama de la enfermería. Sabía lo que significaba, sabía lo que traía con él, como el trueno que trae consigo el relámpago.
Era el sonido de un cuerno de guerra, era la brecha que separaba aquel día anodino de lo que estaba a punto de convertirse.
La oscuridad reinaba en el puente, resistiéndose a ser apartada por las lámparas colocadas en las barandillas, llenas de nieve. Aquellas diminutas luces se veían más frágiles que nunca. Y, entre la penumbra, otra luz más, eléctrica, de continuos destellos, que centelleaba aquí y allá. Ranko apenas era capaz de seguirla con sus ojos. Parecía estar jugando con ella, como retándola a que la atrapase con la mirada.
Hasta que dejó de jugar.
Nunca le había visto en persona, pero tuvo la impresión que los retratos colgados por todo Ōnindo no terminaban de corresponder con él. Tenía un ojo ciego, sí. Tenía otro rojo, por supuesto. Tenía barba, claro. La cabeza rapada. También un abrigo de piel sobre sus hombros. Tenía dos hachas, una a cada costado. Tenía todo lo que aquel maldito dibujo mostraba, y, aún así, había mucho más.
Porque aquel dibujo no era capaz de atrapar ciertos matices. Porque aquel ojo no tenía un blanco cualquiera. Tenía el tono de un perro de guerra que ha quedado medio ciego por ser apaleado. Apaleado, y con muchas ganas de revancha. Y aquel otro ojo, tampoco tenía un rojo cualquiera. Tenía el tono carmesí de los cientos de litros de sangre derramada en el atentado del Valle de los Dojos. ¿Sus hachas? Menos limpias y pulidas que en el dibujo. Al verlas te dabas cuenta que habían sido usadas. Repetidas veces. Y por las manchas de un púrpura oscuro que moteaban el acero, uno se imaginaba que no contra troncos, precisamente. Dioses, por su propio cuerpo la electricidad fluía como los rayos sobre las nubes en una noche de tormenta.
Eran pequeños y grandes detalles, pero no, definitivamente los retratos no hacían jodida justicia ante lo que tenía frente a sus ojos.
—Hola, Sagiso Ranko —dijo Zaide, deteniéndose a cinco metros de distancia—. No tendrás otro de esos, ¿huh? —preguntó, señalando con un dedo, imbuido por el Raiton no Yoroi, la taza humeante que la kunoichi tenía entre sus manos.
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