15/08/2021, 22:54
Yokuna se cruzó de brazos, con una sonrisilla. Creía conocer a aquél halcón. Quizás lo hubiese invocado, hacía mucho tiempo. Le sonaba de algo su descaro, pero lo cierto es que no recordaba siquiera su nombre, hasta que Ayame lo recordó.
—Si no te importa, Ayame, un único ave llamará menos la atención. Además, será mejor que ahorremos todas las fuerzas que podamos. —Estuvo a punto de preguntarle a Setsuhane si necesitaba la ayuda, pero viendo la actitud que tenía, se lo pensó dos veces—. Te esperaremos —dijo, quedamente, y se dio la vuelta. Abrió la ventana.
Era difícil ver bajo aquella tormenta de nieve, incluso para los ojos de un halcón. Pero estaba meridianamente claro lo que estaba sucediendo allí. Como sospechaban los ninjas, les estaban esperando. Pero no estaba claro que aquello pareciese una emboscada.
En la estación habían apostados cuatro shinobi, patrullando de lado a lado. El resto de la ciudad estaba casi completamente vacía, si por vacía entendemos que no había signos de vida. Más bien parecía un auténtico campamento militar, lleno de ninjas. Lo más curioso era el extraño cráter, en un extremo de Yukio. Allí había más ninjas: Setsuhane contó hasta veinte, rodeando el cráter. Y en el centro había una elevación hecha de un extraño material cristalino de color negro. Era una especie de escenario. Quien estaba allí arriba quería, sin duda, que se le viera bien.
Setsuhane afinó la vista.
Había un hombre, alto, espigado y pelirrojo, con una larga, larga melena lisa. Parecía impaciente, paseando de un lado a otro de la plataforma. Sujetaba una larga katana en la mano. En una sobria silla de madera, había una persona, una mujer de cabello negro. Amordazada y atada a la parte de atrás por las muñecas con unas esposas metálicas. Las piernas estaban atadas con cuerdas.
El hombre agitó la espada, impaciente, y acarició con la parte roma el cuello de la mujer.
Algo le revolvió las tripas. El instinto, quizás.
Le decía que se largase de allí ahora mismo.
Ayame también sintió algo.
—Está aquí, señorita.
—Si no te importa, Ayame, un único ave llamará menos la atención. Además, será mejor que ahorremos todas las fuerzas que podamos. —Estuvo a punto de preguntarle a Setsuhane si necesitaba la ayuda, pero viendo la actitud que tenía, se lo pensó dos veces—. Te esperaremos —dijo, quedamente, y se dio la vuelta. Abrió la ventana.
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Era difícil ver bajo aquella tormenta de nieve, incluso para los ojos de un halcón. Pero estaba meridianamente claro lo que estaba sucediendo allí. Como sospechaban los ninjas, les estaban esperando. Pero no estaba claro que aquello pareciese una emboscada.
En la estación habían apostados cuatro shinobi, patrullando de lado a lado. El resto de la ciudad estaba casi completamente vacía, si por vacía entendemos que no había signos de vida. Más bien parecía un auténtico campamento militar, lleno de ninjas. Lo más curioso era el extraño cráter, en un extremo de Yukio. Allí había más ninjas: Setsuhane contó hasta veinte, rodeando el cráter. Y en el centro había una elevación hecha de un extraño material cristalino de color negro. Era una especie de escenario. Quien estaba allí arriba quería, sin duda, que se le viera bien.
Setsuhane afinó la vista.
Había un hombre, alto, espigado y pelirrojo, con una larga, larga melena lisa. Parecía impaciente, paseando de un lado a otro de la plataforma. Sujetaba una larga katana en la mano. En una sobria silla de madera, había una persona, una mujer de cabello negro. Amordazada y atada a la parte de atrás por las muñecas con unas esposas metálicas. Las piernas estaban atadas con cuerdas.
El hombre agitó la espada, impaciente, y acarició con la parte roma el cuello de la mujer.
Algo le revolvió las tripas. El instinto, quizás.
Le decía que se largase de allí ahora mismo.
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Ayame también sintió algo.
—Está aquí, señorita.
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