16/08/2021, 13:24
Tal y como se esperaba, una caótica tempestad sucedió a las últimas palabras de Ayame. Su sentencia.
—¡No! ¡No, no, no, no! ¡No puedes hacer eso, Aotsuki! —rugió la mujer corpulenta, agarrándola por los hombros con tanta fuerza que levantó sus pies del suelo—. ¡Tú eres parte del futuro de Amegakure! Y probablemente uno de los objetivos del enemigo. ¡Es obvio que espera refuerzos de Ame, pero no te espera específicamente a ti! ¡Deja que nos ocupemos nosotros!
«Pero Amekoro Yui ES Amegakure. No puedo...» Ayame se mordió el labio inferior, intentando contener unas lágrimas que se le escapaban como si de una olla a presión se tratase.
—Deja que me ocupe yo —intervino Yokuna—. Probablemente quiera usar a Yui como chantaje. Negociar. Tú debes volver a Amegakure. Al lado de Shanise. Es el lugar donde perteneces.
«Te mataría. Y después mataría a Yui. Tú también perteneces a Amegakure, Cazador...»
—Negociar... —comenzó otro de los hombres, como si le hubiese leído el pensamiento—. ¿Creéis que Yui querría que hiciésemos alguna concesión? Conociéndola, preferiría morir... Honestamente, compañeros... no creo que ese zorro piense jugar limpio. Yui...
Ayame se vio sobresaltada cuando la mujer que la sostenía la zarandeó violentamente.
—¡No sabemos lo que va a pasar todavía! ¡Pero por eso mismo! ¡Yui puede morir, pero la Tormenta seguirá viva! ¡Shanise tomará el puesto, y entonces tú, tú...!
«¿Yo qué?»
—Yuka. Suéltala ya.
La mujer la depositó en el suelo con cuidado, sollozando.
—Ayame... para muchos de nosotros eres una heroína. Yui se quedó luchando y os dejó marchar, ¿no? ¿Crees que Yui querría que te entregases?
Ella ni siquiera tuvo tiempo de responder. El caos estalló con más violencia, y el vagón del ferrocarril se convirtió en una olla a presión. Unos querían luchar con uñas y dientes, lanzarse a un suicidio colectivo que sólo conseguiría que les matasen a ellos y a la Tormenta, otros (como Yokuna), trataban de imponer calma, siendo engullidos por la turba enfurecida en el proceso; otros, quizás más sensatos, optaban por volver a Amegakure y preparar allí un ejército, pero eran rápidamente acallados e incluso se llegó a sugerir la posibilidad de arrojar fuera del tren a los cobardes. Fuera como fuese, nadie se ponía de acuerdo en aquel enjambre, y Ayame era la única que guardaba silencio, con la cabeza agachada y el gesto sombrío. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Y al final, no pudo soportar aquel escándalo por más tiempo. Nadie le prestaba ya atención, y sus manos, lentas y temblorosas, se entrelazaron lentamente en el sello del Tigre. Una infinidad de plumas comenzó a inundar el aire del vagón, cayendo lentamente desde el techo en un suave y lento vaivén hipnótico.
—No soy ninguna heroína... —pronunció, con un hilo de voz, mientras su técnica iba sumergiendo a sus compañeros de armas en un profundo sueño del que no habrían de salir en un buen tiempo—. Pero no voy a dejar que muráis por mi culpa. Lo siento.
Durante un momento, les envidió. Envidió que pudieran hacer a un lado todas sus preocupaciones y dormir de aquella manera tan relajada. Pero ella no podía permitirse eso. Por eso, Ayame dejó una de sus marcas de sangre bajo uno de los asientos. Ni siquiera sabría si tendría oportunidad de escapar, pero siempre era conveniente tener al menos una marca, sólo por si acaso. Después, abrió la ventana que le quedaba más cerca, se encaramó a ella, y saltó del vehículo. Sus pies se enterraron en la nieve al aterrizar, pero ella no pareció notar el frío. Tenía los ojos llorosos clavados en el horizonte y sus pies comenzaron a andar hacia Yukio.
Allí, a lo lejos, una sombra alada se acercaba a toda velocidad a su posición. Era Setsuhane, que dejó caer el trasmisor de vuelta en las manos de Ayame y se colocó junto a ella, revoloteando.
—¿Qué estás haciendo? ¡No sabes lo que te espera ahí delante!
—Setsuhane... Por favor... Vuelve a Amegakure y avisa a Shanise de lo que está sucediendo aquí.
—¡Pero, Ayame!
—¡Haz lo que te digo! —bramó ella, espantando al ave con un aspaviento de su mano. Había sonado bastante más brusca de lo que había tenido intención. Pero no había podido evitarlo.
«¡Señorita, DETÉNGASE! ¡Ya no es sólo Kuroyuki o los ninjas del Copo de Nieve! ¡Estamos hablando de Kurama! ¡El mismo Kurama que quiso sellar a mi hermano! ¡El mismo que lo asesinó! ¡El mismo que creó a esas monstruosidades llamadas Gebijū! ¡No tendrá ningún tipo de piedad con usted!»
Pero, con la tormenta de nieve mordiéndole la piel e igual de sola que cuando había abandonado su aldea natal, Ayame se dirigió entre lágrimas hacia su guillotina, haciendo oídos sordos a las exclamaciones y advertencias de Kokuō.
Ninguno de los shinobi del tren se hacía una idea del poder que albergaba Kurama, de la destrucción que podría llevar a cabo si se lo proponía. Enviarlos a luchar, como ellos querían, sólo resultaría en una carnicería sin ningún tipo de resultado. Enviar a alguien a negociar resultaría en lo mismo: Kurama sólo quería ver la caída de Amegakure y parecía estar dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de evitarlo. Y, sobre lo de volver a la aldea y advertir a los demás allí... ¿Cómo podría mirar a la cara a Shanise después de abandonar a Yui por segunda vez en el mismo día? Había sido culpa suya: culpa de haber caído en una trampa tan estúpida como la de la limonada drogada, culpa suya al dudar de matar a uno de sus atacantes y que la Tormenta resultara herida, culpa suya por no darse cuenta de que se había soltado de su brazo, abandonándola a su suerte en aquel lugar congelado...
Todo era culpa suya, y sólo ella debía solucionarlo.
—Lo siento, Kokuō. Pero es la única alternativa.
«¡¡DEJE DE ECHARSE LA CULPA POR TODO LO QUE SUCEDE EN EL MUNDO!!» Bramó el Gobi en su mente.
Pero ella le hizo oídos sordos. Ayame se enjugó las lágrimas para evitar que se le congelaran en la comisura de los párpados, pero nada pudo hacer por el terrible nudo que sentía en el pecho. Estaba sola. ¿Y qué haría una vez llegara allí? Ni siquiera ella lo sabía.
Probablemente... Probablemente muriera igual de sola...
—¡No! ¡No, no, no, no! ¡No puedes hacer eso, Aotsuki! —rugió la mujer corpulenta, agarrándola por los hombros con tanta fuerza que levantó sus pies del suelo—. ¡Tú eres parte del futuro de Amegakure! Y probablemente uno de los objetivos del enemigo. ¡Es obvio que espera refuerzos de Ame, pero no te espera específicamente a ti! ¡Deja que nos ocupemos nosotros!
«Pero Amekoro Yui ES Amegakure. No puedo...» Ayame se mordió el labio inferior, intentando contener unas lágrimas que se le escapaban como si de una olla a presión se tratase.
—Deja que me ocupe yo —intervino Yokuna—. Probablemente quiera usar a Yui como chantaje. Negociar. Tú debes volver a Amegakure. Al lado de Shanise. Es el lugar donde perteneces.
«Te mataría. Y después mataría a Yui. Tú también perteneces a Amegakure, Cazador...»
—Negociar... —comenzó otro de los hombres, como si le hubiese leído el pensamiento—. ¿Creéis que Yui querría que hiciésemos alguna concesión? Conociéndola, preferiría morir... Honestamente, compañeros... no creo que ese zorro piense jugar limpio. Yui...
Ayame se vio sobresaltada cuando la mujer que la sostenía la zarandeó violentamente.
—¡No sabemos lo que va a pasar todavía! ¡Pero por eso mismo! ¡Yui puede morir, pero la Tormenta seguirá viva! ¡Shanise tomará el puesto, y entonces tú, tú...!
«¿Yo qué?»
—Yuka. Suéltala ya.
La mujer la depositó en el suelo con cuidado, sollozando.
—Ayame... para muchos de nosotros eres una heroína. Yui se quedó luchando y os dejó marchar, ¿no? ¿Crees que Yui querría que te entregases?
Ella ni siquiera tuvo tiempo de responder. El caos estalló con más violencia, y el vagón del ferrocarril se convirtió en una olla a presión. Unos querían luchar con uñas y dientes, lanzarse a un suicidio colectivo que sólo conseguiría que les matasen a ellos y a la Tormenta, otros (como Yokuna), trataban de imponer calma, siendo engullidos por la turba enfurecida en el proceso; otros, quizás más sensatos, optaban por volver a Amegakure y preparar allí un ejército, pero eran rápidamente acallados e incluso se llegó a sugerir la posibilidad de arrojar fuera del tren a los cobardes. Fuera como fuese, nadie se ponía de acuerdo en aquel enjambre, y Ayame era la única que guardaba silencio, con la cabeza agachada y el gesto sombrío. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Y al final, no pudo soportar aquel escándalo por más tiempo. Nadie le prestaba ya atención, y sus manos, lentas y temblorosas, se entrelazaron lentamente en el sello del Tigre. Una infinidad de plumas comenzó a inundar el aire del vagón, cayendo lentamente desde el techo en un suave y lento vaivén hipnótico.
—No soy ninguna heroína... —pronunció, con un hilo de voz, mientras su técnica iba sumergiendo a sus compañeros de armas en un profundo sueño del que no habrían de salir en un buen tiempo—. Pero no voy a dejar que muráis por mi culpa. Lo siento.
Durante un momento, les envidió. Envidió que pudieran hacer a un lado todas sus preocupaciones y dormir de aquella manera tan relajada. Pero ella no podía permitirse eso. Por eso, Ayame dejó una de sus marcas de sangre bajo uno de los asientos. Ni siquiera sabría si tendría oportunidad de escapar, pero siempre era conveniente tener al menos una marca, sólo por si acaso. Después, abrió la ventana que le quedaba más cerca, se encaramó a ella, y saltó del vehículo. Sus pies se enterraron en la nieve al aterrizar, pero ella no pareció notar el frío. Tenía los ojos llorosos clavados en el horizonte y sus pies comenzaron a andar hacia Yukio.
Allí, a lo lejos, una sombra alada se acercaba a toda velocidad a su posición. Era Setsuhane, que dejó caer el trasmisor de vuelta en las manos de Ayame y se colocó junto a ella, revoloteando.
—¿Qué estás haciendo? ¡No sabes lo que te espera ahí delante!
—Setsuhane... Por favor... Vuelve a Amegakure y avisa a Shanise de lo que está sucediendo aquí.
—¡Pero, Ayame!
—¡Haz lo que te digo! —bramó ella, espantando al ave con un aspaviento de su mano. Había sonado bastante más brusca de lo que había tenido intención. Pero no había podido evitarlo.
«¡Señorita, DETÉNGASE! ¡Ya no es sólo Kuroyuki o los ninjas del Copo de Nieve! ¡Estamos hablando de Kurama! ¡El mismo Kurama que quiso sellar a mi hermano! ¡El mismo que lo asesinó! ¡El mismo que creó a esas monstruosidades llamadas Gebijū! ¡No tendrá ningún tipo de piedad con usted!»
Pero, con la tormenta de nieve mordiéndole la piel e igual de sola que cuando había abandonado su aldea natal, Ayame se dirigió entre lágrimas hacia su guillotina, haciendo oídos sordos a las exclamaciones y advertencias de Kokuō.
Ninguno de los shinobi del tren se hacía una idea del poder que albergaba Kurama, de la destrucción que podría llevar a cabo si se lo proponía. Enviarlos a luchar, como ellos querían, sólo resultaría en una carnicería sin ningún tipo de resultado. Enviar a alguien a negociar resultaría en lo mismo: Kurama sólo quería ver la caída de Amegakure y parecía estar dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de evitarlo. Y, sobre lo de volver a la aldea y advertir a los demás allí... ¿Cómo podría mirar a la cara a Shanise después de abandonar a Yui por segunda vez en el mismo día? Había sido culpa suya: culpa de haber caído en una trampa tan estúpida como la de la limonada drogada, culpa suya al dudar de matar a uno de sus atacantes y que la Tormenta resultara herida, culpa suya por no darse cuenta de que se había soltado de su brazo, abandonándola a su suerte en aquel lugar congelado...
Todo era culpa suya, y sólo ella debía solucionarlo.
—Lo siento, Kokuō. Pero es la única alternativa.
«¡¡DEJE DE ECHARSE LA CULPA POR TODO LO QUE SUCEDE EN EL MUNDO!!» Bramó el Gobi en su mente.
Pero ella le hizo oídos sordos. Ayame se enjugó las lágrimas para evitar que se le congelaran en la comisura de los párpados, pero nada pudo hacer por el terrible nudo que sentía en el pecho. Estaba sola. ¿Y qué haría una vez llegara allí? Ni siquiera ella lo sabía.
Probablemente... Probablemente muriera igual de sola...