20/08/2021, 17:59
—Kurama me ha ordenado que la traigamos. Quiere... hablar con ella.
Al que anteriormente habían llamado Yōichi había regresado de darle su mensaje a Kurama. Y venía con una respuesta de parte del Emperador. Aunque fue una respuesta que no sorprendió a Ayame. ¿Cómo iba a dejarla escapar ahora que volvía a tenerla entre sus garras? El shinobi bajó del tejado mientras el resto la miraban, expectantes. Ayame aguantó sus ojos con la escasa valentía que sentía y se mantuvo inmóvil cuando se acercaron a ella. Su cuerpo reaccionó de forma instintiva, sin embargo, cuando sintió que la agarraban por los hombros. Fue como un cosquilleo, como si se preparara para disolverse en agua, pero Ayame reprimió sus instintos apretando la mandíbula y se dejó guiar a través de las calles y avenidas de Yukio mientras la voz de Kokuō seguía clamando en su cabeza.
«Lo sé, Kokuō... Lo sé... Y me encantaría hacerlo, pero...»
Pero ya era tarde.
Giraron la última esquina, y Ayame se encontró cara a cara con la escena que Setsuhane le había descrito. Pero en su imaginación era mucho menos increíble que lo que tenía frente a sus ojos. En el centro de un enorme cráter, quizás causado por algún tipo de explosión (¿De Kurama o de Yui?), se había erigido una especie de tarima a base de un extraño material cristalino, de colores que mediaban entre el negro de la obsidiana y el púrpura. Y, sobre él, Ayame se encontró cara a cara por primera vez con el protagonista de sus más terribles pesadillas: Era alto, muy alto, con los hombros anchos sobre los que caía una larga mata de pelo lisa de color rojo anaranjado. Sus ojos, divertidos, eran rojos como la sangre y se clavaban en ella con sus afiladas pupilas como rendijas. Llevaba los párpados maquillados de negro y, en ambas mejillas, sendas marcas como bigotes. Se trataba de Kurama, en su forma humana. Y, junto a él, se encontraba Amekoro Yui, inconsciente, atada de pies y manos y con un aspecto desmejorado como nunca antes había visto en ella. Ayame, con un gemido de angustia, no pudo evitar revolverse ligeramente al verla así de demacrada.
—¡Aotsuki Ayame! —anunció Kurama, a pleno pulmón, como si estuviese proclamando una presentación frente a su selecto público. Los shinobi que la habían llevado hasta allí la soltaron y se apartaron un poco, pero ella se mantuvo inmóvil como una estatua de hielo—. ¡Hermana! La verdad, después de que huyérais como las ratas cobardes que sois no esperaba que fuérais precisamente vosotras las que hiciérais acto de presencia. Pensaba que vendría una comitiva de soldados, o quizás un negociador. ¿Sois vosotras las negociadoras, es eso? —Kurama sonrió, inclinándose hacia adelante, y extendió el brazo en el que sostenía una larga espada, colocando su filo directamente sobre la garganta de Yui. Ayame apretó sendos puños, temblando—. ¿Cuál de las dos? ¿Eres tú, Kokuō? ¿O eres tú, Ayame? —preguntó, casi divertido, pero a Ayame no se le escapó el detalle de que aquella sonrisa era tensa, y que la mano con la que sostenía el mango de la espada lo hacía casi con ansia, deseando actuar.
—No, Kurama. Soy Ayame —respondió ella, con toda la calma que fue capaz de reunir. Poca, a decir verdad—. Por favor...
—En cualquier caso —La interrumpió él, antes de que pudiera decir nada más—, lo primero que vamos a hacer es esposarte, ¿eh? No queremos que te arrepientas y te nos vayas de aquí otra vez, ¿verdad?
Kurama hizo una seña con la cabeza y un tintineo metálico a las espaldas de Ayame la sobresaltó. Sabía bien lo que venía ahora...
—Ahora, estate muy quietecita, o le rebano el cuello a tu querida Señora Feudal. ¿O quizás deberíamos decir Tormenta?
Un shinobi tomó una de sus manos, otro, la otra.
Sabía bien que en cuanto esos grilletes se cerraran en torno a sus muñecas, la puerta de la trampa terminaría por cerrarse. Todas las marcas que había ido dejando a su paso resultarían inútiles, ya no podría regresar a ellas para escapar. Se vería atrapada de nuevo. Ayame cerró los ojos... ignorando a su cuerpo que le pedía a gritos que se deshiciera en agua y escapara de allí como alma que lleva el oni. Ni siquiera sabía lo que estaba por suceder a continuación... Pero, ¿acaso tenía alternativa?
Las esposas terminaron de cerrarse.
—Por favor, Kurama... —murmuró, con voz temblorosa—. Déjala marchar. Deje marchar a Yui-sama.
Al que anteriormente habían llamado Yōichi había regresado de darle su mensaje a Kurama. Y venía con una respuesta de parte del Emperador. Aunque fue una respuesta que no sorprendió a Ayame. ¿Cómo iba a dejarla escapar ahora que volvía a tenerla entre sus garras? El shinobi bajó del tejado mientras el resto la miraban, expectantes. Ayame aguantó sus ojos con la escasa valentía que sentía y se mantuvo inmóvil cuando se acercaron a ella. Su cuerpo reaccionó de forma instintiva, sin embargo, cuando sintió que la agarraban por los hombros. Fue como un cosquilleo, como si se preparara para disolverse en agua, pero Ayame reprimió sus instintos apretando la mandíbula y se dejó guiar a través de las calles y avenidas de Yukio mientras la voz de Kokuō seguía clamando en su cabeza.
««¡Señorita! ¡Yo le debo a usted las mejores partes de mí misma! ¡No me puedo permitir perderla! ¡No lo entiende! ¡No entiende que usted es mejor que todos los humanos con los que me he encontrado jamás! ¡Usted es con quien debo colaborar para vencer al gran mal de Oonindo! ¡Y estoy convencida que ese gran mal...
...es mi hermano!»»
...es mi hermano!»»
«Lo sé, Kokuō... Lo sé... Y me encantaría hacerlo, pero...»
Pero ya era tarde.
Giraron la última esquina, y Ayame se encontró cara a cara con la escena que Setsuhane le había descrito. Pero en su imaginación era mucho menos increíble que lo que tenía frente a sus ojos. En el centro de un enorme cráter, quizás causado por algún tipo de explosión (¿De Kurama o de Yui?), se había erigido una especie de tarima a base de un extraño material cristalino, de colores que mediaban entre el negro de la obsidiana y el púrpura. Y, sobre él, Ayame se encontró cara a cara por primera vez con el protagonista de sus más terribles pesadillas: Era alto, muy alto, con los hombros anchos sobre los que caía una larga mata de pelo lisa de color rojo anaranjado. Sus ojos, divertidos, eran rojos como la sangre y se clavaban en ella con sus afiladas pupilas como rendijas. Llevaba los párpados maquillados de negro y, en ambas mejillas, sendas marcas como bigotes. Se trataba de Kurama, en su forma humana. Y, junto a él, se encontraba Amekoro Yui, inconsciente, atada de pies y manos y con un aspecto desmejorado como nunca antes había visto en ella. Ayame, con un gemido de angustia, no pudo evitar revolverse ligeramente al verla así de demacrada.
—¡Aotsuki Ayame! —anunció Kurama, a pleno pulmón, como si estuviese proclamando una presentación frente a su selecto público. Los shinobi que la habían llevado hasta allí la soltaron y se apartaron un poco, pero ella se mantuvo inmóvil como una estatua de hielo—. ¡Hermana! La verdad, después de que huyérais como las ratas cobardes que sois no esperaba que fuérais precisamente vosotras las que hiciérais acto de presencia. Pensaba que vendría una comitiva de soldados, o quizás un negociador. ¿Sois vosotras las negociadoras, es eso? —Kurama sonrió, inclinándose hacia adelante, y extendió el brazo en el que sostenía una larga espada, colocando su filo directamente sobre la garganta de Yui. Ayame apretó sendos puños, temblando—. ¿Cuál de las dos? ¿Eres tú, Kokuō? ¿O eres tú, Ayame? —preguntó, casi divertido, pero a Ayame no se le escapó el detalle de que aquella sonrisa era tensa, y que la mano con la que sostenía el mango de la espada lo hacía casi con ansia, deseando actuar.
—No, Kurama. Soy Ayame —respondió ella, con toda la calma que fue capaz de reunir. Poca, a decir verdad—. Por favor...
—En cualquier caso —La interrumpió él, antes de que pudiera decir nada más—, lo primero que vamos a hacer es esposarte, ¿eh? No queremos que te arrepientas y te nos vayas de aquí otra vez, ¿verdad?
Kurama hizo una seña con la cabeza y un tintineo metálico a las espaldas de Ayame la sobresaltó. Sabía bien lo que venía ahora...
—Ahora, estate muy quietecita, o le rebano el cuello a tu querida Señora Feudal. ¿O quizás deberíamos decir Tormenta?
Un shinobi tomó una de sus manos, otro, la otra.
Sabía bien que en cuanto esos grilletes se cerraran en torno a sus muñecas, la puerta de la trampa terminaría por cerrarse. Todas las marcas que había ido dejando a su paso resultarían inútiles, ya no podría regresar a ellas para escapar. Se vería atrapada de nuevo. Ayame cerró los ojos... ignorando a su cuerpo que le pedía a gritos que se deshiciera en agua y escapara de allí como alma que lleva el oni. Ni siquiera sabía lo que estaba por suceder a continuación... Pero, ¿acaso tenía alternativa?
¡Chac!
Las esposas terminaron de cerrarse.
—Por favor, Kurama... —murmuró, con voz temblorosa—. Déjala marchar. Deje marchar a Yui-sama.