31/08/2021, 20:06
Fue una suerte que Kintsugi no se atreviese a mirarle a la cara. Fue una suerte que los ojos de ella se mantuviesen siempre bajo los hombros de él durante toda la conversación. De haberse atrevido a mirar directamente hacia su Sharingan, lo hubiese notado: cómo cambiaba su cara; cómo sus ojos se abrían, al sentirlo.
«Alguien poderoso se acerca… Y Kintsugi intenta provocarme para que mis cinco sentidos estén centrados en ella», dedujo. ¿Refuerzos? Si era así, debían aparecer de un momento a otro por la entrada. Su ojo sano, sabiéndose invisible a los ojos de ella, que tanto trataban de evitarlo, peinaron la zona que tenía en frente. Las murallas, la entrada a la villa que ella misma le señalaba con un brazo... Nadie. Ni una sola alma. Si no había nadie al frente, solo podía significar que el nuevo individuo venía de…
«Oh, perro. Estás viniendo a mi espalda, ¿huh? Flotando, me imagino, o muy bueno tienes que ser para que no oiga tus pisadas sobre la nieve». Zaide no torció la cabeza, no obstante. Tan solo apuntó con su ojo hacia abajo. A algo que tenía casi al lado, hacia su derecha.
Apuntaba a su hacha. Esa que Ranko le había pedido tirar. Hacia el acero, concretamente, tintado de colores crepusculares al reflejar el fuego que ardía en las lámparas más próximas. Hasta que reflejó otra cosa. Su mano formó un sello y…
«Bah».
Cambió de idea.
—Por el culo no, por favor. —Y se desternilló en una carcajada antes de sentir una palmada en la espalda y que una explosión le envolviese. Él, su portaobjetos y sus armas desaparecieron en una nube de humo blanco.
Zaide lo sintió al instante. Su clon acababa de desaparecer, llenándole de recuerdos. En un segundo conoció a Ranko, supo cómo era la entrada de la villa y cómo había ido la negociación con Kintsugi. Resumidamente, la Morikage había decidido que no negociaba con terroristas cuando se enteró del precio.
Suspiró.
—Sacrificio pues.
Un anciano se le quedó mirando, extrañado. Compartían banco en una estación de tren.
—No me haga caso. A veces hablo en sueños —dijo, cambiando la voz. Aunque dudaba que nadie la reconociese. Con la cantidad de maquillaje y plástico que tenía su rostro más las lentillas, desde luego, sería un milagro que hasta su madre lo hiciese. Un milagro real, pues para ello tendría que volver a la vida.
—Permítame ayudarle a incorporarse. El tren ya está llegando.
Le sujetó con una mano para impulsarle gentilmente hacia arriba. Con la otra mano, y sin que este se diese cuenta, dejó caer un trozo de tela diminuto sobre el bolsillo de su abrigo.
Había hecho eso con otras cincuenta personas en la estación de Tane-Shigai. A diferentes horarios. En diferentes líneas. Algunas de esas personas tomaban un tren que iba dirección Valle de Unraikyō, con paradas en los Arrozales del Silencio y la Villa de las Aguas Termales por el medio. Otras, en dirección al País de la Tierra. Otras tantas iban a Yachi. O a Shinogi-to. Y luego, ¿quién sabía hacia dónde?
Si algún perro trataba de coger el rastro de Yota, o de Daigo, se encontraría con la grata sorpresa de que no había uno, sino medio centenar. Y ninguno de estos les llevaría a ellos.
—Sacrificio pues —repitió, subiéndose a uno de los vagones. Estaba jodido. Iban a obligarle a hacer algo que no quería. Iba a tener que volver a mancharse las manos. Iba a tener que hacerlo. No le quedaba otra.
No le quedaba otra…
- (Percepción 80) Sentirá inmediatamente a personajes con (Poder 80 o más) a veinte metros a la redonda sin necesidad de concentrarse. Poder clon de Kintsugi = 90.
«Alguien poderoso se acerca… Y Kintsugi intenta provocarme para que mis cinco sentidos estén centrados en ella», dedujo. ¿Refuerzos? Si era así, debían aparecer de un momento a otro por la entrada. Su ojo sano, sabiéndose invisible a los ojos de ella, que tanto trataban de evitarlo, peinaron la zona que tenía en frente. Las murallas, la entrada a la villa que ella misma le señalaba con un brazo... Nadie. Ni una sola alma. Si no había nadie al frente, solo podía significar que el nuevo individuo venía de…
«Oh, perro. Estás viniendo a mi espalda, ¿huh? Flotando, me imagino, o muy bueno tienes que ser para que no oiga tus pisadas sobre la nieve». Zaide no torció la cabeza, no obstante. Tan solo apuntó con su ojo hacia abajo. A algo que tenía casi al lado, hacia su derecha.
Apuntaba a su hacha. Esa que Ranko le había pedido tirar. Hacia el acero, concretamente, tintado de colores crepusculares al reflejar el fuego que ardía en las lámparas más próximas. Hasta que reflejó otra cosa. Su mano formó un sello y…
«Bah».
Cambió de idea.
—Por el culo no, por favor. —Y se desternilló en una carcajada antes de sentir una palmada en la espalda y que una explosión le envolviese. Él, su portaobjetos y sus armas desaparecieron en una nube de humo blanco.
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Zaide lo sintió al instante. Su clon acababa de desaparecer, llenándole de recuerdos. En un segundo conoció a Ranko, supo cómo era la entrada de la villa y cómo había ido la negociación con Kintsugi. Resumidamente, la Morikage había decidido que no negociaba con terroristas cuando se enteró del precio.
Suspiró.
—Sacrificio pues.
Un anciano se le quedó mirando, extrañado. Compartían banco en una estación de tren.
—No me haga caso. A veces hablo en sueños —dijo, cambiando la voz. Aunque dudaba que nadie la reconociese. Con la cantidad de maquillaje y plástico que tenía su rostro más las lentillas, desde luego, sería un milagro que hasta su madre lo hiciese. Un milagro real, pues para ello tendría que volver a la vida.
—Permítame ayudarle a incorporarse. El tren ya está llegando.
Le sujetó con una mano para impulsarle gentilmente hacia arriba. Con la otra mano, y sin que este se diese cuenta, dejó caer un trozo de tela diminuto sobre el bolsillo de su abrigo.
Había hecho eso con otras cincuenta personas en la estación de Tane-Shigai. A diferentes horarios. En diferentes líneas. Algunas de esas personas tomaban un tren que iba dirección Valle de Unraikyō, con paradas en los Arrozales del Silencio y la Villa de las Aguas Termales por el medio. Otras, en dirección al País de la Tierra. Otras tantas iban a Yachi. O a Shinogi-to. Y luego, ¿quién sabía hacia dónde?
Si algún perro trataba de coger el rastro de Yota, o de Daigo, se encontraría con la grata sorpresa de que no había uno, sino medio centenar. Y ninguno de estos les llevaría a ellos.
—Sacrificio pues —repitió, subiéndose a uno de los vagones. Estaba jodido. Iban a obligarle a hacer algo que no quería. Iba a tener que volver a mancharse las manos. Iba a tener que hacerlo. No le quedaba otra.
No le quedaba otra…
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