6/09/2021, 22:30
—P-por supuesto, mi Señora Morikage —tartamudeó Ranko, intentando enjugarse las lágrimas y mantener la voz firme. Aunque no era algo fácil, después de por lo que había pasado—. M-mi tiempo es suyo. ¿Qué puedo hacer para ayudarle?
—De momento, sólo andemos.
Y así lo hicieron. Kage y kunoichi caminaron por las calles de Kusagakure mientras el sol se ponía por el oeste, pintando pinceladas de ocre y púrpura en el cielo crepuscular. La tensa calma que se respiraba en el ambiente era casi insultante, era como si nada acabara de suceder, pero ambas sabían la verdad. La amarga verdad. Acababan de vender la vida de dos de sus compañeros shinobi a cambio de mantener todas las de la aldea. Su corto paseo las condujo entre la exuberante vegetación que escondía la aldea a ojos aéreos y los edificios construidos con madera y bambú. Ocre y verde, siempre ocre y verde. Como un bosque siempre debía ser. Sagiso Ranko reconocería el camino que estaba enfilando la Morikage. Efectivamente, a lo lejos se perfiló el dojo más grande de todos, con varios pisos de altura: el Edificio de la Morikage.
Y allí, entre más y más papeles, las recibió un inquieto Paddo, que parecía incapaz de quedarse quieto en su asiento.
—S... ¡Señora Morikage! ¡Ranko! ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado con Zaide?
—Hablaremos después, Paddo-kun. Por ahora, estaremos en mi despacho. Hazme un favor, y dile a Hana que nos preparé un par de esos tés suyos.
El recepcionista se mostró evidentemente confundido, pero terminó acatando la orden inclinando la cabeza con un último "Sí, señora Morikage". Mientras tanto Kintsugi y Ranko subieron las escaleras hasta el último piso. Las ventanas correderas del despacho estaban abiertas, como siempre, pero se sentía un agradable aroma floral renovado. Un exuberante jarrón con rosas rojas como la sangre adornaba su escritorio, y sobre estas revoloteaban tímidamente varias mariposas. La Morikage tomó asiento con un suspiro cargado de cansancio, e invitó a Ranko a sentarse frente a ella.
Un tenso silencio se alzó entre ellas entonces, sólo roto por el molesto tictac de un reloj de pared.
—No te culparé si no me perdonas nunca o si me guardas rencor, Ranko —dijo entonces.
—De momento, sólo andemos.
Y así lo hicieron. Kage y kunoichi caminaron por las calles de Kusagakure mientras el sol se ponía por el oeste, pintando pinceladas de ocre y púrpura en el cielo crepuscular. La tensa calma que se respiraba en el ambiente era casi insultante, era como si nada acabara de suceder, pero ambas sabían la verdad. La amarga verdad. Acababan de vender la vida de dos de sus compañeros shinobi a cambio de mantener todas las de la aldea. Su corto paseo las condujo entre la exuberante vegetación que escondía la aldea a ojos aéreos y los edificios construidos con madera y bambú. Ocre y verde, siempre ocre y verde. Como un bosque siempre debía ser. Sagiso Ranko reconocería el camino que estaba enfilando la Morikage. Efectivamente, a lo lejos se perfiló el dojo más grande de todos, con varios pisos de altura: el Edificio de la Morikage.
Y allí, entre más y más papeles, las recibió un inquieto Paddo, que parecía incapaz de quedarse quieto en su asiento.
—S... ¡Señora Morikage! ¡Ranko! ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado con Zaide?
—Hablaremos después, Paddo-kun. Por ahora, estaremos en mi despacho. Hazme un favor, y dile a Hana que nos preparé un par de esos tés suyos.
El recepcionista se mostró evidentemente confundido, pero terminó acatando la orden inclinando la cabeza con un último "Sí, señora Morikage". Mientras tanto Kintsugi y Ranko subieron las escaleras hasta el último piso. Las ventanas correderas del despacho estaban abiertas, como siempre, pero se sentía un agradable aroma floral renovado. Un exuberante jarrón con rosas rojas como la sangre adornaba su escritorio, y sobre estas revoloteaban tímidamente varias mariposas. La Morikage tomó asiento con un suspiro cargado de cansancio, e invitó a Ranko a sentarse frente a ella.
Un tenso silencio se alzó entre ellas entonces, sólo roto por el molesto tictac de un reloj de pared.
—No te culparé si no me perdonas nunca o si me guardas rencor, Ranko —dijo entonces.