7/09/2021, 14:05
La noticia cayó sobre la kunoichi como un duro mazazo. No fue difícil verlo.
—No... no es verdad... —repetía, una y otra vez, mientras las lágrimas rodaban de forma silenciosa por sus mejillas. Pero sus palabras no eran una negativa a creerla, eran una súplica—. No p-puedes estar hablando en serio... no puedes...
Kokuō ni siquiera se reafirmó. No necesitó hacerlo, pues el silencio habló por ella misma. Y el mensaje le llegó alto y claro. El rostro de la mujer se contrajo en una súbita mueca de ira.
—¡Ayúdanos! ¡Ayúdanos a derrotarle! —bramó, reincorporándose. Pero sus brazos y sus piernas temblaban. Estaba tan dolida como aterrorizada—. ¡Tú misma lo has dicho! ¡Tu hermano! ¡Sois igual de fuertes, no! ¿¡No!? —suplicaba, acercándose al bijū.
Pero Kokuō lanzó un largo suspiro, cargado de pesar.
—No. No lo somos —admitió al fin, llena de rabia. Kurama siempre se había jactado de ser el hermano mayor y el más fuerte de todos. Y era imposible luchar contra aquella obviedad. Kokuō era muy consciente de que no podría ella sola contra él, pero incluso dudaba de conseguirlo con la fuerza de Shukaku y Chōmei juntas.
—Si estás aquí, es porque perdisteis, ¿verdad...? —dijo al fin, comenzando a aceptar la verdad. La cruda verdad.
—Sí —Kokuō giró la cabeza entonces, hacia las ventanillas. La figura de Yukio acercándose cada vez más había llamado su atención, y el Gobi apretó las mandíbulas con una maldición—. Escuche —añadió, acercándose a la kunoichi y tomándola por los hombros—. He venido a ayudaros, pero no de la forma que creéis. Ya habrá tiempo para llorar a la Tormenta, ya habrá tiempo para la venganza. Pero ahora tenéis que detener este tren, y tenéis que hacerlo ya. Tenéis que volver a Amegakure o todos ustedes moriréis allí. No hay alternativa —Kokuō se detuvo bruscamente, sus ojos mirando con intensidad a la humana que tenía entre sus manos—. He venido porque la Señorita me lo pidió. No quiere perderos también a ustedes. No os embarquéis en una misión suicida.
—No... no es verdad... —repetía, una y otra vez, mientras las lágrimas rodaban de forma silenciosa por sus mejillas. Pero sus palabras no eran una negativa a creerla, eran una súplica—. No p-puedes estar hablando en serio... no puedes...
Kokuō ni siquiera se reafirmó. No necesitó hacerlo, pues el silencio habló por ella misma. Y el mensaje le llegó alto y claro. El rostro de la mujer se contrajo en una súbita mueca de ira.
—¡Ayúdanos! ¡Ayúdanos a derrotarle! —bramó, reincorporándose. Pero sus brazos y sus piernas temblaban. Estaba tan dolida como aterrorizada—. ¡Tú misma lo has dicho! ¡Tu hermano! ¡Sois igual de fuertes, no! ¿¡No!? —suplicaba, acercándose al bijū.
Pero Kokuō lanzó un largo suspiro, cargado de pesar.
—No. No lo somos —admitió al fin, llena de rabia. Kurama siempre se había jactado de ser el hermano mayor y el más fuerte de todos. Y era imposible luchar contra aquella obviedad. Kokuō era muy consciente de que no podría ella sola contra él, pero incluso dudaba de conseguirlo con la fuerza de Shukaku y Chōmei juntas.
—Si estás aquí, es porque perdisteis, ¿verdad...? —dijo al fin, comenzando a aceptar la verdad. La cruda verdad.
—Sí —Kokuō giró la cabeza entonces, hacia las ventanillas. La figura de Yukio acercándose cada vez más había llamado su atención, y el Gobi apretó las mandíbulas con una maldición—. Escuche —añadió, acercándose a la kunoichi y tomándola por los hombros—. He venido a ayudaros, pero no de la forma que creéis. Ya habrá tiempo para llorar a la Tormenta, ya habrá tiempo para la venganza. Pero ahora tenéis que detener este tren, y tenéis que hacerlo ya. Tenéis que volver a Amegakure o todos ustedes moriréis allí. No hay alternativa —Kokuō se detuvo bruscamente, sus ojos mirando con intensidad a la humana que tenía entre sus manos—. He venido porque la Señorita me lo pidió. No quiere perderos también a ustedes. No os embarquéis en una misión suicida.