12/09/2021, 23:41
La kunoichi soltó una risa. Pero era una risa que se alejaba mucho de sonar alegre.
—Escuche... Kokuō —dijo—. Usted estuvo aquí cuando se produjo la discusión. Desde que nos despertamos, casi no se ha pronunciado palabra alguna. Yo puedo entender lo que me dice y puedo creerla. No estoy preparada todavía para aceptar que está de nuestro bando. Todavía es difícil de creer. Pero yo no perdí a nadie en la Ciudad Fantasma. Hay otros aquí que sí. Usted mató a sus familias. No importan los motivos. Pero no le escucharán —se apresuró a añadir. Seguramente, al percibir una tenebrosa sombra cruzando los ojos del Bijū, en su forma humana—. Y tampoco me escucharán a mí. A duras penas tienen en cuenta ya la opinión de Yokuna, y es quien nos lideraba antes de que Ayame nos... nos abandonara —agregó, apartando la mirada y mordiéndose el labio inferior—. Hay cierto enfado... hay quien quería luchar a su lado... hay... No, no nos escucharán —repitió una vez más, agarrándose el brazo en un gesto defensivo—. Aunque lo escuchasen de la mismísima Ayame, algunos preferirían morir junto a Yui que vivir sabiendo que no intentaron vengarla.
Los ojos de Kokuō seguían clavados en la mujer, duros como dos espadas de acero templado. Era incapaz de comprender a los humanos. Su lógica y su forma de actuar escapaba muchas veces a su comprensión. Se estaban dirigiendo de cabeza a su propio exterminio y nada parecía hacerles cambiar de opinión. Sólo recibía protestas y más protestas, a cada cual más ridícula que la anterior. Terminó soltándola, pero sus ojos volvieron a mirar por la ventana. Yukio estaba cada vez más cerca, y si tenía que convencer a todos y cada uno de los testarudos shinobi de aquel cacharro con ruedas, no lograrían hacerlo a tiempo.
—No me importa si me creen o no. No me importa si la creen a usted. No estoy aquí por ustedes, estoy aquí por la Señorita —repitió, con mucha más crudeza que la vez anterior—. Y no tengo tiempo de ir convenciendo a cada uno de ustedes. Si tengo que detener este trasto con mis propios cascos. Así lo haré. —Aunque tuviese que abrirse paso por todo el ferrocarril hasta llegar a la sala de máquinas—. Dígame qué tengo que hacer para parar esto. Luego ya habrá tiempo de convencer a quien haga falta. Mire que he visto a la Señorita hacer locuras; pero, maldita sea, parece que los humanos tengan ganas de morir. ¿Tan suicida pueden llegar a ser?
—Escuche... Kokuō —dijo—. Usted estuvo aquí cuando se produjo la discusión. Desde que nos despertamos, casi no se ha pronunciado palabra alguna. Yo puedo entender lo que me dice y puedo creerla. No estoy preparada todavía para aceptar que está de nuestro bando. Todavía es difícil de creer. Pero yo no perdí a nadie en la Ciudad Fantasma. Hay otros aquí que sí. Usted mató a sus familias. No importan los motivos. Pero no le escucharán —se apresuró a añadir. Seguramente, al percibir una tenebrosa sombra cruzando los ojos del Bijū, en su forma humana—. Y tampoco me escucharán a mí. A duras penas tienen en cuenta ya la opinión de Yokuna, y es quien nos lideraba antes de que Ayame nos... nos abandonara —agregó, apartando la mirada y mordiéndose el labio inferior—. Hay cierto enfado... hay quien quería luchar a su lado... hay... No, no nos escucharán —repitió una vez más, agarrándose el brazo en un gesto defensivo—. Aunque lo escuchasen de la mismísima Ayame, algunos preferirían morir junto a Yui que vivir sabiendo que no intentaron vengarla.
Los ojos de Kokuō seguían clavados en la mujer, duros como dos espadas de acero templado. Era incapaz de comprender a los humanos. Su lógica y su forma de actuar escapaba muchas veces a su comprensión. Se estaban dirigiendo de cabeza a su propio exterminio y nada parecía hacerles cambiar de opinión. Sólo recibía protestas y más protestas, a cada cual más ridícula que la anterior. Terminó soltándola, pero sus ojos volvieron a mirar por la ventana. Yukio estaba cada vez más cerca, y si tenía que convencer a todos y cada uno de los testarudos shinobi de aquel cacharro con ruedas, no lograrían hacerlo a tiempo.
—No me importa si me creen o no. No me importa si la creen a usted. No estoy aquí por ustedes, estoy aquí por la Señorita —repitió, con mucha más crudeza que la vez anterior—. Y no tengo tiempo de ir convenciendo a cada uno de ustedes. Si tengo que detener este trasto con mis propios cascos. Así lo haré. —Aunque tuviese que abrirse paso por todo el ferrocarril hasta llegar a la sala de máquinas—. Dígame qué tengo que hacer para parar esto. Luego ya habrá tiempo de convencer a quien haga falta. Mire que he visto a la Señorita hacer locuras; pero, maldita sea, parece que los humanos tengan ganas de morir. ¿Tan suicida pueden llegar a ser?