21/09/2021, 11:23
—¡¡Muere, monstruo!! ¡¡Muere junto a tu amiguita alien!!
Ah... ¿Cómo demonios no lo había reconocido antes? Kokuō ni siquiera recordaba ya su nombre, pero lo había visto una y otra vez a través de los ojos de la Señorita cuando era apenas una niña. Una niña arrinconada a la que un grupo de brutos le quitaba el almuerzo y el dinero que llevara encima, una niña a la que empujaban con el hombro a su paso haciéndola caer, una niña a la que señalaban y se reían de ella en todos y cada uno de los ejercicios de la Academia Shinobi.
Kokuō ni siquiera se molestó en esquivar su ataque. Cuando se lanzó contra ella, varios brazos de chakra surgieron de su espalda y se cerraron en torno a su endeble cuerpo para retenerle e inmovilizarle. Se le quedó mirando durante varios largos segundos, con los ojos clavados como cuchillos ardientes en él. El ferrocarril ya había sido desacoplado, y mientras su cuerpo frenaba, ellos seguían adelante a máxima velocidad. Sería tan fácil abandonarle allí y dejar que el frío o Kurama o sus shinobi del Copo de Nieve se encargaran de él... Lo merecía. Sólo tenía que desaparecer en una nube de humo y regresar con Ayame. Ella ya había cumplido su misión.
«No del todo.» Pensó, apretando las mandíbulas. Ayame. Aquella humana tonta le había pedido que salvara a las personas de aquel tren. Y eso incluía a aquel desgraciado. Estaba segura de que, pese a que había sufrido parte de su vida a manos de aquel desdichado, le afectaría que le dejara morir.
—Respuesta errónea —le dijo, con voz helada—. Es irónico que usted me llame monstruo, cuando usted es algo peor que uno.
Ni siquiera le dejó responder, agitó los brazos con todas sus fuerzas y envió al chico volando por los aires de vuelta al cuerpo del tren. El cómo aterrizara ya era cosa suya. Kokuō se apoyó en el marco del vagón y mientras el viento congelado del norte sacudía sus cabellos y sus ropas, dirigió una última mirada a la silueta cerniente de Yukio. Y sus ojos se afilaron, llenos de ira contenida. Alzó una mano hacia la ciudad, y sus dedos se crisparon, arañando el aire.
—Ojalá no fuera un simple clon... Ojalá tuviese todo mi poder para reduciros a cenizas.
La que ahora llamaban la Ciudad Fantasma no tendría nada que ver con lo que ocurriría con Yukio. Con los ojos llenos de lágrimas de rabia, Kokuō desapareció al fin en una nube de humo y dejó que el vagón siguiera su curso. Sería curioso cuando los sirvientes de Kurama encontraran a aquel solitario vagón entrando en la estación. Pero ella no estaría allí para verlo. Había cumplido su propósito: habían conseguido frenar el ferrocarril y desacoplar la máquina de control que debería dirigirlos hacia Yukio. Ahora no deberían tener más remedio que darm media vuelta y regresar a Amegakure. El chakra de Kokuō también regresó al que se había convertido, forzosamente cabía decir, en su nuevo hogar.
Y Aotsuki Ayame abrió los ojos.
Ah... ¿Cómo demonios no lo había reconocido antes? Kokuō ni siquiera recordaba ya su nombre, pero lo había visto una y otra vez a través de los ojos de la Señorita cuando era apenas una niña. Una niña arrinconada a la que un grupo de brutos le quitaba el almuerzo y el dinero que llevara encima, una niña a la que empujaban con el hombro a su paso haciéndola caer, una niña a la que señalaban y se reían de ella en todos y cada uno de los ejercicios de la Academia Shinobi.
Kokuō ni siquiera se molestó en esquivar su ataque. Cuando se lanzó contra ella, varios brazos de chakra surgieron de su espalda y se cerraron en torno a su endeble cuerpo para retenerle e inmovilizarle. Se le quedó mirando durante varios largos segundos, con los ojos clavados como cuchillos ardientes en él. El ferrocarril ya había sido desacoplado, y mientras su cuerpo frenaba, ellos seguían adelante a máxima velocidad. Sería tan fácil abandonarle allí y dejar que el frío o Kurama o sus shinobi del Copo de Nieve se encargaran de él... Lo merecía. Sólo tenía que desaparecer en una nube de humo y regresar con Ayame. Ella ya había cumplido su misión.
«No del todo.» Pensó, apretando las mandíbulas. Ayame. Aquella humana tonta le había pedido que salvara a las personas de aquel tren. Y eso incluía a aquel desgraciado. Estaba segura de que, pese a que había sufrido parte de su vida a manos de aquel desdichado, le afectaría que le dejara morir.
—Respuesta errónea —le dijo, con voz helada—. Es irónico que usted me llame monstruo, cuando usted es algo peor que uno.
Ni siquiera le dejó responder, agitó los brazos con todas sus fuerzas y envió al chico volando por los aires de vuelta al cuerpo del tren. El cómo aterrizara ya era cosa suya. Kokuō se apoyó en el marco del vagón y mientras el viento congelado del norte sacudía sus cabellos y sus ropas, dirigió una última mirada a la silueta cerniente de Yukio. Y sus ojos se afilaron, llenos de ira contenida. Alzó una mano hacia la ciudad, y sus dedos se crisparon, arañando el aire.
—Ojalá no fuera un simple clon... Ojalá tuviese todo mi poder para reduciros a cenizas.
La que ahora llamaban la Ciudad Fantasma no tendría nada que ver con lo que ocurriría con Yukio. Con los ojos llenos de lágrimas de rabia, Kokuō desapareció al fin en una nube de humo y dejó que el vagón siguiera su curso. Sería curioso cuando los sirvientes de Kurama encontraran a aquel solitario vagón entrando en la estación. Pero ella no estaría allí para verlo. Había cumplido su propósito: habían conseguido frenar el ferrocarril y desacoplar la máquina de control que debería dirigirlos hacia Yukio. Ahora no deberían tener más remedio que darm media vuelta y regresar a Amegakure. El chakra de Kokuō también regresó al que se había convertido, forzosamente cabía decir, en su nuevo hogar.
Y Aotsuki Ayame abrió los ojos.