16/01/2022, 20:57
(Última modificación: 16/01/2022, 20:58 por Uchiha Datsue. Editado 1 vez en total.)
Con el tiempo suficiente.
Eso era un lujo que Nathifa no tenía.
El médico que examinó al reo puso una franja más precisa: varios meses, como mínimo. Sin garantías de que recuperase toda la movilidad. Dos guardias —estos no llevaban el kanji del fūinjutsu en la frente— tomaron a Daigo por los sobacos, arrastrándolo tras Nathifa.
Bajaron por unas escaleras empedradas, con manchas ennegrecidas, como si tiempo atrás hubiesen sufrido un incendio. Atravesaron un portalón, y un largo pasillo con habitaciones con rejas a ambos lados. Antiguas celdas. Ahora, usadas como habitaciones o pequeños almacenes donde guardar armas, comida y ropa. Aquella era la Prisión del Yermo, pero hacía meses que estaba teniendo otra función.
Entre cada sonido del bastón apoyándose en el suelo, Nathifa hablaba.
—Los Señores de las Dunas han cercado toda la capital. —Pam—. Toda la ciudad se va quedando poco a poco sin provisiones. —Pam—. Necesito más soldados para ganar esta guerra, cuantos más mejor —Pam—. Pero eso implica también más bocas que alimentar. Al final, tengo que encontrar un equilibrio.
Bajaron de nuevo por otras escaleras, más lúgubres. Pasaron al lado de una habitación con una gran mesa en el centro, sangre seca en ella y en el suelo. Colgaban del techo cadenas, y reposaban en varias estanterías frascos, libros y diversos utensilios para cortar. Recordaba a un matadero y a un laboratorio al mismo tiempo.
—Dime, Daigo. ¿Consideras justo que un inocente tenga que pasar hambre por dar de comer a un criminal? —Pam—. ¿Consideras que los criminales que están haciendo un trabajo a la sociedad, deban pasar hambre por dar de comer a criminales como tú, con ninguna utilidad hacia ésta?
¡Pam!
Se detuvieron frente a una puerta hecha de barrotes de acero —esta sí estaba cerrada—. Uno de los dos guardias soltó a Daigo para extraer un manojo de llaves y abrir la puerta. Cuando entraron —Nathifa también lo hizo, con un pañuelo oscuro envolviéndole la nariz—, una ola de mal olor inundó las fosas nasales del kusajin. Era una mezcla asquerosa a mierda, meado, sudor y humanidad concentrada. La sala estaba tan en penumbra que, al principio, no distinguió nada. Ni a nadie.
Eso era un lujo que Nathifa no tenía.
El médico que examinó al reo puso una franja más precisa: varios meses, como mínimo. Sin garantías de que recuperase toda la movilidad. Dos guardias —estos no llevaban el kanji del fūinjutsu en la frente— tomaron a Daigo por los sobacos, arrastrándolo tras Nathifa.
Bajaron por unas escaleras empedradas, con manchas ennegrecidas, como si tiempo atrás hubiesen sufrido un incendio. Atravesaron un portalón, y un largo pasillo con habitaciones con rejas a ambos lados. Antiguas celdas. Ahora, usadas como habitaciones o pequeños almacenes donde guardar armas, comida y ropa. Aquella era la Prisión del Yermo, pero hacía meses que estaba teniendo otra función.
Entre cada sonido del bastón apoyándose en el suelo, Nathifa hablaba.
—Los Señores de las Dunas han cercado toda la capital. —Pam—. Toda la ciudad se va quedando poco a poco sin provisiones. —Pam—. Necesito más soldados para ganar esta guerra, cuantos más mejor —Pam—. Pero eso implica también más bocas que alimentar. Al final, tengo que encontrar un equilibrio.
Bajaron de nuevo por otras escaleras, más lúgubres. Pasaron al lado de una habitación con una gran mesa en el centro, sangre seca en ella y en el suelo. Colgaban del techo cadenas, y reposaban en varias estanterías frascos, libros y diversos utensilios para cortar. Recordaba a un matadero y a un laboratorio al mismo tiempo.
—Dime, Daigo. ¿Consideras justo que un inocente tenga que pasar hambre por dar de comer a un criminal? —Pam—. ¿Consideras que los criminales que están haciendo un trabajo a la sociedad, deban pasar hambre por dar de comer a criminales como tú, con ninguna utilidad hacia ésta?
¡Pam!
Se detuvieron frente a una puerta hecha de barrotes de acero —esta sí estaba cerrada—. Uno de los dos guardias soltó a Daigo para extraer un manojo de llaves y abrir la puerta. Cuando entraron —Nathifa también lo hizo, con un pañuelo oscuro envolviéndole la nariz—, una ola de mal olor inundó las fosas nasales del kusajin. Era una mezcla asquerosa a mierda, meado, sudor y humanidad concentrada. La sala estaba tan en penumbra que, al principio, no distinguió nada. Ni a nadie.
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