17/01/2022, 17:51
Un tiempo despues...
El sol hacía tiempo que se había puesto. Aunque, en una aldea como era Amegakure, era difícil saberlo cuando el cielo estaba permanentemente cubierto de nubes. Los ciudadanos, ya acostumbrados a las características de su cielo, se guiaban por la luz que dejaba pasar aquella tormentosa capa.
Era la hora de cenar, y el aroma de los guisantes con jamón que se estaban preparando al fuego ya inundaba toda la casa. Pronto, el sonido de dos voces masculinas, enfrascados en una conversación trivial, se vio acompañado por el característico tintineo de los platos, los cubiertos y los vasos. Sin embargo, no había tres platos sobre la mesa, como era habitual. Sino dos. Aotsuki Kōri dejó la jarra de agua y sus ojos de escarcha se quedaron mirando una de las sillas vacías, absorto, pensativo. Desde lo sucedido en Yukio, Ayame no había vuelto a cenar en la misma mesa que ellos. Ni a desayunar, ni a comer. Si no fuera porque el Cinco Colas de vez en cuando tomaba el control de su cuerpo, su hermana ni siquiera habría salido de su cama por su propio pie. El bijū no tenía por costumbre compartir la mesa con ellos, y era muy probable que no lo hiciera por lo incómoda que sería la situación, por lo que aprovechaba los momentos cuando ellos estaban fuera del comedor o de la cocina.
—...papeleos, papeleos y más papeleos. ¡Joder, creía que era médico, no secretario! —Su padre seguía refunfuñando de fondo, malhumorado.
Aunque trataban de aparentar normalidad, lo cierto era que el ambiente en casa estaba más tenso que de costumbre. Tanto Zetsuo como él estaban haciendo todo lo posible por intentar ayudar a Ayame. Pero parecía que todo caía en saco roto. Su hermana seguía sin hablar, seguía enfrascada en sus propios pensamientos y seguía despertándose todas las noches con las mismas pesadillas. Algo sí que había cambiado con respecto a los primeros días después de la tragedia en Yukio, sin embargo. Como médico, Zetsuo tenía acceso a gran cantidad de medicamentos. Y se había visto en la obligación de suministrar a su hija calmantes y antidepresivos para controlar su trastorno postraumático y los eventuales ataques de terror que la hacían despertarse entre chillidos de terror.
Zetsuo se dejó caer sobre su propia silla con la desgana de un hombre que ha perdido el apetito para siempre. Kōri le acompañó y sirvió sendos vasos de agua mientras el médico repartía la comida. Cualquier intento de iniciar una conversación se vio bruscamente truncado. Ninguno de los dos tenía ganas de hablar de nada, tampoco querían mencionar cualquier tema relacionado con la Arashikage, Yukio, Kurama o sus Generales mientras Ayame pudiese oírlos, por lo que terminaron sumiéndose en un denso silencio. Ni siquiera encendieron la televisión para ahogarlo. Por lo que, nuevamente, sólo escucharon el tintineo de sus cubiertos chocando contra los platos, acompañados por el constante y martilleante tictac de un reloj. Y poco después de empezar a cenar, Zetsuo levantó la cabeza de su plato de golpe. Sus ojos, abiertos de par en par y su semblante lívido fueron motivo más que suficiente para que Kōri se girara en su silla. Allí, plantada en el umbral de la puerta del comedor, la figura de Ayame los miraba ataviada con uno de aquellos cálidos pijama de invierno que le gustaban tanto.
—¿Kokuō? —preguntó su padre, como si no terminara de creer lo que sus ojos estaban viendo.
Pero no podía ser Kokuō, se decía Kōri. Cuando el bijū tomaba el control sobre el cuerpo de su hermana, sus cabellos se volvían blancos y sus ojos aguamarina. No. La figura que tenían frente a ellos tenía el pelo negro como el carbón y los ojos marrones. Y no sólo eso. Era difícil de explicar, pero era como si toda su esencia cambiara por completo. Y la de Kokuō era muy diferente de la de su hermana pequeña. Ella tardó algunos segundos en responder de alguna manera. Intercambiaba el peso de una pierna a otra. Pero terminó asintiendo, confirmando sus sorpechas.
Zetsuo y Kōri se levantaron de sus asientos, al unísono.