7/02/2016, 11:06
(Última modificación: 7/02/2016, 11:09 por Umikiba Kaido.)
No, no de nuevo. Eso pensó el pobre pez cuando Yarou-dono le pidió volver a la tediosa ciudad de Yachi, el reino de los simplones cultivadores de calabazas. Hacía un par de meses que se hubo visto en la obligación de ir hasta allá por un par de días a fin de cargar y transportar un cargamento hasta Amegakure, aunque no guardaba una buena experiencia de su estadía y por ello se le hacía tedioso siquiera pensar en volver. Sin embargo, y después de una hora de pataleo, tuvo que resignarse. Aunque el capricho y la insistencia trajo su beneficio, teniendo en cuenta que su viejo mentor le ofreció una semana libre de responsabilidades.
Algo que simplemente no podía rechazar, teniendo en cuenta que se había vuelto rutinario en su día a día el tener que partirse el lomo para cumplir con las tareas diarias que le eran encomendadas.
¡Y eso que no eran misiones oficiales!
Pero por suerte, esa vez no tendría que quedarse mucho tiempo. No se trataba de un cargamento de las magnitudes de la última ocasión, por el contrario; sólo tendría que ir allí para entregarle a Midaru-san —el dueño de la granja con le que se hizo el negocio la última vez— la última cuota del pago.
No esperaba pasar la noche, pero la ruta hasta Yachi no era para nada sencilla. Llegó cansado y un tanto sediento, y el agua de su termo se le había acabado a mitad de camino. El pobre pez lucía como si la piel se le estuviese volviendo escamosa. Vaya combinación eso de ser un Hozuki con apariencia de criatura marina, ¿no?
«¡Necesito aguaaaaaaaaaaa!»
Pero allí estaba, al fin, dentro de las inmensas formaciones de tierra que protegían con recelo a su extenso lago y cuyas adyacencias probablemente escondiera más de un secreto y no sólo su pequeña ciudad de grandes plantaciones. Kaido era probablemente una de las pocas personas en el mundo que no lo apreciaba como debería, pero qué se le puede hacer. Él es extraño y ni el edén más hermoso le haría cambiar de opinión.
Lo cierto es que le faltaban un par de laderas para poder alcanzar la entrada a la ciudad. De hecho, tenía más cerca el caudal del río a su espalda y por ello decidió que bajaría primero a llenar su termo y quizás nadar un poco. Lo que no tenía en mente es que al voltear para empezar su descenso, una de las rocas sobre la cual estaba apoyado pareció deslizarse como barro y le hizo resbalar.
El pobre tiburón dio unas cuantas vueltas sobre la ladera, magullándose el brazo y las piernas en varias partes. Aunque lo que más dolería sería la caída sobre el agua a una velocidad imprudente que le obligaría a quedarse sin aire. El lago salpicó como si una gran roca hubiese caído sobre él y luego volvió a su rítmica calma natural, sin dar señales de lo que había perturbado su cauce en primer lugar.
Kaido pudo, por suerte, recuperar el aliento en lo profundo del lago. Y se tomó unos 3 minutos para salir de allí y quedar flotando con el rostro hacia arriba, preguntándose cómo había podido resbalar de manera tan bochornosa.
Algo que simplemente no podía rechazar, teniendo en cuenta que se había vuelto rutinario en su día a día el tener que partirse el lomo para cumplir con las tareas diarias que le eran encomendadas.
¡Y eso que no eran misiones oficiales!
Pero por suerte, esa vez no tendría que quedarse mucho tiempo. No se trataba de un cargamento de las magnitudes de la última ocasión, por el contrario; sólo tendría que ir allí para entregarle a Midaru-san —el dueño de la granja con le que se hizo el negocio la última vez— la última cuota del pago.
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No esperaba pasar la noche, pero la ruta hasta Yachi no era para nada sencilla. Llegó cansado y un tanto sediento, y el agua de su termo se le había acabado a mitad de camino. El pobre pez lucía como si la piel se le estuviese volviendo escamosa. Vaya combinación eso de ser un Hozuki con apariencia de criatura marina, ¿no?
«¡Necesito aguaaaaaaaaaaa!»
Pero allí estaba, al fin, dentro de las inmensas formaciones de tierra que protegían con recelo a su extenso lago y cuyas adyacencias probablemente escondiera más de un secreto y no sólo su pequeña ciudad de grandes plantaciones. Kaido era probablemente una de las pocas personas en el mundo que no lo apreciaba como debería, pero qué se le puede hacer. Él es extraño y ni el edén más hermoso le haría cambiar de opinión.
Lo cierto es que le faltaban un par de laderas para poder alcanzar la entrada a la ciudad. De hecho, tenía más cerca el caudal del río a su espalda y por ello decidió que bajaría primero a llenar su termo y quizás nadar un poco. Lo que no tenía en mente es que al voltear para empezar su descenso, una de las rocas sobre la cual estaba apoyado pareció deslizarse como barro y le hizo resbalar.
El pobre tiburón dio unas cuantas vueltas sobre la ladera, magullándose el brazo y las piernas en varias partes. Aunque lo que más dolería sería la caída sobre el agua a una velocidad imprudente que le obligaría a quedarse sin aire. El lago salpicó como si una gran roca hubiese caído sobre él y luego volvió a su rítmica calma natural, sin dar señales de lo que había perturbado su cauce en primer lugar.
Kaido pudo, por suerte, recuperar el aliento en lo profundo del lago. Y se tomó unos 3 minutos para salir de allí y quedar flotando con el rostro hacia arriba, preguntándose cómo había podido resbalar de manera tan bochornosa.