3/11/2022, 01:16
(Última modificación: 3/11/2022, 01:17 por Uchiha Datsue.)
Fue un visto y no visto. Daigo estaba allí, tirado en el suelo, y de pronto se había convertido en una camiseta en llamas. Su mano, imbuida en electricidad, le iluminó con relámpagos dorados, mortíferos. Río Dorado le había visto. Había visto su sombra emborronada intercambiarse por la camisa —por algo le llamaban el Sin Piernas, hasta con un Kawarimi era lento—. Le había visto cargando una técnica. Y él había hecho lo propio.
Lo que había salido de sus cálculos fue el objetivo del chico. En vez de atacar a uno de sus oponentes directos, el reo había atacado por la espalda a Nathifa. Todo pasó demasiado deprisa. Pirámide Dorada, que también se había dado cuenta y estaba al lado de Nathifa, se lanzó sin pensárselo y…
… y la lanza le atravesó el estómago. Y esta continuó, inclemente, perforando piel, carne y huesos hasta alcanzar también el corazón de Nathifa. Nathifa aulló de dolor, tambaleándose, incrédula, sin comprender muy bien qué acababa de suceder. Logró alcanzar a mirar los ojos de Daigo. Su expresión era de sorpresa. Sorprendida y asustada, y un último brillo de odio vengativo en sus ojos apagados.
Cayó. Así de fácil murió. Así de fácil era quitar una vida.
Daigo se ocultó tras una nube de humo. Río Dorado terminó de realizar los sellos y…
—¡Guardias...! —Se oyó el sonido de un bastón rebotando en el suelo por última vez—. Alto.
… y le llovieron técnicas por todos lados. Porque sí, aquel buen truco le había funcionado la última vez. Con un peón. Pero Nathifa era la reina, y ella no había necesitado su voz para comandar sus órdenes. Ni una sola vez. Disponía de otro método, y su última orden había sido clara y concisa.
Del abanico de Torbellino Dorado salió una poderosa corriente de aire que avanzó, llevándose por delante a varios guardias sin mostrar menor cuartel, hasta llegar a la última posición de Daigo en aquella nube de polvo (¤ Ōkamaitachi, 140 PV, 6 metros de ancho y alto).
Río Dorado que había cancelado a medio terminar la técnica que iba a ejecutar para hacer otra en su lugar —se había escuchado algo naciendo del suelo y chocando contra el techo, justo en la encrucijada del pasillo—, recibió la técnica de lleno, como presumiblemente le pasaría a Daigo, volando los dos, o al menos él, hacia la puerta del despacho.
Al otro lado del pasillo, la Llorona chilló. Se escucharon golpes. Alguien aporreando a… ¿ella?
La nube de polvo con el viento se disipó de nuevo. Las pocas prendas que seguían encendidas dejaron entrever que la abertura hacia el pasillo que conducía a las celdas había sido cerrado por un muro de tierra.
Tras la técnica, apenas quedaban dos guardias en pie. Uno de ellos, efectivamente, estaba aporreando a la Llorona. Iba a molerla hasta la muerte. El otro corrió hacia Daigo, espada en mano, en cuanto le vislumbró, tratando de acertarle con la espada en el pecho.
Lo que había salido de sus cálculos fue el objetivo del chico. En vez de atacar a uno de sus oponentes directos, el reo había atacado por la espalda a Nathifa. Todo pasó demasiado deprisa. Pirámide Dorada, que también se había dado cuenta y estaba al lado de Nathifa, se lanzó sin pensárselo y…
… y la lanza le atravesó el estómago. Y esta continuó, inclemente, perforando piel, carne y huesos hasta alcanzar también el corazón de Nathifa. Nathifa aulló de dolor, tambaleándose, incrédula, sin comprender muy bien qué acababa de suceder. Logró alcanzar a mirar los ojos de Daigo. Su expresión era de sorpresa. Sorprendida y asustada, y un último brillo de odio vengativo en sus ojos apagados.
Cayó. Así de fácil murió. Así de fácil era quitar una vida.
Daigo se ocultó tras una nube de humo. Río Dorado terminó de realizar los sellos y…
—¡Guardias...! —Se oyó el sonido de un bastón rebotando en el suelo por última vez—. Alto.
… y le llovieron técnicas por todos lados. Porque sí, aquel buen truco le había funcionado la última vez. Con un peón. Pero Nathifa era la reina, y ella no había necesitado su voz para comandar sus órdenes. Ni una sola vez. Disponía de otro método, y su última orden había sido clara y concisa.
Del abanico de Torbellino Dorado salió una poderosa corriente de aire que avanzó, llevándose por delante a varios guardias sin mostrar menor cuartel, hasta llegar a la última posición de Daigo en aquella nube de polvo (¤ Ōkamaitachi, 140 PV, 6 metros de ancho y alto).
Río Dorado que había cancelado a medio terminar la técnica que iba a ejecutar para hacer otra en su lugar —se había escuchado algo naciendo del suelo y chocando contra el techo, justo en la encrucijada del pasillo—, recibió la técnica de lleno, como presumiblemente le pasaría a Daigo, volando los dos, o al menos él, hacia la puerta del despacho.
Al otro lado del pasillo, la Llorona chilló. Se escucharon golpes. Alguien aporreando a… ¿ella?
La nube de polvo con el viento se disipó de nuevo. Las pocas prendas que seguían encendidas dejaron entrever que la abertura hacia el pasillo que conducía a las celdas había sido cerrado por un muro de tierra.
Tras la técnica, apenas quedaban dos guardias en pie. Uno de ellos, efectivamente, estaba aporreando a la Llorona. Iba a molerla hasta la muerte. El otro corrió hacia Daigo, espada en mano, en cuanto le vislumbró, tratando de acertarle con la espada en el pecho.