1/03/2016, 21:51
(Última modificación: 1/03/2016, 21:52 por Aotsuki Ayame.)
—¡Jaa! ¿Lo ves, Okura? —respondió la tabernera, cerrando el puño en señal de triunfo—. ¡Nunca olvido una cara!
Ayame se contuvo para no desviar la mirada de la madera de la barra, evitando por todos los medios no establecer contacto visual con Okura. Bastante le estaba costando ya mantener una mentira tan absurda como aquella como para que vieran la inseguridad en sus ojos. Por fortuna, parecía que la suerte estaba ese día con ella.
—Si ella lo dice —dijo Okura, y Ayame suspiró de profundo alivio. Sin embargo...—. Entonces no he dicho nada. Cuando uno se equivoca hay que admitirlo —continuó, hablando cada vez más alto—, ¿no es cierto?
Su pregunta se vio acompañada del restallido que produjo su puño contra la mesa. Ayame sabía que se estaba dirigiendo directamente a ella pero, rígida como una tabla por el miedo, seguía sin moverse un ápice del sitio.
—Deja en paz a la chiquilla, anda... —intervino de nuevo la tabernera—. Ahora voy a por tu pedido, cariño
«No me dejes sola...» Suplicó en su mente, convencida de que Okura iba a matarla en cuanto la dejaran a solas con él. Pero ni una sola palabra salió de su boca, y la mujer desapareció tras la barra.
Fue en aquel momento cuando Ayame reparó en que había alguien más al cargo. El marido de la posadera, el hombre que llevaba consigo las llaves de la cuadra y que tintineaban de manera hipnótica cada vez que se movía, charlaba animadamente con un anciano que ocupaba una de las mesas que se encontraban en el fondo.
Fue el escandaloso sonido de una puerta a la que tiempo hacía que le hacía falta un buen engrasamiento de bisagras lo que hizo que despegara al fin la mirada de la barra.
«¡Alabados sean los dioses!» Ayame estuvo a punto de abalanzarse a abrazar al hombre que se acercaba a la barra.
Datsue, aún metido en su disfraz de hombre adulto, se acercó a su posición y se sentó en la banqueta que quedaba junto a ella. Tosió varias veces, y se llevó una mano a la boca. Ayame volvió la mirada al frente, tratando de aparentar la neutralidad ante un simple desconocido.
—Tengo un plan para robarle las llaves… —le susurró, antes de volver a toser. Por el rabillo del ojos, Ayame percibió que la miraba—. Pero necesitaré tu ayuda.
«Oh, no... Tengo un mal presentimiento...»
—¿Qué tipo de ayuda? —le preguntó, en un susurro similar—. Por cierto, ¿dónde estabas...? Un poco más y...
Ayame se removió en su asiento, visiblemente incómoda por lo ocurrido.
Pero casi temía más lo que estaba por ocurrir.
Ayame se contuvo para no desviar la mirada de la madera de la barra, evitando por todos los medios no establecer contacto visual con Okura. Bastante le estaba costando ya mantener una mentira tan absurda como aquella como para que vieran la inseguridad en sus ojos. Por fortuna, parecía que la suerte estaba ese día con ella.
—Si ella lo dice —dijo Okura, y Ayame suspiró de profundo alivio. Sin embargo...—. Entonces no he dicho nada. Cuando uno se equivoca hay que admitirlo —continuó, hablando cada vez más alto—, ¿no es cierto?
Su pregunta se vio acompañada del restallido que produjo su puño contra la mesa. Ayame sabía que se estaba dirigiendo directamente a ella pero, rígida como una tabla por el miedo, seguía sin moverse un ápice del sitio.
—Deja en paz a la chiquilla, anda... —intervino de nuevo la tabernera—. Ahora voy a por tu pedido, cariño
«No me dejes sola...» Suplicó en su mente, convencida de que Okura iba a matarla en cuanto la dejaran a solas con él. Pero ni una sola palabra salió de su boca, y la mujer desapareció tras la barra.
Fue en aquel momento cuando Ayame reparó en que había alguien más al cargo. El marido de la posadera, el hombre que llevaba consigo las llaves de la cuadra y que tintineaban de manera hipnótica cada vez que se movía, charlaba animadamente con un anciano que ocupaba una de las mesas que se encontraban en el fondo.
Fue el escandaloso sonido de una puerta a la que tiempo hacía que le hacía falta un buen engrasamiento de bisagras lo que hizo que despegara al fin la mirada de la barra.
«¡Alabados sean los dioses!» Ayame estuvo a punto de abalanzarse a abrazar al hombre que se acercaba a la barra.
Datsue, aún metido en su disfraz de hombre adulto, se acercó a su posición y se sentó en la banqueta que quedaba junto a ella. Tosió varias veces, y se llevó una mano a la boca. Ayame volvió la mirada al frente, tratando de aparentar la neutralidad ante un simple desconocido.
—Tengo un plan para robarle las llaves… —le susurró, antes de volver a toser. Por el rabillo del ojos, Ayame percibió que la miraba—. Pero necesitaré tu ayuda.
«Oh, no... Tengo un mal presentimiento...»
—¿Qué tipo de ayuda? —le preguntó, en un susurro similar—. Por cierto, ¿dónde estabas...? Un poco más y...
Ayame se removió en su asiento, visiblemente incómoda por lo ocurrido.
Pero casi temía más lo que estaba por ocurrir.