4/03/2016, 18:38
—Sí, sobretodo el de curry. —Daruu dio la vuelta sobre sí mismo y, con dificultad volvió a ponerse de pie—. Pero no hace falta que me invites, eh —se excusó con la mano—. Puedo permitírmelo.
-¡No es eso! -respondió rápidamente la Yotsuki-. Hoy debo pagar yo. Pero, cuando nos volvamos a encontrar y disputemos ese combate de entrenamiento, yo tendré la técnica más poderosa -se podía escuchar una determinación ciega en su voz-. Y entonces, te tocará a tí invitarme.
Quizás al chico de Amegakure, aquel razonamiento le sonase a sinsentido. Hubiera sido comprensible, porque no todo el mundo tenía esa mentalidad guerrera, ese fuego, esa garra que caracterizaban a Anzu. Ser ninja era su vehículo hacia una vida mejor. Era el pasaporte hacia todo lo que alguna vez había soñado; y, por eso, se dejaba la piel en cada minúsculo e insignificante segundo. Por eso, no podía dejar que nadie la superase, ni ningún obstáculo la detuviese -esa era su determinación como kunoichi-. Su Camino del Ninja.
Sin más preámbulos la chica se colgó su pesada mochila al hombro y, indicando a su compañero que la siguiese con un gesto, bajó de la plataforma saltando ágilemente. La distancia hasta el suelo era corta, y simplemente flexionando las rodillas amortiguaría el aterrizaje. Esperó a que Daruu bajase también, y echó a andar camino abajo, hacia la zona más urbanizada.
Minutos más tarde ya transitaban las rurales calles de los Dojos. A aquellas horas, casi medio día, y con un clima tan apacible, la ciudad bullía de actividad. Multitud de gente, de la más variopinta condición, iba de un lado para otro en sus quehaceres. Anzu caminó pasando una herrería, y el calor que emanaba de la puerta y un gran ventanal la hizo sudar por momentos. Luego se abrió paso entre un grupo de jovenes que se agolpaban en la puerta de lo que parecía a simple vista un dojo, observando atentos el interior donde probablemente un maestro estaría impartiendo valiosas lecciones. Dobló una esquina hacia la derecha, dejó atrás un puentecito que salvaba un pequeño riachuelo, y llegó a una plaza de losas de piedra. En el centro se alzaba una estatua de mármol, representando al maestro Rukairo Noka, y alrededor de ella se amontonaban, aquí y allá, puestos mercantes de toda clase. La gennin pasó de largo ante la mirada de los comerciantes de fruta, utensilios de cocina, pescado y carne, hasta llegar a un tenderete algo más grande que los demás.
-Ah, por fin. Ya me rugen las tripas.
El puesto era rectangular, con una barra bastante corta donde se atendía a los clientes, y una amplia cocina detrás. Dentro había dos hombres -que lucían ambos sendas y relucientes calvas-, y mientras uno tomaba las comandas, el otro obraba su particular magia en los fogones. Sobre el techo había un letrero de madera que rezaba "Los Ramones", escrito con tinta negra al estilo clásico.
-Te lo aseguro, Daruu-san, no hay ramen más cojonudo en todos los Dojos. O eso dice Hida-sensei -añadió la chica, aspirando el delicioso olor a especias y fideos cocidos que salía del tenderete-. ¡Eh, Takeshi-san! ¿Te acuerdas de mí o qué?
El hombre que tomaba los pedidos en la barra, excesivamente alto y delgado, se giró bruscamente para clavar sus ojos color avellana en la chica de piel morena y pelo rubio claro que le interpelaba. Pareció dudar un instante, pero luego reconoció a la Yotsuki.
-¡Ah, pero si es Anzu-chan! La alumna prodigio de Hida-dono, ¿cierto? -respondió, con una sonrisa tan amplia que se le veían hasta las muelas-. ¿Y quién es tu amigo? ¡Menudo aspecto tiene! No habrás sido tú, ¿cierto?
Evidentemente se refería a Daruu. Anzu quiso dejar tiempo a su compañero para responder por sí mismo, y mientras tanto ella se detuvo para ojear el tablón de madera colgado del techo del puesto, donde se podían leer los distintos tipos de suculento ramen que preparaban los hermanos. Shōyu, Tonkotsu... Menuda hambre tengo, ¿cuál debería pedir? ¿O quizás uno de cada?
-¡No es eso! -respondió rápidamente la Yotsuki-. Hoy debo pagar yo. Pero, cuando nos volvamos a encontrar y disputemos ese combate de entrenamiento, yo tendré la técnica más poderosa -se podía escuchar una determinación ciega en su voz-. Y entonces, te tocará a tí invitarme.
Quizás al chico de Amegakure, aquel razonamiento le sonase a sinsentido. Hubiera sido comprensible, porque no todo el mundo tenía esa mentalidad guerrera, ese fuego, esa garra que caracterizaban a Anzu. Ser ninja era su vehículo hacia una vida mejor. Era el pasaporte hacia todo lo que alguna vez había soñado; y, por eso, se dejaba la piel en cada minúsculo e insignificante segundo. Por eso, no podía dejar que nadie la superase, ni ningún obstáculo la detuviese -esa era su determinación como kunoichi-. Su Camino del Ninja.
Sin más preámbulos la chica se colgó su pesada mochila al hombro y, indicando a su compañero que la siguiese con un gesto, bajó de la plataforma saltando ágilemente. La distancia hasta el suelo era corta, y simplemente flexionando las rodillas amortiguaría el aterrizaje. Esperó a que Daruu bajase también, y echó a andar camino abajo, hacia la zona más urbanizada.
Minutos más tarde ya transitaban las rurales calles de los Dojos. A aquellas horas, casi medio día, y con un clima tan apacible, la ciudad bullía de actividad. Multitud de gente, de la más variopinta condición, iba de un lado para otro en sus quehaceres. Anzu caminó pasando una herrería, y el calor que emanaba de la puerta y un gran ventanal la hizo sudar por momentos. Luego se abrió paso entre un grupo de jovenes que se agolpaban en la puerta de lo que parecía a simple vista un dojo, observando atentos el interior donde probablemente un maestro estaría impartiendo valiosas lecciones. Dobló una esquina hacia la derecha, dejó atrás un puentecito que salvaba un pequeño riachuelo, y llegó a una plaza de losas de piedra. En el centro se alzaba una estatua de mármol, representando al maestro Rukairo Noka, y alrededor de ella se amontonaban, aquí y allá, puestos mercantes de toda clase. La gennin pasó de largo ante la mirada de los comerciantes de fruta, utensilios de cocina, pescado y carne, hasta llegar a un tenderete algo más grande que los demás.
-Ah, por fin. Ya me rugen las tripas.
El puesto era rectangular, con una barra bastante corta donde se atendía a los clientes, y una amplia cocina detrás. Dentro había dos hombres -que lucían ambos sendas y relucientes calvas-, y mientras uno tomaba las comandas, el otro obraba su particular magia en los fogones. Sobre el techo había un letrero de madera que rezaba "Los Ramones", escrito con tinta negra al estilo clásico.
-Te lo aseguro, Daruu-san, no hay ramen más cojonudo en todos los Dojos. O eso dice Hida-sensei -añadió la chica, aspirando el delicioso olor a especias y fideos cocidos que salía del tenderete-. ¡Eh, Takeshi-san! ¿Te acuerdas de mí o qué?
El hombre que tomaba los pedidos en la barra, excesivamente alto y delgado, se giró bruscamente para clavar sus ojos color avellana en la chica de piel morena y pelo rubio claro que le interpelaba. Pareció dudar un instante, pero luego reconoció a la Yotsuki.
-¡Ah, pero si es Anzu-chan! La alumna prodigio de Hida-dono, ¿cierto? -respondió, con una sonrisa tan amplia que se le veían hasta las muelas-. ¿Y quién es tu amigo? ¡Menudo aspecto tiene! No habrás sido tú, ¿cierto?
Evidentemente se refería a Daruu. Anzu quiso dejar tiempo a su compañero para responder por sí mismo, y mientras tanto ella se detuvo para ojear el tablón de madera colgado del techo del puesto, donde se podían leer los distintos tipos de suculento ramen que preparaban los hermanos. Shōyu, Tonkotsu... Menuda hambre tengo, ¿cuál debería pedir? ¿O quizás uno de cada?