13/03/2016, 14:24
(Última modificación: 13/03/2016, 16:55 por Uchiha Akame.)
-... San Juan.
Una sonrisa de pura satisfacción se dibujó en el rostro de la kunoichi, aunque en la calle no quedaba nadie más para verla. Era casi de noche, y en aquella ciudad eso sólo significaba un poco menos de luz ambiental. Anzu se detuvo.
-¡Espera!
El grito se oyó en toda la calle, prevaleciendo sin dificultad sobre el tenue murmullo de la lluvia. A la Yotsuki le supo a gloria; no porque fuese de esas personas que se regodean en cada victoria sobre los demás, sino porque a falta de haber podido coser a puñetazos al Uchiha, bien estaba ver que se tragaba sus palabras y volvía derrotado. Para Anzu era suficiente. Además, estaba deseando saber qué clase de problemas estaba buscando Datsue, y qué rol podría ella jugar en semejante asunto. Con fingida tranquilidad se detuvo y dio media vuelta, encarando a su compañero de Aldea.
-Vale, tú ganas —declaró cuando llegó a su lado—. Te suplico que me ayudes —pidió, poniéndole ojitos—. Sin ti estaré más perdido que un Uzureño en combate.
Anzu no pudo evitar soltar una carcajada ante la comparación que hacía el muchacho. Ella sólo había conocido a un ninja de Uzushiogakure -Ishimura Kazuma-, y aunque había aprendido mucho en su entrenamiento con él, no terminaba de caerle bien. Tan serio, tan estirado, tan 'soy demasiado guay para ti'... Parece como si después de graduarse le hubieran metido un palo por el culo. O quizás antes. Sea como fuese, el chiste había caído bien a la joven Yotsuki, que -repentinamente- cada vez tenía menos ganas de inflar a golpes a su compañero.
-Ahora sí hablamos el mismo idioma, socio -concedió, satisfecha-. Te ayudaré, por supuesto, porque yo sí soy una ninja como los dioses mandan. Venga, vamos a comer algo... Ya es casi la hora de cenar, y me está entrando la 'gusa'.
Reanudó su caminata, calle abajo, esperando que el Uchiha la acompañase. Andarían durante unos cinco minutos, bajo la fina cortina de lluvia que empapaba la ciudad, torciendo a la izquierda por aquella callejuela, doblando a la derecha en esta, pasando de largo una plaza en el centro de la cual se alzaba una estatua de hierro forjado que representaba a un ancestro del actual Daimyō...
Poco después, la Yotsuki se detuvo frente a la puerta de un establecimiento de dos pisos. Sobre la misma colgaba un desvencijado letrero de hierro, donde se leía unas palabras grabadas en el metal.
-Hogar, dulce hogar -dijo la chica con cierta ironía-.
Anzu tocó a la puerta con los nudillos, duros y marrones como granos de café; luego esperó. Casi al instante una voz respondió desde el interior, y se pudieron escuchar andares ruidosos, crujidos de madera vieja y chirridos metálicos.
-¡Ya voy, ya voy! ¿Anzu, hija mía, eres tú?
La puerta se abrió tímidamente, y las bisagras rechinaron con el sonido del óxido y la vejez. Los jóvenes pudieron ver al otro lado el rostro de un hombre, que sonrió de auténtico júbilo al ver a su hija.
-¡Anzu-chan, mi pequeña! ¡Oh, te he echado tanto de menos! -el herrero se abalanzó sobre su hija, rodeándola con ambos brazos y apretando tan fuerte como fue capaz. Datsue creyó ver cómo una lágrima de felicidad resbalaba por su mejilla-.
-¡Ay, papá, me estás estrujando! -protestó la kunoichi, pero no tardó en dejarse llevar por el abrazo paterno-.
Hiroshi era un hombre alto y de hombros fornidos, que sin embargo parecía estar encorvado continuamente. Su rostro transmitía una sensación de cansancio y tristeza -incluso cuando sonreía- que le hacía parecer mucho más viejo de lo que realmente era. También contribuían a ello las numerosas arrugas prematuras que surcaban su rostro, y la calva incipiente que ya empezaba a hacer estragos. Vestía con sencillez: un yukata marrón con obi rojo oscuro en la cintura. Sin embargo, el detalle más curioso que podría ver Datsue estaba en sus manos; le faltaban las dos primeras falanges de los cuatro dedos de la mano diestra. Sólo el pulgar estaba intacto.
-Me alegro tanto de verte... -padre e hija se separaron por fin-. ¿Quién es tu amiguito?
Una sonrisa de pura satisfacción se dibujó en el rostro de la kunoichi, aunque en la calle no quedaba nadie más para verla. Era casi de noche, y en aquella ciudad eso sólo significaba un poco menos de luz ambiental. Anzu se detuvo.
-¡Espera!
El grito se oyó en toda la calle, prevaleciendo sin dificultad sobre el tenue murmullo de la lluvia. A la Yotsuki le supo a gloria; no porque fuese de esas personas que se regodean en cada victoria sobre los demás, sino porque a falta de haber podido coser a puñetazos al Uchiha, bien estaba ver que se tragaba sus palabras y volvía derrotado. Para Anzu era suficiente. Además, estaba deseando saber qué clase de problemas estaba buscando Datsue, y qué rol podría ella jugar en semejante asunto. Con fingida tranquilidad se detuvo y dio media vuelta, encarando a su compañero de Aldea.
-Vale, tú ganas —declaró cuando llegó a su lado—. Te suplico que me ayudes —pidió, poniéndole ojitos—. Sin ti estaré más perdido que un Uzureño en combate.
Anzu no pudo evitar soltar una carcajada ante la comparación que hacía el muchacho. Ella sólo había conocido a un ninja de Uzushiogakure -Ishimura Kazuma-, y aunque había aprendido mucho en su entrenamiento con él, no terminaba de caerle bien. Tan serio, tan estirado, tan 'soy demasiado guay para ti'... Parece como si después de graduarse le hubieran metido un palo por el culo. O quizás antes. Sea como fuese, el chiste había caído bien a la joven Yotsuki, que -repentinamente- cada vez tenía menos ganas de inflar a golpes a su compañero.
-Ahora sí hablamos el mismo idioma, socio -concedió, satisfecha-. Te ayudaré, por supuesto, porque yo sí soy una ninja como los dioses mandan. Venga, vamos a comer algo... Ya es casi la hora de cenar, y me está entrando la 'gusa'.
Reanudó su caminata, calle abajo, esperando que el Uchiha la acompañase. Andarían durante unos cinco minutos, bajo la fina cortina de lluvia que empapaba la ciudad, torciendo a la izquierda por aquella callejuela, doblando a la derecha en esta, pasando de largo una plaza en el centro de la cual se alzaba una estatua de hierro forjado que representaba a un ancestro del actual Daimyō...
Poco después, la Yotsuki se detuvo frente a la puerta de un establecimiento de dos pisos. Sobre la misma colgaba un desvencijado letrero de hierro, donde se leía unas palabras grabadas en el metal.
"Kajiya Hiroshi, herrero"
-Hogar, dulce hogar -dijo la chica con cierta ironía-.
Anzu tocó a la puerta con los nudillos, duros y marrones como granos de café; luego esperó. Casi al instante una voz respondió desde el interior, y se pudieron escuchar andares ruidosos, crujidos de madera vieja y chirridos metálicos.
-¡Ya voy, ya voy! ¿Anzu, hija mía, eres tú?
La puerta se abrió tímidamente, y las bisagras rechinaron con el sonido del óxido y la vejez. Los jóvenes pudieron ver al otro lado el rostro de un hombre, que sonrió de auténtico júbilo al ver a su hija.
-¡Anzu-chan, mi pequeña! ¡Oh, te he echado tanto de menos! -el herrero se abalanzó sobre su hija, rodeándola con ambos brazos y apretando tan fuerte como fue capaz. Datsue creyó ver cómo una lágrima de felicidad resbalaba por su mejilla-.
-¡Ay, papá, me estás estrujando! -protestó la kunoichi, pero no tardó en dejarse llevar por el abrazo paterno-.
Hiroshi era un hombre alto y de hombros fornidos, que sin embargo parecía estar encorvado continuamente. Su rostro transmitía una sensación de cansancio y tristeza -incluso cuando sonreía- que le hacía parecer mucho más viejo de lo que realmente era. También contribuían a ello las numerosas arrugas prematuras que surcaban su rostro, y la calva incipiente que ya empezaba a hacer estragos. Vestía con sencillez: un yukata marrón con obi rojo oscuro en la cintura. Sin embargo, el detalle más curioso que podría ver Datsue estaba en sus manos; le faltaban las dos primeras falanges de los cuatro dedos de la mano diestra. Sólo el pulgar estaba intacto.
-Me alegro tanto de verte... -padre e hija se separaron por fin-. ¿Quién es tu amiguito?