14/03/2016, 01:30
El viento bramaba. Removía el cabello de la kunoichi que atravesaba la pradera con el único destino el huir de su origen. Cargaba apenas unas cuantas provisiones. De no haber habido viento, se hubiera oído el traqueteo de la mochila y el sordo sonido de las suelas de sus zapatos rozando la hierba. Pero hacía mucho viento. El viento bramaba.
El viento bramaba. Agitaba violentamente las briznas del limpio pasto a su paso. Ondeaba las hojas, afiladas como agujas, y dibujaba patrones que quizás a Ayame le parecieran familiares. Las olas de un lago bravío en medio de una tormenta, quizá. Y quizás aquél quizá no volvería a cruzar por delante de sus pupilas, si es que realmente pensaba abandonar su otrora original procedencia. Quizás también, si la muchacha hubiera cerrado los ojos, habría podido evitar observar el fenómeno y esquivar el ataque de nostalgia. Eso, por su puesto, si no hubiera habido viento. Pero hacía mucho viento. El viento bramaba.
El viento bramaba. Hacía temblar las ventanas, y los suelos, y rozar las maderas por sus juntas. Tal vez, si no hubiera habido viento, los dos hombres que plácidamente descansaban en sus respectivas camas de aquella habitación se habrían dado cuenta de que algo les faltaba. Que la luna había abandonado el firmamento que era su familia y que partía hacia una tierra lejana cuya identidad ni siquiera ella misma conocía. Pero hacía mucho viento. El viento bramaba.
El viento bramaba. Pero él estaba allí, dispuesto como una ficha de ajedrez que se movía en el momento justo para rematar una partida. Inamovible, como una estatua de mármol, pero relajado como acostumbraba a estarlo. El viento bramaba. Pero él estaba allí.
El viento bramaba. Bramaba para todos, menos para él, que se había dado cuenta de que había una oportunidad más.
Karoi levantó su mano impidiendo el paso. Ayame no se había dado cuenta de su presencia, como si hubiera estado agazapado entre los arbustos. Pero la hierba sólo medía unos centímetros.
—Pero bueno, ¿a dónde vas con todo eso, pequeñaja?
El viento bramaba. Agitaba violentamente las briznas del limpio pasto a su paso. Ondeaba las hojas, afiladas como agujas, y dibujaba patrones que quizás a Ayame le parecieran familiares. Las olas de un lago bravío en medio de una tormenta, quizá. Y quizás aquél quizá no volvería a cruzar por delante de sus pupilas, si es que realmente pensaba abandonar su otrora original procedencia. Quizás también, si la muchacha hubiera cerrado los ojos, habría podido evitar observar el fenómeno y esquivar el ataque de nostalgia. Eso, por su puesto, si no hubiera habido viento. Pero hacía mucho viento. El viento bramaba.
El viento bramaba. Hacía temblar las ventanas, y los suelos, y rozar las maderas por sus juntas. Tal vez, si no hubiera habido viento, los dos hombres que plácidamente descansaban en sus respectivas camas de aquella habitación se habrían dado cuenta de que algo les faltaba. Que la luna había abandonado el firmamento que era su familia y que partía hacia una tierra lejana cuya identidad ni siquiera ella misma conocía. Pero hacía mucho viento. El viento bramaba.
El viento bramaba. Pero él estaba allí, dispuesto como una ficha de ajedrez que se movía en el momento justo para rematar una partida. Inamovible, como una estatua de mármol, pero relajado como acostumbraba a estarlo. El viento bramaba. Pero él estaba allí.
El viento bramaba. Bramaba para todos, menos para él, que se había dado cuenta de que había una oportunidad más.
Karoi levantó su mano impidiendo el paso. Ayame no se había dado cuenta de su presencia, como si hubiera estado agazapado entre los arbustos. Pero la hierba sólo medía unos centímetros.
—Pero bueno, ¿a dónde vas con todo eso, pequeñaja?