15/03/2016, 21:27
Un enjambre de chillidos, toses y maldiciones la rodeó en cuestión de segundos. De aquí y allá reconoció retazos de voces que había ido conociendo a lo largo de la noche y ahora gritaban aterrorizados; pero nada de eso le importó. Con lágrimas en los ojos, Ayame corrió hacia la salida de la posada. Aún tropezaría con algún mueble o alguna persona en el proceso (jamás llegaría a saberlo), pero finalmente logró salir a la oscuridad de la noche entre angustiados sollozos.
Las exclamaciones se perdieron rápidamente a su espalda y, como si no hubiesen sido más que el fruto de un lejano sueño, pronto se vieron sustituidas por la tranquila y gélida quietud de la noche. Ni siquiera se escuchaban ya los cascos del caballo que se había alejado al galope minutos atrás...
Ayame siguió corriendo con todas sus fuerzas. Pasó de largo varias varias casas hacia las afueras del pueblo, pero cuando estaba a punto de abandonar el camino empedrado para comenzar a subir la cuesta que la terminaría de devolver al Puente Tenchi, unos férreos brazos la rodearon.
Gritó alarmada. Pataleó. Lloró. Manoteó. Y a punto estuvo de licuar su cuerpo para escurrirse de aquellas manos que se empeñaban en inmovilizarla hasta que su voz relampagueó en sus oídos:
—¡Ayame!
Jamás le había oído tan alarmado. Nunca había visto una rabia similar brillar en unos ojos que acostumbraban a ser tan inexpresivos. Los ojos de Kōri se clavaban como témpanos de hielo en sus propias pupilas.
—¡Te he estado buscando por todas partes! ¿Dónde te habías metido? ¡Te dije que me esperaras en el puen...!
Pero no llegó a terminar su reprimenda. Ayame se lanzó contra su pecho, llorando como hacía mucho que no lo hacía.
—Me... ¡Me ha...! ¡Me ha engañado! Él... —gritó, con la voz rota de dolor.
Kōri se quedó momentáneamente congelado, como si no supiera cómo debía responder a aquel gesto y al dolor de su hermana. Al final, echó la mirada hacia atrás, suspiró profundamente y la apartó de sí.
—Vas a tener que explicarme muchas cosas, Ayame. Pero tienes que dejar de confiar en la gente a ciegas —le dijo, y su voz volvió a sonar con aquella impasibilidad que tanto le caracterizaba. Ayame se mordió el labio inferior, entre hipidos, y terminó por hundir la mirada en la tierra empapada—. Ahora volvamos al Puente Tenchi. Algo me dice que no podremos volver a pasar por este poblado jamás. ¿No es así?
Ayame se negaba a mirarle, y para Kōri fue suficiente confirmación. Entrecerró los ojos y comenzó a moverse con ágiles zancadas cuesta arriba, siempre seguido por su llorosa hermana. No había mucho camino desde allí hasta el puente, pero desde allí tendrían que tomar una ruta alternativa para volver a Amegakure...
Las exclamaciones se perdieron rápidamente a su espalda y, como si no hubiesen sido más que el fruto de un lejano sueño, pronto se vieron sustituidas por la tranquila y gélida quietud de la noche. Ni siquiera se escuchaban ya los cascos del caballo que se había alejado al galope minutos atrás...
Ayame siguió corriendo con todas sus fuerzas. Pasó de largo varias varias casas hacia las afueras del pueblo, pero cuando estaba a punto de abandonar el camino empedrado para comenzar a subir la cuesta que la terminaría de devolver al Puente Tenchi, unos férreos brazos la rodearon.
Gritó alarmada. Pataleó. Lloró. Manoteó. Y a punto estuvo de licuar su cuerpo para escurrirse de aquellas manos que se empeñaban en inmovilizarla hasta que su voz relampagueó en sus oídos:
—¡Ayame!
Jamás le había oído tan alarmado. Nunca había visto una rabia similar brillar en unos ojos que acostumbraban a ser tan inexpresivos. Los ojos de Kōri se clavaban como témpanos de hielo en sus propias pupilas.
—¡Te he estado buscando por todas partes! ¿Dónde te habías metido? ¡Te dije que me esperaras en el puen...!
Pero no llegó a terminar su reprimenda. Ayame se lanzó contra su pecho, llorando como hacía mucho que no lo hacía.
—Me... ¡Me ha...! ¡Me ha engañado! Él... —gritó, con la voz rota de dolor.
Kōri se quedó momentáneamente congelado, como si no supiera cómo debía responder a aquel gesto y al dolor de su hermana. Al final, echó la mirada hacia atrás, suspiró profundamente y la apartó de sí.
—Vas a tener que explicarme muchas cosas, Ayame. Pero tienes que dejar de confiar en la gente a ciegas —le dijo, y su voz volvió a sonar con aquella impasibilidad que tanto le caracterizaba. Ayame se mordió el labio inferior, entre hipidos, y terminó por hundir la mirada en la tierra empapada—. Ahora volvamos al Puente Tenchi. Algo me dice que no podremos volver a pasar por este poblado jamás. ¿No es así?
Ayame se negaba a mirarle, y para Kōri fue suficiente confirmación. Entrecerró los ojos y comenzó a moverse con ágiles zancadas cuesta arriba, siempre seguido por su llorosa hermana. No había mucho camino desde allí hasta el puente, pero desde allí tendrían que tomar una ruta alternativa para volver a Amegakure...