16/03/2016, 16:33
(Última modificación: 16/03/2016, 16:39 por Uchiha Akame.)
—No le trates así, Anzu-san. Está asustado —interrumpió Daruu.
La interpelada le dirigó una mirada cargada de resentimiento a su compañero. Muy bien, listillo, pues que te jodan. Si quieres que te deje en paz, vas a tener que lidiar con él tú solito. Era evidente que Daruu nunca había tenido que quitarse de encima a un malviviente excesivamente pesado. Si no, habría sabido que con ese tipo de gente sólo había dos opciones: unas monedas en la mano o una patada en el culo.
Mientras el gennin de Amegakure trataba de razonar con el desquiciado, Anzu rebañaba las sobras de su Tonkotsu con cara de pocos amigos. No es que se la pudiera culpar; de donde ella venía, la gente así sólo daba problemas —o los atraía como un tarro de miel a las moscas—.
—Si no quieres ir con los guardias, entonces es que estás ocultando algo sucio, y si ocultas algo sucio yo mismo te delataré si no te largas. Así que lo siento, hasta luego.
—¡No, por favor! Puedo explicároslo todo, pero por favor, tenéis que prometerme que me ayudaréis, ¡por favor...!
Anzu dio un golpetazo en la barra que hizo temblar incluso el tazón de ramen de Daruu. Furiosa, se volteó para encarar al extraño, fulminándolo con su mirada grisácea.
—Por todos los dioses de Onindo, ¿¡qué demonios te pasa!? —bufó, escupiendo las palabras—. Venga, joder, cuéntamelo. Si total, no nos vas a dejar en paz hasta que te desahogues, ¿no?
Una mueca de alivio, que en un rostro menos castigado podría haber parecido sonrisa, se dibujó en la cara del muchacho. Abrió la boca varias veces, sólo para cerrarla un momento después, como si no encontrase palabras para explicarse.
—Me persiguen mercenarios. Los ha contratado un hombre muy... Muy poderoso e influyente. Por eso no puedo pedir ayuda a los guardias... ¡Me entregarán! ¡Pero os juro por todos los dioses que... que... Que yo no he hecho nada! —añadió, mirando a Daruu con suspicacia—. Entonces... ¿Me ayudaréis?
La Yotsuki lanzó una mirada curiosa a su compañero. Tal vez sólo fueran los delirios de un adicto con síndrome de abstinencia, pero al fin y al cabo, ella ya había terminado su cuenco de ramen. Y no tenía mucho más que hacer esa mañana.
La interpelada le dirigó una mirada cargada de resentimiento a su compañero. Muy bien, listillo, pues que te jodan. Si quieres que te deje en paz, vas a tener que lidiar con él tú solito. Era evidente que Daruu nunca había tenido que quitarse de encima a un malviviente excesivamente pesado. Si no, habría sabido que con ese tipo de gente sólo había dos opciones: unas monedas en la mano o una patada en el culo.
Mientras el gennin de Amegakure trataba de razonar con el desquiciado, Anzu rebañaba las sobras de su Tonkotsu con cara de pocos amigos. No es que se la pudiera culpar; de donde ella venía, la gente así sólo daba problemas —o los atraía como un tarro de miel a las moscas—.
—Si no quieres ir con los guardias, entonces es que estás ocultando algo sucio, y si ocultas algo sucio yo mismo te delataré si no te largas. Así que lo siento, hasta luego.
—¡No, por favor! Puedo explicároslo todo, pero por favor, tenéis que prometerme que me ayudaréis, ¡por favor...!
Anzu dio un golpetazo en la barra que hizo temblar incluso el tazón de ramen de Daruu. Furiosa, se volteó para encarar al extraño, fulminándolo con su mirada grisácea.
—Por todos los dioses de Onindo, ¿¡qué demonios te pasa!? —bufó, escupiendo las palabras—. Venga, joder, cuéntamelo. Si total, no nos vas a dejar en paz hasta que te desahogues, ¿no?
Una mueca de alivio, que en un rostro menos castigado podría haber parecido sonrisa, se dibujó en la cara del muchacho. Abrió la boca varias veces, sólo para cerrarla un momento después, como si no encontrase palabras para explicarse.
—Me persiguen mercenarios. Los ha contratado un hombre muy... Muy poderoso e influyente. Por eso no puedo pedir ayuda a los guardias... ¡Me entregarán! ¡Pero os juro por todos los dioses que... que... Que yo no he hecho nada! —añadió, mirando a Daruu con suspicacia—. Entonces... ¿Me ayudaréis?
La Yotsuki lanzó una mirada curiosa a su compañero. Tal vez sólo fueran los delirios de un adicto con síndrome de abstinencia, pero al fin y al cabo, ella ya había terminado su cuenco de ramen. Y no tenía mucho más que hacer esa mañana.