20/03/2016, 21:15
Sus ojos se han vuelto... ¿rojos?
A causa de la frenética acción en la que se habían visto envueltos, Anzu no había tenido lugar para fijarse en que los ojos de su acompañante se habían vuelto de un tono rojo como la sangre. No pudo evitar preguntarse a qué se debía aquello, y si era lo que parecía: la manifestación física de una ira ciega que había poseído al Uchiha. De repente, no pudo contener el temor a los demonios que ensombrecieron el semblante de Datsue durante unos instantes.
La Yotsuki agitó la cabeza con rabia, queriendo espantar aquellos pensamientos. Se forzó también en no pensar en aquel hombre con la cara destrozada, cuando el Uchiha lo dejó —no sin esfuerzo— recostado sobre la pared del callejón. Si así te sientes mejor... Anzu siempre había creído firmemente que un ninja tenía que ser tan duro como la piedra y nunca empequeñecerse cuando afrontara las consecuencias de sus actos. Pero, visto en primera persona, era más difícil de lo que ella habría sido capaz de imaginar.
Cuando por fin reanudaron la marcha, el ritmo fue considerablemente más lento, porque a medida que se internaban más y más en aquel barrio, Anzu se encontraba más perdida. Como casi todo el mundo en Shinogi-To, sabía dónde ubicar aquella zona si le daban un mapa. Localizar un punto concreto, era otro cantar.
Andaron durante un buen rato, bajo la lluvia que se intensificaba por momentos, hasta que al fin, tras una esquina, la Yotsuki intuyó el reflejo de las características luces del local. Si no recuerdo mal, Yamazaki-san siempre decía que este sitio se llamaba... Una chapa blanca, que hacía las veces de cartel, le dio la razón; sobre la misma, tubos fluorescentes de neón azul formaban los kanjis que daban nombre al lugar.
—Aquí estamos, socio. Y ahora, ¿qué? ¿Tienes los billetes? ¿Crees que nos dejarán entrar? ¿Nadie va a sospechar de dos adolescentes queriendo comprar un jodido cargamento de omoide?
No eran preguntas banales. Aunque la calle estaba desierta, en la puerta del local se intuía una ranura horizontal, a una altura que sería razonable para cualquier adulto, por la que —probablemente— un portero examinaría a los clientes.
A causa de la frenética acción en la que se habían visto envueltos, Anzu no había tenido lugar para fijarse en que los ojos de su acompañante se habían vuelto de un tono rojo como la sangre. No pudo evitar preguntarse a qué se debía aquello, y si era lo que parecía: la manifestación física de una ira ciega que había poseído al Uchiha. De repente, no pudo contener el temor a los demonios que ensombrecieron el semblante de Datsue durante unos instantes.
La Yotsuki agitó la cabeza con rabia, queriendo espantar aquellos pensamientos. Se forzó también en no pensar en aquel hombre con la cara destrozada, cuando el Uchiha lo dejó —no sin esfuerzo— recostado sobre la pared del callejón. Si así te sientes mejor... Anzu siempre había creído firmemente que un ninja tenía que ser tan duro como la piedra y nunca empequeñecerse cuando afrontara las consecuencias de sus actos. Pero, visto en primera persona, era más difícil de lo que ella habría sido capaz de imaginar.
Cuando por fin reanudaron la marcha, el ritmo fue considerablemente más lento, porque a medida que se internaban más y más en aquel barrio, Anzu se encontraba más perdida. Como casi todo el mundo en Shinogi-To, sabía dónde ubicar aquella zona si le daban un mapa. Localizar un punto concreto, era otro cantar.
Andaron durante un buen rato, bajo la lluvia que se intensificaba por momentos, hasta que al fin, tras una esquina, la Yotsuki intuyó el reflejo de las características luces del local. Si no recuerdo mal, Yamazaki-san siempre decía que este sitio se llamaba... Una chapa blanca, que hacía las veces de cartel, le dio la razón; sobre la misma, tubos fluorescentes de neón azul formaban los kanjis que daban nombre al lugar.
"Oyume"
—Aquí estamos, socio. Y ahora, ¿qué? ¿Tienes los billetes? ¿Crees que nos dejarán entrar? ¿Nadie va a sospechar de dos adolescentes queriendo comprar un jodido cargamento de omoide?
No eran preguntas banales. Aunque la calle estaba desierta, en la puerta del local se intuía una ranura horizontal, a una altura que sería razonable para cualquier adulto, por la que —probablemente— un portero examinaría a los clientes.