23/03/2016, 04:01
(Última modificación: 23/03/2016, 15:27 por Aotsuki Ayame.)
—¡Tú... no hiciste nada!
Ni siquiera lo vio venir. La bofetada le cruzó el rostro de derecha a izquierda y restalló en el silencio de la noche como un latigazo. Con un gemido, Ayame tuvo que apoyar una mano en tierra para no acabar cayendo sobre ella.
—¡Levántate! —ordenó la imperiosa voz de su padre.
Y aunque le costó unos segundos comprender aquella simple palabra, la misma fuerza que la había empujado antes a mirar a Zetsuo a los ojos, ahora la obligó a levantarse mientras seguía frotándose la mejilla con una mano. No era el primer golpe que recibía de su padre. Habían sido innumerables las ocasiones que había entrenado con él y siempre había recibido alguno que otro.
Pero el dolor de aquella bofetada iba mucho más allá de lo meramente físico. Le dolía en el pecho.
—¡Mírame a los ojos! ¡La frente bien alta! —haciendo caso omiso a sus imparables sollozos, Zetsuo la cogió de la barbilla y levantó su mirada. Los anegados ojos de Ayame, aterrorizados y derrumbados, se cruzaron con la dureza del aguamarina. Si algo no caracterizaba al médico era, precisamente, la compasión—. ¡Cierra ese entrecejo, grúñeme lo que quieras, pero con la frente bien alta!
Pero Ayame no tenía fuerzas para gruñir o revolverse. De haberlas tenido, le habría pegado un chillido a su padre para alejarlo de ella y aprovechar su aturdimiento para ocultarse en el lago.
—¡Esa espalda, enderezada! ¡Los hombros, arriba también! ¡Mírame y escúchame bien!
Quizás, es lo que debería haber hecho desde el principio. Pero...
—¡Ahora y siempre! ¡Eres una Aotsuki, eres sangre de mi sangre! ¡Eres mi hija! Nadie ni nada va a cambiar eso.
Ayame tuvo que reprimir un hipido y sus dedos se cerraron en torno a la tela que cubría su frente cuando una fuerte punzada atravesó de parte a parte su ya maltrecho corazón.
«Su hija... ¿Cómo me puede llamar siquiera Aotsuki si no soy capaz de descubrir mi...?»
—No quería que sellaran a ese monstruo dentro de ti, y no quería que te utilizasen para destruir aquella endemoniada aldea. ¡Cojones! Que no se te ocurra pensar lo contrario, joder —Zetsuo se había alejado momentáneamente de ella para descargar toda su rabia contenida en una patada contra el suelo—. Pero eso no es suficiente para que un shinobi se atreva a rechazar la orden de un superior. No será ni la primera, ni la última vez que tus manos se manchen de sangre. Si yo fuera Yui, ni siquiera habría hecho lo que hizo. Y ella será la que entienda las consecuencias de sus actos, y la que las pague.
Ayame volvió a encontrarse con los ojos de Zetsuo cuando este se giró de nuevo hacia ella.
—Y sin embargo, ningún Aotsuki, ni tú, ni yo, le hemos hecho nada a Kusagakure. La decisión ha sido de Yui, y ella es quien tiene las manos manchadas de sangre. Pues un líder tiene que dar las órdenes y hacerse respetar, pero también cargar sobre sus hombros la responsabilidad de dichas órdenes. Nosotros somos sus brazos y sus piernas, ¡pero jamás su conciencia!
»Me partí la espalda diseñando el sello que te mantuvo a salvo y me partí la espalda diseñando la ilusión que te haría olvidar y te mantendría alejada de todo esto. Ahora veo que no fue suficiente.
Ayame volvió a desviar la mirada, no convencida con las palabras del médico. Aquello explicaba por qué se habían empeñado tanto él y Kōri para engañarla al respecto de lo que sucedió en Kusagakure y hacerle creer la versión oficial que todos conocían. Pero no podía estar de acuerdo con respecto a la Arashikage. Sí, Ayame podía ser la mano ejecutora, pero también era ella la que había estado cargando con las pesadillas y ahora con el sentimiento de culpa.
Yui había ordenado la destrucción de Kusa. Pero habían sido las manos de Aotsuki Ayame las encargadas de llevar a cabo la ejecución de la orden.
Fue la sombra de un brazo alzándose lo que la sacó de sus pensamientos. Tan sumida se había quedado que no se había dado cuenta de que Zetsuo se había vuelto a acercar a ella. En un gesto reflejo, se encogió bruscamente sobre sí misma.
Pero el golpe nunca llegó
—Jamás vuelvas a pensar que no eres más para mi que una cárcel para monstruos —insistió—. ¿Crees que tu hermano y yo somos unos extraños? La familia... La familia es lo más importante en este mundo.
Ayame tuvo que inspirar hondo y tragar saliva un par de veces antes de que aquel doloroso nudo que se le había formado en la garganta le permitiese responder.
—Entonces... ¿qué debo hacer? —gimoteó, apretando sendos puños a los lados de su cuerpo—. ¿Quedarme... Quedarme en Amegakure obedeciendo las órdenes de Yui-sama cuando soy incapaz de mirarla a la cara después de lo que me ha obligado a hacer? ¿Y esperar a que decida volver a utilizarme como un arma de destrucción masiva en contra de mi voluntad? Yui está haciendo exactamente lo mismo que hicieron las Cinco Grandes Aldeas justo antes de ser destruídas. ¡Tú mismo me lo contaste!
Ni siquiera lo vio venir. La bofetada le cruzó el rostro de derecha a izquierda y restalló en el silencio de la noche como un latigazo. Con un gemido, Ayame tuvo que apoyar una mano en tierra para no acabar cayendo sobre ella.
—¡Levántate! —ordenó la imperiosa voz de su padre.
Y aunque le costó unos segundos comprender aquella simple palabra, la misma fuerza que la había empujado antes a mirar a Zetsuo a los ojos, ahora la obligó a levantarse mientras seguía frotándose la mejilla con una mano. No era el primer golpe que recibía de su padre. Habían sido innumerables las ocasiones que había entrenado con él y siempre había recibido alguno que otro.
Pero el dolor de aquella bofetada iba mucho más allá de lo meramente físico. Le dolía en el pecho.
—¡Mírame a los ojos! ¡La frente bien alta! —haciendo caso omiso a sus imparables sollozos, Zetsuo la cogió de la barbilla y levantó su mirada. Los anegados ojos de Ayame, aterrorizados y derrumbados, se cruzaron con la dureza del aguamarina. Si algo no caracterizaba al médico era, precisamente, la compasión—. ¡Cierra ese entrecejo, grúñeme lo que quieras, pero con la frente bien alta!
Pero Ayame no tenía fuerzas para gruñir o revolverse. De haberlas tenido, le habría pegado un chillido a su padre para alejarlo de ella y aprovechar su aturdimiento para ocultarse en el lago.
—¡Esa espalda, enderezada! ¡Los hombros, arriba también! ¡Mírame y escúchame bien!
Quizás, es lo que debería haber hecho desde el principio. Pero...
—¡Ahora y siempre! ¡Eres una Aotsuki, eres sangre de mi sangre! ¡Eres mi hija! Nadie ni nada va a cambiar eso.
Ayame tuvo que reprimir un hipido y sus dedos se cerraron en torno a la tela que cubría su frente cuando una fuerte punzada atravesó de parte a parte su ya maltrecho corazón.
«Su hija... ¿Cómo me puede llamar siquiera Aotsuki si no soy capaz de descubrir mi...?»
—No quería que sellaran a ese monstruo dentro de ti, y no quería que te utilizasen para destruir aquella endemoniada aldea. ¡Cojones! Que no se te ocurra pensar lo contrario, joder —Zetsuo se había alejado momentáneamente de ella para descargar toda su rabia contenida en una patada contra el suelo—. Pero eso no es suficiente para que un shinobi se atreva a rechazar la orden de un superior. No será ni la primera, ni la última vez que tus manos se manchen de sangre. Si yo fuera Yui, ni siquiera habría hecho lo que hizo. Y ella será la que entienda las consecuencias de sus actos, y la que las pague.
Ayame volvió a encontrarse con los ojos de Zetsuo cuando este se giró de nuevo hacia ella.
—Y sin embargo, ningún Aotsuki, ni tú, ni yo, le hemos hecho nada a Kusagakure. La decisión ha sido de Yui, y ella es quien tiene las manos manchadas de sangre. Pues un líder tiene que dar las órdenes y hacerse respetar, pero también cargar sobre sus hombros la responsabilidad de dichas órdenes. Nosotros somos sus brazos y sus piernas, ¡pero jamás su conciencia!
»Me partí la espalda diseñando el sello que te mantuvo a salvo y me partí la espalda diseñando la ilusión que te haría olvidar y te mantendría alejada de todo esto. Ahora veo que no fue suficiente.
Ayame volvió a desviar la mirada, no convencida con las palabras del médico. Aquello explicaba por qué se habían empeñado tanto él y Kōri para engañarla al respecto de lo que sucedió en Kusagakure y hacerle creer la versión oficial que todos conocían. Pero no podía estar de acuerdo con respecto a la Arashikage. Sí, Ayame podía ser la mano ejecutora, pero también era ella la que había estado cargando con las pesadillas y ahora con el sentimiento de culpa.
Yui había ordenado la destrucción de Kusa. Pero habían sido las manos de Aotsuki Ayame las encargadas de llevar a cabo la ejecución de la orden.
Fue la sombra de un brazo alzándose lo que la sacó de sus pensamientos. Tan sumida se había quedado que no se había dado cuenta de que Zetsuo se había vuelto a acercar a ella. En un gesto reflejo, se encogió bruscamente sobre sí misma.
Pero el golpe nunca llegó
—Jamás vuelvas a pensar que no eres más para mi que una cárcel para monstruos —insistió—. ¿Crees que tu hermano y yo somos unos extraños? La familia... La familia es lo más importante en este mundo.
Ayame tuvo que inspirar hondo y tragar saliva un par de veces antes de que aquel doloroso nudo que se le había formado en la garganta le permitiese responder.
—Entonces... ¿qué debo hacer? —gimoteó, apretando sendos puños a los lados de su cuerpo—. ¿Quedarme... Quedarme en Amegakure obedeciendo las órdenes de Yui-sama cuando soy incapaz de mirarla a la cara después de lo que me ha obligado a hacer? ¿Y esperar a que decida volver a utilizarme como un arma de destrucción masiva en contra de mi voluntad? Yui está haciendo exactamente lo mismo que hicieron las Cinco Grandes Aldeas justo antes de ser destruídas. ¡Tú mismo me lo contaste!