23/03/2016, 18:51
(Última modificación: 23/03/2016, 19:04 por Uchiha Akame.)
—Eeeeh, sí, claro, claro —contestó la kunoichi, sin mucha convicción. Lo más sensato hubiese sido decirle la verdad a su compañero —que no tenía ni idea de negociar ni regatear, al contrario que él— y dejarle cargar con el peso de la jugada. Pero Anzu era una chica orgullosa, a la que le gustaba demostrar de qué era capaz y ganarse respeto y admiración allá donde fuese. Quería convertirse en una gran ninja y ser reconocida en Takigakure. ¿Cómo voy a conseguirlo si me acojono ahora? Hizo acopio de valentía, y salió del callejón.
El local estaba ubicado al otro lado de la calzada. La calle estaba bastante mal iluminada —casi exclusivamente por el letrero de neón— y, a simple vista, desierta. Esperando que Datsue la siguiese, Anzu se acercó a la pesada puerta de metal y golpeó un par de veces con los nudillos.
Trató de disimular un largo suspiro que escapó de sus labios. Estaba a punto de hacer una verdadera locura, pero, ¿acaso no era esa la vida del ninja? Ser valiente y nunca amedrentarse.
Apenas unos instantes después —que a la chica se le hicieron eternos—, la placa rectangular que hacía las veces de mirilla se corrió hacia un lado con un susurro metálico. Dos ojos, oscuros y fijos, asomaron por el hueco. Recorrieron de arriba a abajo, primero, a la Yotsuki, y al Uchiha después. Se mantuvieron fijos, como dos carbones apagados, en la falsa apariencia de Datsue...
—Por las tetas de Amaterasu...
Pese al grosor de la puerta, ambos gennin pudieron escuchar con total claridad la maldición que masculló el portero. El visor se cerró bruscamente, y al sordo golpetazo de la placa volviendo a su lugar, le acompañaron crujidos y chirridos de bisagras. Momentos después, la puerta estaba abierta de par en par, y un tipo extremadamente grande les indicaba que pasaran.
—Adentro.
Anzu obedeció casi de forma automática, intentando aparentar seguridad. La puerta daba a una pequeña salita, una suerte de recibidor, cuyo mobiliario lo componían únicamente una mesa de madera vieja, con un par de botellas de cerveza de arroz y un dango a medio comer, y una silla que debía servir de asiento al gigantesco guardián. Debido a su tamaño, no era difícil suponer que tenía que sentarse en la silla para poner mirar correctamente a través del visor.
El gorila les indicó que continuaran por una puerta, metálica también, al otro lado de la habitación. Anzu no dudó un instante, y nada más abrirla, le llegó el característico olor dulzón del omoide refinado. Casi se mareó en aquel preciso momento, sólo del aroma. La puerta daba a un estrecho pasillo, y éste, a la sala principal del local.
La estancia estaba casi en penumbra; iluminada sólo por lámparas de tonos azules que colgaban del techo, emitiendo una cantidad curiosamente escasa de luz. Era bastante amplia, con mesas, sillas y sofás por aquí y por allá, distribuidos de forma aparentemente caótica. Franqueaban la estancia dos barras de madera, idénticas en aspecto y disposición, tras las cuales había un camarero idéntico a su homónimo. ¿Gemelos? Si no lo son, poco les falta. No había mucha gente en la barra, sino que el grueso de los clientes se ubicaba en la zona de sofás, recostados en diversas formas. Algunos parecían simplemente un poco idos, mientras que otros tenían los ojos en blanco y sólo de vez en cuando algún espasmo involuntario delataba que estaban vivos. En las mesitas bajas, por todo el local, no era raro ver cuencos de cristal, pequeños en tamaño, que contenían una sustancia viscosa y azul. Junto al cuenco, una cucharilla de plata más pequeña de lo normal.
Sin embargo, el detalle más curioso era, sin duda, el último en percibirse. A la kunoichi le llevó unos instantes darse cuenta de que al fondo de la sala, en un hueco entre un par de mesas y más sillas, un grupo de música tocaba una melodía suave, muy relajante, casi monocorde. Era un sonido sutil y muy fino, que se te metía en la cabeza sin que te dieses cuenta.
—Este sitio me da un mal rollo... —susurró Anzu a su compañero—. ¿Y ahora qué?
El local estaba ubicado al otro lado de la calzada. La calle estaba bastante mal iluminada —casi exclusivamente por el letrero de neón— y, a simple vista, desierta. Esperando que Datsue la siguiese, Anzu se acercó a la pesada puerta de metal y golpeó un par de veces con los nudillos.
Trató de disimular un largo suspiro que escapó de sus labios. Estaba a punto de hacer una verdadera locura, pero, ¿acaso no era esa la vida del ninja? Ser valiente y nunca amedrentarse.
Apenas unos instantes después —que a la chica se le hicieron eternos—, la placa rectangular que hacía las veces de mirilla se corrió hacia un lado con un susurro metálico. Dos ojos, oscuros y fijos, asomaron por el hueco. Recorrieron de arriba a abajo, primero, a la Yotsuki, y al Uchiha después. Se mantuvieron fijos, como dos carbones apagados, en la falsa apariencia de Datsue...
—Por las tetas de Amaterasu...
Pese al grosor de la puerta, ambos gennin pudieron escuchar con total claridad la maldición que masculló el portero. El visor se cerró bruscamente, y al sordo golpetazo de la placa volviendo a su lugar, le acompañaron crujidos y chirridos de bisagras. Momentos después, la puerta estaba abierta de par en par, y un tipo extremadamente grande les indicaba que pasaran.
—Adentro.
Anzu obedeció casi de forma automática, intentando aparentar seguridad. La puerta daba a una pequeña salita, una suerte de recibidor, cuyo mobiliario lo componían únicamente una mesa de madera vieja, con un par de botellas de cerveza de arroz y un dango a medio comer, y una silla que debía servir de asiento al gigantesco guardián. Debido a su tamaño, no era difícil suponer que tenía que sentarse en la silla para poner mirar correctamente a través del visor.
El gorila les indicó que continuaran por una puerta, metálica también, al otro lado de la habitación. Anzu no dudó un instante, y nada más abrirla, le llegó el característico olor dulzón del omoide refinado. Casi se mareó en aquel preciso momento, sólo del aroma. La puerta daba a un estrecho pasillo, y éste, a la sala principal del local.
La estancia estaba casi en penumbra; iluminada sólo por lámparas de tonos azules que colgaban del techo, emitiendo una cantidad curiosamente escasa de luz. Era bastante amplia, con mesas, sillas y sofás por aquí y por allá, distribuidos de forma aparentemente caótica. Franqueaban la estancia dos barras de madera, idénticas en aspecto y disposición, tras las cuales había un camarero idéntico a su homónimo. ¿Gemelos? Si no lo son, poco les falta. No había mucha gente en la barra, sino que el grueso de los clientes se ubicaba en la zona de sofás, recostados en diversas formas. Algunos parecían simplemente un poco idos, mientras que otros tenían los ojos en blanco y sólo de vez en cuando algún espasmo involuntario delataba que estaban vivos. En las mesitas bajas, por todo el local, no era raro ver cuencos de cristal, pequeños en tamaño, que contenían una sustancia viscosa y azul. Junto al cuenco, una cucharilla de plata más pequeña de lo normal.
Sin embargo, el detalle más curioso era, sin duda, el último en percibirse. A la kunoichi le llevó unos instantes darse cuenta de que al fondo de la sala, en un hueco entre un par de mesas y más sillas, un grupo de música tocaba una melodía suave, muy relajante, casi monocorde. Era un sonido sutil y muy fino, que se te metía en la cabeza sin que te dieses cuenta.
—Este sitio me da un mal rollo... —susurró Anzu a su compañero—. ¿Y ahora qué?