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En un punto alejado de todo, casi en uno de esos lugares que uno suele referirse como el fin del mundo, un pueblo se encontraba asentado desde hacía mucho tiempo. No era un lugar particularmente interesante para visitar, por lo que su valor turístico era igual a uno por debajo de cero. El pueblo tendría que pagarte para que lo visites.
Aquel abatido lugar parecía apostar su supervivencia al comercio marítimo, evidenciado en un tímido puerto con un faro en la punta, esperando la visita de cualquiera. La mayoría de las edificaciones se encontraban apostadas a los lados de un camino central, camino que comenzaba en el puerto y terminaba rodeando una elevación natural. Dicha elevación era coronada con los restos de lo que parecía ser una vieja mansión de algún acaudalado local que con dos dedos de frente se movió a una mejor cota para vivir una vida más estable. Desde entonces, pocos lugares destacaban en el paisaje de ese pueblo.
Si uno llegaba a continuar por aquel viejo camino empedrado, terminaría encontrándose con un bosque que terminaba perdiéndose entre las montañas, siguiendo más allá el destino era incierto, perderse era fácil. Se podía terminar en la cordillera o bien entrar a Tsuchi-no-kuni. Nadie se adentraba demasiado de todas formas, algún leñador queriendo evitar levantar el hacha buscando ramas caídas y secas.
Algunas chozas venidas abajo se podían apreciar en las cercanías del bosque, prácticamente devoradas por la nieve de alguna tormenta. Advirtiendo de las consecuencias de no estar preparado para las inclemencias del clima.
La noche caía rápido en aquel lugar. El ocaso, lejos de ser una escena romántica para la gente de allí, era una señal para dejar todo y buscar refugio de las bajas temperaturas.
Manase Mogura había viajado un día entero desde el lejano pueblo de Yukio, no se suponía que fuese más lejos de eso si valoraba su vida. Pero era un shinobi, un shinobi con una misión. La noche comenzaba a caer sobre él y eso le preocupaba, copos de nieve comenzaba a agruparse sobre su abrigo cada vez con mayor velocidad. Una tormenta de nieve se acercaba.
Su paso se apresuró cada vez más al ver las luces de un edificio en la lejanía.
«Yamahata.»
Pensó y su espíritu recuperó la fuerza para seguir su camino. Estaba cansado por el viaje y necesitaba algo caliente no morir de frío.
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Como era de esperar, el regalo de cumpleaños que el abuelo le había dado no tardó en requerir de su pago. Etsu había de viajar hasta el fin del mundo casi, el sitio casi ni salía en los planos o cartas náuticas. Yamahata, una ciudad costera de las tierras nevadas del norte.
Por un lado, ver esas tierras tenía que ser algo glorioso, jamás había visto la nieve, y mucho menos nevar. El sitio no era muy conocido, pero seguro que la gente era hospitalaria y el lugar muy risueño. No cabía otra manera de ver el sitio, aunque fuese a visitarlo tan solo para hacer un recado del abuelo. Por contra, era mucho tiempo que iba a perder de entranamiento, y aunque el rastas podía hacer de cualquier actividad un nuevo entrenamiento, eran clases del dojo que estaba perdiendo. Si seguía así la cosa, seguro que dejaba de ser el alumno número uno del Tekken.
Sin embargo, por mas que quisiera, el deber es el deber. Como su abuelo siempre decía —las pocas veces que le dirigía la palabra— todo por la familia, el apellido es lo primero.
Todo estaba organizado, tenía una caja de madera del tamaño de una funda de guitarra, la cuál era el objetivo a entregar al señor Fushoda en Yamahata. Tenía un boleto para viajar en una pequeña embarcación hasta allí, y tomaría la misma desde la costa norte del país del bosque. Tenía una mochila azul de un tamaño no demasiado desmesurado, donde tenía algunas provisiones. Tenía a su fiel compañero, Akane. Por supuesto, tenía su nueva pertenencia, esa espada de color dorado que bien podía ser oro. Lo tenía todo.
Sin demora, viajó hasta el lugar acordado para tomar el pequeño ferry, y desde allí tomó mar hasta llegar a una ciudad costera. La noche ya comenzaba a caer para cuando llegaron, o el atardecer... todo estaba oscuro, todo salvo unas partículas raras que caían del cielo.
—Ostras... ésto es... —tomó una de éstas pequeñas esferas color blanco, y ésta se deshizo rápidamente en sus manos, fría como un bocado a un helado —¿Warauf? —preguntó Akane, extrañado también.
Si, así era, lo que estaba cayendo del cielo era nieve.
Como niños que despiertan a las 5 de la madrugada el día de abrir los regalos en navidad, los ojos le brillaron a ambos. Sin duda alguna, el espectáculo era precioso. Entre tanta oscuridad, y casas de colores tan fúnebres, el color blanco comenzaba a decorarlo todo.
Entre tanto, el pequeño ferry ya casi había atracado en el puerto.
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La humilde embarcación del shinobi de Kusagakure habría tocado puerto finalmente, aunque no podía darse el lujo de hacer turismo por las calles del pueblo, al menos tenía la chance de experimentar por primera vez en su vida el tacto de los fríos copos de nieve en su piel.
Los responsables del manejo de la nave no dedicarían tanto tiempo de sus vidas en apreciar algo que ya estaban acostumbrados y hasta hartos de ver, por lo que se apresurarían a buscar refugio de la tormenta que parecía acercarse ni bien amarrasen de manera segura la embarcación.
Etsu y Akane podrían apreciar que a medida que la luz comenzaba a no ser mas que un recuerdo de la escena y la única iluminación proviniese de las ventanas de un par de edificios a lo lejos, de igual manera, sentirían que la cantidad de copos de nieve iba aumentando en número y en velocidad. A menos que la dupla estuviese acostumbrada a esas temperaturas incluso podrían llegar a sentir la fría brisa de la noche de Arashi-no-kuni un poco incomoda. A lo mejor sería una buena idea apreciar la nieve en la mañana.
Mogura, ubicado prácticamente en el polo opuesto a Etsu, se apresuró hasta las calles del pueblo, no tenía intenciones de estar fuera para cuando la tormenta estuviese encima de Yamahata. Probablemente no duraría demasiado pero sería peligroso de igual manera.
El contraste con su aldea era tan grande como Onindo mismo, mientras que los rascacielos y luces de neón eran la postal de Amegakure, las casas de los pueblerinos y sus talleres completamente cerrados eran la de aquel lugar. El lugar no estaba muy lejos de parecer abandonado, de no ser claro, por dos edificios, uno en cada punta de la calle principal.
Sin intenciones de demorar más de lo necesario, el médico apresuró su paso hasta el portal de ingreso.
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Bajo la mirada de un creciente infinito azabache, apenas afectado por el blanco de la nevada, el ferry donde se hallaban tanto el Inuzuka como su can llegó al fin a puerto. Atracó sin problema alguno, aunque las prisas y las malas maneras comenzaron a ser prioritarias. Algo raro pasaba, era como si todos buscasen bajar lo antes posible, asustados de algo.
«Que raro...»
Pero el chico no tardó en encontrar algo de lógica a lo que sucedía. Los bellos y delicados copitos de nieve cada vez eran un poquito mas gruesos, a cada segundo eran mas rápidos cayendo, y por su puesto caían con cada vez mas brusquedad. Casi se podían notar sobre la piel, aunque no tanto sobre la ropa. Quizás con un poco mas de tiempo no corriesen esa misma suerte.
El chico miró a su hermano, y las palabras sobraron.
Sin demora, bajaron del barco. El Inuzuka llevaba encima el paquete que había de entregar al tipo que había de estar en alguna parte de la pequeña aldea. Pero buscar a éste hombre quizás podía demorarles demasiado, tanto que la tormenta que se avecinaba les cayese encima. No era una de las mejores opciones, y siendo un poquito lógico, la omitió de entre sus planes. Se encaminó hacia el centro del lugar, donde buscaría rápidamente alguna posada u hostal en el que pudiese quedarse, al menos hasta que la tormenta amainase. No era cuestión de jugársela sin motivo.
Total, tarde o temprano ya le daría el encargo a su dueño. Seguro que éste estaría en casa a orillas de su chimenea.
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Teniendo la sensatez de no esperar a que la tormenta de nieve estuviese sobre él para hacer algo al respecto, el shinobi de Kusagakure se aventuró hacia las calles del pueblo. Su intención no sería otra que la de encontrar un lugar para pasar esas posibles horas que duraría la fuerte ventisca.
La dupla se comenzaría a encaminar pueblo adentro, notarían rápidamente que el posible rastro que habrían dejado sus compañeros de viaje habría comenzado a quedar oculto por la creciente cantidad de copos de nieve que estaban pintando las empedradas calles poco a poco.
Sin embargo, en un punto verían la silueta de un individuo que se acercaba hacía un edificio que dejaba escapar luz a través de sus ventanas. El individuo en cuestión no pensaría dos veces en adentrarse hacía el interior del lugar.
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31/07/2018, 14:07
(Última modificación: 31/07/2018, 14:08 por Inuzuka Etsu.)
Como un fantasma en mitad de un castillo encantado, el Inuzuka se dejó guiar por el camino de la luz. Las luces escaseaban, por lo que seguirla no era tarea complicada. Allá donde hay luces, hay gente, o broncas... siempre hay tiempo para todo. Fuese como fuese, si había gente, habría también muros para defenderlos de la ventisca. Sendos Inuzukas continuaron la marcha, lenta y dura, que a cada segundo se complicaba más y más.
Una silueta dejó ver una incandescente luz, y su penumbra atravesó el umbral hacia el interior del edificio. Etsu señaló el camino, el más que evidente camino. Miró a Akane, y sonrió.
—Vamos, seguro que allí encontramos algo de comer y beber. Cuando termine la tormenta podremos salir a entrenar un poco, y luego entregar el recado del abuelo.
Akane miró a su hermano de otra madre —¡Ababaur!
Si, estaba de acuerdo, en todo menos en lo de entrenar. El rastas llevó la mirada con los ojos entrecerrados, el entrenamiento era lo más importante. Por mucho que le costase ponerse, debía hacerlo, todo fuese por convertirse en el mejor shinobi.
—Bueno, ya veremos —sentenció, sin ánimos de iniciar otra disputa.
Akane dejó caer un suspiro, tan claro que apenas hacía falta hablar como un can para entenderlo. Sin mediar mas palabras, el dúo avanzó hasta la puerta que hacía unos minutos se había abierto.
¿Sería una taberna o algo similar?
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