El primer día de viaje fue asumible. Hacía calor, sí, pero Daigo estaba lleno de energía y el viento le dio tregua. Además, gracias a seguir el curso del río, siempre podía refrescarse de cuando en cuando. Y rellenar su cantimplora.

A la noche, la suerte pareció estar todavía más a su favor. Se topó con un pueblo bastante nutrido y con posada. Pudo cenar caliente, y dormir en un colchón mullido, con la chimenea funcionando buena parte de la noche. Oh, porque sí. Pese a que por el día hacía unas temperaturas demencialmente altas, a la noche, todo cambiaba. Un frío seco pero helado se apoderaba de todo el país. Un resfriado era lo menos que podías coger si se dormía fuera sin estar preparado.

Pero, como decimos, ese no fue el caso de Daigo. Se despertó con las primeras luces del sol, listo para emprender de nuevo el viaje. Aunque siempre podía quedarse un poco más, si así lo prefería.




Vuelve a tirar 3d10 para el siguiente tramo, esta vez con dificultad 6

¡Menuda suerte estaba teniendo! Apenas había comenzado el viaje y el desierto le parecía hasta sencillo de atravesar. Hacía calor, sí, pero no el suficiente para detenerlo. ¡Además tenía agua!

Por la noche pudo comer y beber sin problemas, también pudo dormir, pero no en el frío desierto, no señor, sino en un cómodo colchón protegido de la fría noche.

Quizá habían exagerado, quizá el desierto no era tan complicado como le dijeron.

Fuera como fuera, despertado por las primeras luces del sol, el chico tomó y empezó su segundo día de viaje.

Paso a paso, el chico se sentía cada vez un paso más cerca.

Tirada 3d10 de Resistencia de Daigo, dificultad 6: 3, 3, 1

Y quizá fue esa suerte, lo bien que rodaban las cosas, lo que le hizo bajar la guardia. Confiarse, y olvidarse de lo que Kenzou le había avisado: jamás, jamás subestimar al desierto.

Llevaba tres horas de viaje, cuando de pronto empezó a encontrarse mal. El sol, el calor… Creyó poder vencerle. A base de tenacidad, de fuerza de voluntad. Pero su cuerpo dijo: basta. Empezó con un dolor palpitante de cabeza. La vista se le nublaba. No sudaba, lo cual era raro, pero su piel ardía. Tanto, que hasta empezó a sentirse algo mareado.

Al frente, desierto.

A la espalda, desierto. Y tres horas de viaje aseguradas para volver al poblado.

Nadie a quien acudir en las cercanías, nada bajo lo que cobijarse. Solo el río, y nada más en el horizonte.

¿Qué haría Tsukiyama Daigo?

«Hoy hace tanto calor... ¿cómo puede haber gente que vive en el desierto?»

Subestimando el desierto, el inexperto genin continuó hacia adelante durante tres largas horas. Primero fue un feo dolor de cabeza, luego la vista se le empezó a nublar y no sudaba nada.

Él chico no era médico, pero sabía que eso debía ser malo.

El chico miró hacia atrás. El pueblo estaba muy lejos y no podía retrasarse más en su viaje, pero no podía continuar así.

«Quizá deba descansar. A este paso me acabaré desmayando»

El chico se acercó al río, deteniéndose cerca suyo y agachándose con cuidado para echarse agua en la cara y en su capucha. Quizá mojándola conseguiría combatir las altas temperaturas.

Quizá.

Tsukiyama Daigo se acercó al río a mojarse la cabeza. Una buena idea. Cuando uno sentía los primeros síntomas de un golpe de calor, lo mejor era tratar de rebajar la temperatura corporal cuanto antes. ¿Y qué mejor sitio que el Río de Oro para hacerlo?

El agua, fresca, bajó por la superficie de su cuello. Su pelo se empapó, como así también la capucha. Una idea fantástica, sin duda, la que había tenido. Solo había un problema. Un pequeñísimo contratiempo. Daigo…

… no estaba solo.




Daigo lo vio en el último segundo. Justo cuando se volvía a agachar, ahuecando las manos para coger un poco más de agua de la superficie. Estaba frente a él, y no lo había visto hasta a aquel jodido momento: cuando estaba a dos metros y a punto de abalanzarse sobre él.

¿Quién? Un maldito cocodrilo. De casi cinco metros de largo y que, con una velocidad asombrosa, saltó hacia él con las fauces abiertas, listo para rebanarle un brazo o lo primero que cogiese por delante.

—¡La ostia!

De un salto, el chico se alejó del reptil recogiendo su brazo para no perderlo.

Y es que si no lo hubiera hecho probablemente se lo habría arrancado de una, ¡porque eran casi cinco metros de cocodrilo! Encluso con todo ese tamaño el animal todavía presentaba una velocidad impresionante.

—Tenía que ser justo ahora... —se quejó.

Alzando su guardia clásica de boxeador. El joven genin entrecerró los ojos intentando concentrar su nublosa mirada en su agresor.

A Daigo no le dio tiempo ni a quejarse. Si pensaba que el cocodrilo se quedaría parado tras morder aire en su primer intento, estaba muy equivocado. Aprovechando la inercia que llevaba, siguió embistiendo al kusajin con las fauces abiertas listo para morderle las piernas, el torso, o lo primero que pillase por delante.



Datos Cocodrilo:

PV: –

Daño por Mordisco: 45PV, + hemorragia de 5PV por 3 turnos, a no ser que se disponga de medios para detenerla

El cocodrilo goza de 40 de Agilidad dentro del agua.

El chico chasqueó la lengua, algo irritado por la insistente ofensiva del cocodrilo, que lo obligaba a continuar retirándose, pero esta vez ya habiéndose recuperado de la sorpresa inicial, pudo intentarlo de una forma más controlada. Más entrenada.

El chico intentó apartarse rápidamente hacia su derecha mientras giraba el cuerpo hacia su izquierda, evitando darle la espalda al animal.

Su mano derecha simuló la forma de una katana con los dedos índice y corazón, preparada para inmediatamente después ser lanzada en un arco descendente, creando una poderosa ráfaga de viento cortante que buscaba impactar en el lomo del reptil.

Daigo evitó justo a tiempo ser devorado por el animal apartándose a la derecha. Su mano, entonces, brilló con el Ninjutsu que estaba preparando. Pero justo cuando iba a lanzarlo…


… recibió un coletazo en las piernas que lo tiró al suelo. Los cocodrilos no solo eran peligrosos por sus dientes, sino porque se movían con una agilidad asombrosa dentro del agua y eran capaces de usar su gigantesca cola para derribar a sus presas.

La adrenalina recorrió las venas del kusajin en un claro instinto de supervivencia, que mitigó y dejó en un discreto segundo plano los síntomas del golpe de calor. Al menos, por unos minutos.

¿Qué hará ahora Tsukiyama Daigo? Tenía que actuar, y tenía que actuar rápido.




Datos Cocodrilo:
PV: –

Daño por Coletazo: 25 PV

El cocodrilo goza de 40 de Agilidad dentro del agua.

La ofensiva del peliverde fue detenida por los agudos reflejos del animal, quien lo hizo besar la ardiente arena de un potente coletazo.

Tenía que levantarse. Rápido.

Impulsado por la adrenalina, el chico formó un sello manual con su diestra mientras se empujaba a sí mismo lejos de la arena y de aquel endemoniado animal. Por supuesto con eso no llegaría muy lejos. No sin un poco de ayuda.

El chico sopló al suelo frente suyo, desviando la trayectoria de su corto salto hacia atrás. Aterrizando todo lo lejos que pudo del cocodrilo.

Formó otros tres sellos manuales y nuevamente llenó sus pulmones del molesto y seco viento del desierto.

Y sopló.

«¡FŪTON: DAITOPPA!»

Daigo actuó, y actuó rápido y bien. Conciso, elegante, y eficiente, cualidades que todo kusajin de bien tenía. La Brisa Ligera le ayudó a evitar besar la orilla y perderse ese mordisco que el cocodrilo tenía preparado; y cuando la brisa se convirtió en viento, la ráfaga impactó de lleno en el cocodrilo, que salió volando varios metros hacia atrás.

El animal se revolvió en el agua, dolorido o furioso, pero no tardó en alejarse de allí. Al contrario que los humanos, los animales raramente buscaban luchar hasta la muerte por una mera presa. Y Daigo resultaba tener un pequeño tigre en su interior.

La adrenalina pasó su efecto, y con ello, el repentino bajón. El estómago le dio un vuelco, los síntomas por el golpe de calor volvieron y acentuados, y no fue más de cuestión de segundos que Daigo se encontró a sí mismo echando el desayuno por la boca.

El segundo día estaba resultando ser un poquillo más difícil que el primero.

—¡Sí, eso es, huye! —le gritó al animal, jubiloso al verlo escapar.

Se sentía como un campeón, como un dios, como si pudiera con cualquier cosa que le lanzara el desierto.

Pero esta vez no era cuestión de lo que le lanzaría el desierto a él, sino de lo que él le lanzaría al desierto, y no fue otra cosa sino su desayuno de esta mañana. Todo.

«Voy a morir...»

Daigo rebuscó en su mochila por su cantimplora. Necesitaba volver a hidratarse. Necesitaba agua.

Tras el susto —un susto casi mortal—, Daigo trató de recomponerse hidratándose algo. Era una suerte para él, haber escogido aquel camino. Gracias a que seguía el curso del río, no tenía que preocuparse de racionar el agua.

Bebió, descansó y rebajó esa temperatura corporal. Pasada por lo menos media hora, el kusajin se encontró con la energía suficiente como para retomar el viaje. El resto del camino fue tranquilo, en comparación. Demasiado tranquilo incluso. Tan tranquilo que cuando el sol empezaba a ponerse en el horizonte…

… él seguía sin encontrar un condenado pueblo. Dos horas atrás, había cruzado una pequeña aldea de no más de seis casas. Tan pequeña que ni siquiera tenían posada. Quizá podía dar marcha atrás, con un poco de prisa le daría tiempo de llegar antes de que oscureciese por completo. O, seguir adelante, con la esperanza de encontrar algo.

De lo contrario, no le quedaría más remedio que acampar fuera.

El sol empezaba a ponerse y el chico seguía sin encontrar un alma más allá de la pequeña aldea que encontró un par de horas más atrás.

El chico tomó la sudadera que había guardado en su mochila y se vistió con ella, volviendo a colocarse la capa sobre esta justo después.

Esperaba que con aquello fuese para no pasar mucho frío mientras caminaba, porque definitivamente iba a continuar caminando hasta encontrar algo.

«No puedo retrasarme más. Debo seguir adelante».

Daigo caminó. Caminó y caminó hasta que el sol desapareció del firmamento y la noche se instauró en el desierto. Las temperaturas cayeron muy deprisa, llegando hasta los menos diez grados. Un frío seco que se colaba hasta la médula del hueso y te hacía tiritar de arriba abajo.

Mirase a donde mirase, tan solo había dunas, dunas y más dunas. Ni rastro de un pueblo. Ni rastro de civilización. Tan solo un par de palmeras datileras a no más de cincuenta metros, no muy lejos del río.