Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Tirada 3d10 de Resistencia de Daigo, dificultad 7: 9, 6, 4
Por los pelos. Si hubiese tardado medio segundo más en oír la montaña de arena desmoronándose, medio segundo más en alzar los ojos, y medio segundo más en reaccionar, ahora, estaría sepultado por las entrañas de Shukaku.
El Sunshin le libró justo a tiempo de una muerte más que probable, y la tormenta y el viento provocó que cayese rodando al final de la técnica, aterrizando a pocos metros del río. No muy lejos, una palmera no muy grande resistía el envite de Fuujin.
Estaba solo, desamparado y la tormenta no tenía pinta de que fuese a amainar pronto. ¿Qué iba a hacer?
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado
Grupo 0: Datsue y Uchiha Raito, (Bienvenida, 221), Poder 100 e Inteligencia 80
Grupo 1: Datsue y Reiji, (Ascua, 220), Poder 80 e Inteligencia 80
Grupo 2: Datsue y Aiko, (Entretiempo, 220), Poder 100 e Inteligencia 80
Grupo 5: Datsue y Uzumaki Kaia, (Bienvenida, 221), Poder 100 e Inteligencia 80
El chico corrió y cayó y rodó hasta aterrizar cerca del río que le había servido de guía durante todo el viaje. Ahora estaba tirado en el suelo sufriendo las consecuencias de usar una técnica tan extenuante como el sunshin, sí, pero al menos estaba a salvo.
O todo lo a salvo que podía estar en medio de una gran tormenta de arena.
«¿Cuánto durará esto? ¿Cuándo terminará?» No muy pronto, por lo que parecía.
Estaba solo y desamparado y lo único que tenía para hacerle compañía era una palmera tan solitaria como él.
Desesperado, el chico empezó a gatear hacia ella para resguardarse del viento. Tenía que llegar. Tenía que llegar y apoyar su espalda en ella y hacerse bolita y calmarse y pensar.
Y pensaba ¿Qué podía hacer? ¿Acaso podía girarse y volver. Caminar en medio de la tormenta hasta llegar al pueblo ahora que estaba tan metido en ella?
No. Daigo insistió una vez y cerró los ojos, abrazando su mochila para taparse el rostro y aguantar.
¡Muchas gracias a Nao por el sensual avatar y a Ranko por la pedazo de firma!
Aguantó, aguantó y aguantó. Tanto, que para cuando terminó estaba exhausto. Bajó del árbol y notó que la caída había sido especialmente corta. Pronto se dio cuenta del porqué: el árbol había sido engullido hasta la mitad del tronco por la arena.
Apenas pudo aprovechar el resto del día. Para empeorarlo todo, tuvo que quedarse de nuevo durmiendo a la intemperie.
El día siguiente resultó agotador para él. El tiempo —el viento, más bien—, le dio algo de tregua. Pero caminar sobre aquellas arenas cansaba, y el sol abrasador que pegaba directamente sobre su cabeza, todavía más.
Tirada 3d10 de Resistencia de Daigo, dificultad 6: 6, 6, 1
Por suerte, consiguió llegar hasta el siguiente poblado, donde pudo descansar debidamente y reponer algo de fuerzas.
Tirada 3d10 de Resistencia de Daigo, dificultad 6: 8, 8, 4
El día siguiente no mejoró en absoluto. No hubo tormentas de arena, ni cocodrilos acechantes para rebanarle un brazo cuando menos se lo esperase, pero tantos días bajo el mismo sol empezaba a pasarle factura. Los labios se le secaban por mucho que bebiese; la piel le ardía por mucho que se refrescase, y los pies se le habían llenado de ampollas por el calor y la fricción.
A fuerza de pura voluntad, llegó hasta un pueblo bastante más grande que el resto, donde pudo alojarse en una buena posada. Sin embargo, al día siguiente…
Tirada 3d10 de Resistencia de Daigo, dificultad 7: 1, 2, 6
…su cuerpo dijo basta. Sudaba por la fiebre y se encontraba débil, sin fuerzas para nada. Las extremas temperaturas finalmente habían hecho mella en él. Kenzou había estado en lo correcto: definitivamente el desierto era el peor enemigo al que se enfrentaría en aquella misión.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Tomarse un día de descanso —al seguir el curso del Río de Oro, ya había desperdiciado varios—? ¿O seguir al frente al riesgo de las consecuencias?
Actualmente Daigo cuenta con una penalización de -10 a todos sus Atributos por la fiebre
(7/9 tramos superados)
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Hace un par de días, el chico habría ignorado su situación. Habría seguido hacia adelante sin pensárselo dos veces fruto de su inexperiencia viajando en climas tan extremos.
Pero esta vez Daigo se lo pensó dos veces. ¿Valía la pena seguir avanzando en su estado a cambio de ahorrarse un día de descanso?
No, no la valía.
«Kenzou-sama me dijo que no subestimara el desierto. Debería descansar un poco».
Y aún así, luego de pensarlo, decidió continuar.
«Pero también dijo que necesitaba de mi tenacidad. Esta misión es especialmente importante».
Convencido, el chico se acercó al río como había hecho varios días atrás para refrescarse y mojar su capucha, claro, no sin antes comprobar que no tenía otro peligroso acompañante esperándolo.
Luego continuó con su viaje bajando un poco el ritmo y repitiendo el proceso de refrescarse e hidratarse cada poco tiempo. Estaba débil y no podía forzar la maquinaria, pero tampoco detenerla.
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9/10/2019, 00:48 (Última modificación: 9/10/2019, 00:52 por Uchiha Datsue. Editado 1 vez en total.)
Tener coraje y decisión estaba bien. Saber sobreponerte a las adversidades, también. Eran valores fundamentales que todo ninja —no, que toda persona— deberían tener. Pero había que saber reconocer cuando parar. Los extremos solían ser malos. A veces, era bueno conocer tus limitaciones. Y aceptarlas. Por el bien de uno.
Daigo desoyó su cuerpo, buscando llegar cuanto antes a su destino. Craso error. Por algo había un dicho que rezaba: vísteme despacio que tengo prisa. ¿Enfermo, y tirándose de cabeza al desierto con aquellas temperaturas extremas? El kusajin acababa de lanzarse al Yomi de cabeza…
… e Izanami lo recibió con los brazos abiertos. Amaterasu, en lo alto, era un ojo abierto que no despegaba la mirada de él ni por un segundo. Oh, y fueron muchos segundos. Demasiados. El horizonte se ondulaba; la arena brillaba, roja, como si estuviese en ascuas; y el cielo estaba dibujado de un curioso color púrpura.
¿Púrpura?
Sí, púrpura. Y había nubes, ¡muchas! Sabían a algodón de azúcar. Daigo lo sabía porque las estaba comiendo. ¿Cómo? ¡Muy fácil, a bocados! Simplemente flotaba hasta ellas y le hincaba el diente a las que mejor pinta tenían. Cómo consiguió volar era otro tema. Su cerebro trató de buscarle una explicación, pero se sentía tan bien allí arriba, tan libre, que se rindió a los pocos segundos. ¿Qué más daba? ¡Lo importante era que podía hacerlo! Y aquellas cosas eran como cuando montas en bicicleta: una vez aprendes, nunca lo olvidas.
O eso creía, hasta que empezó a caer en picado.
—Daigo… ¡Daigo! —oyó desde abajo. Desde arriba. Desde todas partes—. Pero vamos a ver, chico. ¿No te dije que tuvieses cuidado con el desierto? ¿No te avisé que no lo subestimases? ¡Mírate ahora!
Ahora estaba… Estaba… Estaba sumergido en la arena. Ya no volaba, ya no cruzaba el cielo como un pirata sobre el mar. Tenía todo el cuerpo enterrado y solo la cabeza afuera. La arena le oprimía. Le abrasaba.
Kenzou le dio una de sus collejas, y aunque Daigo no logró abrir los ojos para verle, de alguna manera, sintió que era él. Las collejas de Kenzou-sama eran demasiado características.
—¿Y ahora qué vamos a hacer?
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El joven no lo entendía. No entendía nada de lo que estaba sucediendo. ¿Se suponía que el cielo debía verse de ese color? Y la arena estaba... ¿ardiendo?
¿Pero qué más daba cuando estaba volando como un pájaro? Comiéndose las nubes de tres en tres, ¡y estaba deliciosas! Tenía tanta hambre, pero se encontraba tan bien...
¿Que cómo había conseguido llegar tan alto? No se lo pregunten demasiado, que Tsukiyama Daigo tampoco lo hizo. Simplemente dejó de pensar en ello en cuanto se dio cuenta de que podía hacerlo.
En la Kusagakure iban a flipar todos en cuanto descubrieran que podía volar, ¿eh?
No, probablemente no.
De todos modos, aquello no le duró demasiado al peliverde, quien pronto se vio cayendo y gritando sin poder detenerse.
Hasta que finalmente cayó y calló porque ahora escuchaba la voz de su admirado Kage regañándole.
—Lo siento, Kenzou-sama, sabía que confiaba en mí y me confié...
Apenado, el chico se encontraba apresado tanto por la arena como por la vergüenza que sentía.
Kenzou se lo confirmó, o así lo creía él, con uno de sus característicos callejones.
—¿Y ahora qué vamos a hacer?
Si pudiera abrir los ojos y mover su cabeza ahora mismo la tendría agachada, evitando su mirada como un niño que sabía que había decepcionado.
—Yo.... —no sabía qué decir. Se le atragantaban las palabras—, po-por favor a...yúdeme a continuar... no puedo hacerlo solo...
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Por una vez, Daigo intuyó que la sonrisa de Kenzou desapareció de su rostro.
—Esto ya no hay quien lo arregle, chico.
Estaba muerto. Muerto... ¡Muerto!
—Pero a ver, ¿a qué viene tanto dramatismo? —Una voz color turquesa llegó hasta Daigo subido de un arcoíris del mismo color con tintes dorados—. Mira a tu alrededor. Un paisaje precioso, lleno de algodones de azúcar, ríos de miel y oro en polvo. ¿Qué más queréis?
—El problema es que Daigo ha sido un irresponsable —rebatió la voz de Kenzou.
Dos luceros dorados atravesaron la sien del kusajin.
—Ah… Pero, a veces… A veces hay que ser un irresponsable para poder ser responsable. ¿Recuerdas, Daigo? ¿Recuerdas...?
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Daigo no necesitó verlo. La sonrisa de Kenzou desapareció, pero lo que decía no podía ser verdad, ¿no? Kenzou podía sacarlo sacarlo de esta, si no, ¿qué sería de él?
¿O acaso ya estaba...?
Una voz con color y forma llegó hasta el peliverde, restándole importancia al asunto.
«Yubiwa...»
Daigo se había dicho hace tiempo que debía hacerse fuerte para ser quien atrapara a ese traidor, pero ahora, incluso si tuviera la capacidad de hacerlo, el poder.
No podría, pues en lo que eran sus últimos momentos, era él quien lo acompañaba en sus últimos momentos junto al hombre a quien más admiraba.
Y por eso le estaba infinitamente agradecido.
Y una vez más le ofreció el mismo consejo que le dio a Daigo cuando se sintió perdido.
—Sí, sí recuerdo... —dijo con tristeza.
Y justo eso era lo que había hecho. Con todo lo responsable que pretendía ser acabó actuando irresponsablemente.
¿Acaso había hecho mal? El inexperto genin no lo creía. A pesar de su situación estaba convencido de que su único error había sido dejarse morir en el intento.
—¡Yubiwa-sensei! —intentó llamar su atención como lo solía hacer—. ¡Yo no quiero nubes de azúcar, ni oro, ni paisajes hermosos, ni ríos de miel!
»Quieri salir de aquí... —rogó—. Quiero volver...
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—Entonces, ¿a qué esperas? Simplemente vuelve. Tienes mucho trabajo que hacer —le recordó—. Como por ejemplo… —sonrió—. ¡Atraparme!
Fue entonces cuando sus párpados, pesados como dos montañas, pudieron abrirse un poco. El mundo volvió a abrirse para él, y ahí, entre la dorada arena, una figura felina se erguía. Veía sus ojos clavados en los suyos, y sus colmillos eran tan grandes que rozaban con la arena mientras avanzaba, creando surcos a su paso.
—¿Ya ha despertado? ¡Ya era hora! —Kumopansa colgaba de su cabeza atado a una telaraña—. Bien, colega, esta es la situación: estás jodido.
—Muy jodido —aseveró Yubiwa, todavía de su lado.
—¡Exageráis! ¡Esos colmillos parecen de plástico!
—No todos tenemos tu piel, Kenzou. Lo serán para ti. —Yubiwa miró a Daigo, muy serio—. Mira, chico. La has cagado, y mucho, y ahora me doy cuenta de tu error. Mira… ¡¡¡Mira!!! —¿Al felino que se le aproximaba? ¿No? Yubiwa quería que contemplase el río que tenía al lado—. ¿Es que no te das cuenta, chico? Estás…
»¡Estás en la puta ribera equivocada! ¡Cruza el charco antes de que sea demasiado tarde!
—¡Estás loco, Yubiwa! ¡Ahora me doy cuenta! ¡Daigo, ni caso! ¡No puedes darle la espalda a un felino! Eso sería provocarle. Los felinos atacan por instinto cuando una presa les da la espalda. Tú… Tú mantenle la mirada. Retrocede poco a poco, paso a paso, ¡pero sin dejar de mirarle!
—¿¿¡Es que estáis gilipollas, o qué!?? —Kumopansa le dio una bofetada a Daigo para captar su atención—. A ver, pelomoco, tú haz caso a Kumopansa, que de estas cosas entiende. Tú levántate. ¡Hazte grande! Y avanzas hacia él con paso decidido. No muy rápido, tampoco, no te me emociones. Y gritas. ¡Gritas mucho! Grrroaaarrrr —A Kumopansa el intento de gruñido se le quedó en eso: en intento—. ¡Que sepa que no le tienes miedo! ¡Que tú también eres un depredador! ¡Vamos, capullo, no esperes más!
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Sí, tenía que volver. Tenía muchas cosas que hacer y podía hacerlo sólo. Simplemente tenía que hacerlo.
El chico pudo abrir los ojos un poco y lo hizo solo, aunque no estaba exactamente sólo.
En lo primero que se fijó fue en el felino que tenía frente suyo. Uno con los colmillos tan grandes que se arrastraban en la arena.
Luego, Kumopansa, Yubiwa y Kenzou le recordaban lo realmente jodido que estaba, y es que no solo tenía al enorme animal frente suyo... ¡sino que además estaba en la puta ribera equivocada.
Yubiwa le recomendaba huir lo más rápido que pudo, pero Kenzou le decía que se alejara poco a poco, con cautela.
¿Qué podía hacer, qué podía hacer? El chico miró al uno y al otro mientras hablaban, sin saber quién tenía la razón.
¡PLAF!
Aunque Kenzou era bien conocido por su carisma natural, fue Kumopansa quien consiguió que Daigo dejase de dudar.
—Sí —respondió decidido, levantándose y devolviéndole la mirada al animal.
Le temblaban las piernas y tenía miedo. ¿Qué pasaría si no era lo suficientemente grande?
No, no podía temer. Él también era un depredador.
Dio un paso hacia adelante, dos, apretó los puños y plantó sus pies en la arena.
Y gritó. No. Rugió como el tigre que era.
GROOOAAAAAARRRR
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Y Daigo rugió. Rugió como el tigre que llevaba en su interior, tan fuerte y tan grave que el desierto entero tembló ante él. ¿O era que seguía con alucinaciones? Lo que sí pareció fue que el felino, asustado o no, se fue con el rabo entre las piernas.
—¡Hurra! ¡Hurra!
—¡Sabía que podía confiar en ti, Daigo!
—Pff… Aficionados. Bueno, yo me voy, que me necesitan en otro lado. —Kumopansa desapareció en una nube de humo.
—¿Lo has notado, verdad Daigo? —preguntó Yubiwa, indiferente a la desaparición del arácnido—. Ese, ese es tu propio poder. Tienes alma de tigre. Nunca lo olvides. Nunca… Nunca me olvides.
Una lágrima resbaló por el rostro siempre risueño de Yubiwa, cayó desde lo alto y se perdió en la inmensidad del río. Cuando Daigo quiso reaccionar, el antiguo jōnin de Kusagakure no Sato había desaparecido. Quizá para siempre.
—Has estado bien, Daigo. —Por alguna inexplicable razón, Kenzou se hallaba ahora tumbado en una hamaca, con un mojito entre las manos y unas gafas de sol puestas. Inclinó la cabeza hacia abajo para verle por encima de las gafas—. Pero tienes trabajo que hacer, ¿me oyes? Despierta…
…
—¡Despierta!
Una voz le sacó de un fuerte tirón de sus sueños. Supo que esta vez se encontraba en la realidad, porque todo era mucho más sucio. Menos bonito. Más… mucho más doloroso. Daigo sentía que le iba a estallar la cabeza. Sudaba, temblaba de frío pero sudaba. Alguien le había puesto un trapo húmedo en la cabeza, y estaba tumbado en una cama.
Estaba en una habitación, eso estaba claro. Pequeña, llena de polvo y sin mobiliario. A su lado, una mujer de ojos castaños, que rozaba la treintena, le miraba con rostro preocupado.
—Vamos, abre la boca. —Daigo notó que le acercaban un vaso a los labios—. Tienes que hidratarte.
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Daigo rugió tan fuerte que el desierto entero tembló. Un rugido victorioso que, aunque parecía imposible que perteneciera a un humano, definitivamente era el suyo.
Kumopansa se marchó y Yubiwa también tenía que hacer lo mismo, pero no sin antes dejarle una última lección al pequeño tigre.
Su propio poder. Eso era algo que Daigo llevaba buscando mucho tiempo y apenas ahora lo entendía. Su fuerza no estaba en sus puños, ni siquiera en su lengua, sino que se encontraba en su alma.
—Mi propio poder... no lo olvidaré, Yubiwa-sensei...
Pero antes de poder escuchar su despedida, Yubiwa ya se había marchado, no sin antes derramar una sola lágrima.
Daigo, por su parte ya había derramado un mar de ellas.
Pero no podía quedarse allí y Kenzou lo sabía. Debía despertar, dejar de ver a su Kage disfrutar de un mojito y volver al mundo real.
De un chillido, una mujer consiguió devolver al peliverde a la realidad.
¿Que cómo sabía que esta vez no estaba alucinando? Sencillo. Todo dolía, mucho, y se encontraba fatal.
Qué bonito que era estar de vuelta.
En cuanto aquella mujer se lo indicó, el chico abrió la boca y tragó, sabiendo que era lo mejor para él.
—Bue... nos días... —dijo y sonrió, maltrecho.
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Por un momento, la mujer le miró muy atenta y sorprendida, directamente a los ojos.
—Me… ¿Me ves? ¿Me hablas a mí? Oh, ¡por Fuujin! ¡Al fin! —exclamó, llena de júbilo—. ¡Llevas días delirando! ¡Me estabas volviendo loca solo para conseguir que tomases un poco de agua y caldo!
¿Días? Daigo solo recordaba que había caminado por lo que parecía una eternidad, que había volado entre las nubes y se había enfrentado a un tigre con la ayuda de Kumopansa, Kenzou y Yubiwa.
—¿Cómo te llamas, chico? ¿Y qué demonios te pasó?
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La mujer parecía verdaderamente feliz de verlo despierto por fin. Daigo también se alegraba de haber tenido a una persona cuidando de él durante todos esos días.
—Es... pera... ¿¡días!? ¿Cuántos días?
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—Hola, Daigo —dejó el vaso encima de la mesita, le quitó el trapo que tenía en la frente y, tras humedecerlo de nuevo en un caldero que había en el suelo, se lo volvió a poner—. Yo soy Sahana. Simplemente Sahana.
Daigo se alarmó mucho cuando escuchó que llevaba días allí.
—Pues… tres días desde que te trajeron conmigo. Este es el tercero, vaya.
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