—Gracias, Sahana-san...

Dos días habían pasado y ya iban por el tercero.

—El tercer día... —repitió. Eso era malo, muy malo—. Yo... iba camino a... Inaka... me empecé a encontrar mal... pero con... tinué caminando... no sé qué pasó después... —pero se lo podía imaginar.

»¿Dónde estamos?

Sahana suspiró.

—Pues tuviste mucha suerte de que te encontrasen, hijo. ¡Mucha suerte! —Era uno de esos golpes de suerte que solo pasaban una vez en la vida. A veces ni eso—. La mujer que te trajo hasta mí dijo que te encontró ya con alucinaciones. Me dijo que estabas a cuatro patas rugiéndole a un escarabajo. ¡A un escarabajo!

Se llevó una mano a la cara, sin poder evitar negar con la cabeza.

—Por tu placa deduje que eras un shinobi de Kusagakure. —Las pertenencias de Daigo estaban sobre la mesita. El pantalón, la camiseta, el portaobjetos e incluso su placa—. Pues… estás en la casa de la curandera más famosa de todo el país —dijo con orgullo—. Bueno, la que será la más famosa, quizá —le sacó la lengua y le guiñó un ojo, como si eso en realidad le importase un grano de arena—. ¿Dónde exactamente? Estás en…

»… en Inaka.

—Ru...giéndole a un escarabajo, ¿eh? —si no estuviera rojo por la fiebre, lo estaría de la vergüenza.

Al menos esperaba haber asustado mucho a ese escarabajo.

Daigo pudo ver como sus pertenencias estaban en una mesita, así que nadie le había robado, además parecía estar a cargo de la curandera más famosa de todo el país.

Estaba en buenas manos, de eso estaba seguro, pero es que además ya lo habían traído hasta Inaka. ¡Hasta Inaka! Había tenido mucha suerte. Tanta que casi parecía imposible.

—Eso es genial... —le habría encantado levantarse en ese momento, pero en su situación solo podía sentirse aliviado y sonreír—. Yo... le debo la vida, gracias.

—Bueno, bueno. Es lo menos que podía hacer, ¿no? —dijo, con una sonrisa afable, quitándole importancia—. Las personas tenemos que ayudarnos entre nosotros. O intentarlo, al menos.

Incluso si era por una razón egoísta. Que a la gente de tu alrededor le vaya bien normalmente influye positivamente en ti.

—A quien deberías darle las gracias es a la mujer que te trajo. Estabas como a día y medio de aquí, si seguías el curso del río. Pero creo que ella atajó por el desierto, así que lo hizo en menos. De todas formas, cargar contigo no debió ser nada fácil. Imagino que tendría un dromedario. ¿Recuerdas algo de ella? A mí ni me quiso decir su nombre.

Las personas tenemos que ayudarnos unos a otros. Eso sonaba mucho a algo que diría Daigo, y quizá por eso fue tan fácil que conectara con él.

La persona quien lo trajo debía ser alguien que conocía bien el desierto, que además poseía un dromedario y un gran corazón si salió de su camino para ayudar a un completo desconocido.

Una guía, probablemente, una que sí había comprado una montura para viajar.

—No, no la recuerdo... pero creo... —intentaba recordar como se veía, pero en ese momento era complicado—. ¿Podría describirla?

Daigo trató de recordar. Y trató de recordar. Y trató de recordar…



… y algo vino a su mente. No fue ninguna imagen, menos un nombre, pero sí una sensación. Un olor. Una fragancia que le recordaba a una rosa púrpura que había visto junto al Río de Oro, durante sus paradas en pueblos para descansar.

Sahana respondió a su pregunta:

—Apenas pude verla. Iba con un turbante azul oscuro que le ocultaba casi toda la cara —se llevó una mano al mentón, pensativa—. Tenía la voz rasposa, y los ojos… Sí, esos ojos son inolvidables. Tenían el color de la última luz del ocaso. ¿Sabes a cuál me refiero? Ese verde que solo captas una, dos, tres veces al mes en el horizonte. Eso si tienes suerte. —Suspiró. Y, por un momento, pareció tener la mente en otro lado—. Ais, vaya ojazos. Creo que era una Bedōin, ¿sabes? Una Moradora del Desierto.

»Pero no me hagas mucho caso. Aparte de contarme cómo te había encontrado, tras mucho insistir yo, no soltó más prenda.

Daigo tuvo suerte de que su salvadora no pareciera ser quien él pensaba que era, o de lo contrario ahora mismo estaría realmente avergonzado.

«Unos inolvidables ojos verdes...»

Unos inolvidables ojos verdes y un característico olor a rosas era todo lo que tenía el chico para identificar a aquella mujer.

—Pues no la recuerdo, no... —apenas su fragancia y sus ojos, eso apenas le daba para empezar a sospechar—. Desearía poder agradecérselo...

Pensándolo bien, Daigo solo había visto una vez en su vida un par de ojos como los que describía Sahana. ¿Podría ser...?

«¿Podría ser familiar de Koku-san y Gura-chan?»

—Bueno, bueno. Lo importante es que estás bien —dijo, tratando de quitarle hierro al asunto—. Ahora déjame que te aplique un poco de ungüento en la cara. ¡No veas lo quemada que la traías!

En efecto, el sol había hecho estragos en su rostro, tirado como había estado en el suelo entre alucinaciones. Sintió su piel arder cuando Sahana le aplicó la crema. Lo curioso es que en un primer contacto la sentía fría, pero súbitamente la sensación cambiaba.

—Será mejor que eches de este ungüento por una semana más, y te cuides mucho de que no te dé el sol. No escatimes y cómprate un buen turbante, que ir con capucha es una temeridad. —¿Y cuáles eran los turbantes buenos?, podría preguntarse Daigo—. Busca los colores oscuros. Los extranjeros suelen pensar que aquí lo mejor es ir con ropa clara, fresca. Absorben menos el calor, decís. ¡Y os quedáis tan panchos! —se llevó una mano al rostro y negó con la cabeza. Aquello era una falacia. Porque, en efecto, la ropa clara absorbía menos el calor y por tanto era más fresca. Pero eso no era lo ideal. No si no te sobraba la pasta para echarte crema a todas horas, al menos—. Lo que te interesa es ropa oscura, porque absorbe calor, sí, pero también los rayos malos. Es una pantalla total que deja pasar mucha menos radiación que una tela blanca. Lo combinas con ropajes lo más holgados posible, para que te pase el aire, y te me echas cremita en las zonas de piel que queden al descubierto, ¿estamos?

—Ay, ay... —se quejó por lo bajo cuando le aplicaron el ungüento.

Em chico escuchó toda la explicación de Sahana con atención. Aparentemente su sentido común le había fallado y con ello había conseguido hacerse varias quemaduras.

«Esto va a dejar marca, ¿verdad?»

—Un turbante oscuro, ropa holgada y crema... —numeró y sonrió—. Entiendo. Muchas gracias por el consejo.

—Muy bien, pues ahora a descansar, eh.

Tras indicarle donde estaba el cuarto de baño, así como que le había dejado mudas limpias en el armario, la mujer abandonó la habitación. Todavía tenía muchos enfermos a los que atender. Inaka era una ciudad grande, la mayor en todo el Desierto, y siempre había alguien que necesitase un ungüento, unas hierbas medicinales o una consulta.

Tal y como se lo había recomendado Sahana, Daigo descansó. Descansó durante dos días antes de despedirse y partir en la mañana del tercer día.

Compró un turbante negro, la crema que necesitaba y ropa holgada, tomándose algo de tiempo para comparar precios y regatear todo lo que pudo antes de ponerse rumbo hacia la famosa Prisión del Yermo.

«Espero que no sea demasiado tarde».

Daigo logró llegar sin problemas a la Prisión del Yermo. No estaba lejos de la ciudad —no sin una tormenta de por medio, al menos—, y con las indicaciones que le había dado Nahana, hasta él era capaz de llegar a destino sin perderse por las dunas.

Se trataba de un enorme edificio de piedra gris, casi con forma de castillo —de techo ovalado y sin torres en sus esquinas—. Y cuando digo hecho de piedras, digo gigantescos bloques de piedras, que perfectamente podían sobrepasar la tonelada de peso. Para acceder a él solo contaba con una entrada visible: un portalón metálico. Se encontraba cerrado, y no había nadie a la vista, aunque la puerta contaba con una ranura a la altura de los ojos de una persona de estatura media, con el pasador echado por dentro, impidiendo que se pudiese ver nada al otro lado.

Por fin, luego de un largo y tremendamente complicado viaje el joven Daigo se encontraba frente a la prisión. Un lugar remoto y robusto que a simple vista parecía inexpugnable.

Es cierto que la parte más complicada de su cometido era el viaje, pero su verdadera misión empezaba ahora.

Daifgo descubrió su rostro del turbante para ajustarse un poco más su bandana en la frente, y además leyó el pergamino que le había entregado Kenzou, solo para animarse.

«¡Vamos. Kenzou-sama confía en mí!»

Solo entonces dio un par de pasos al frente y chocó sus nudillos contra el portalón tres veces con fuerza.

El pergamino entregado por Kenzou era una carta dirigida a la propia directora de la prisión, donde, haciendo uso de una labia y una diplomacia envidiable, el Morikage lamentaba profundamente la fuga acontecida meses atrás. Así mismo, ofrecía ayuda y asesoramiento por los problemas que hubiesen podido surgir a causa de dicha fuga, asegurándole que no había mejor Villa que Kusagakure no Sato para dicho trabajo, y que ellos jamás fallaban dos veces. Para tejer nuevos puentes, enviaba a uno de sus mejores ninjas, Tsukiyama Daigo, con la esperanza y el deseo de tejer las bases de un nuevo contrato que beneficie a ambas partes.

Al final del mensaje, la firma de Moyashi Kenzou, Sandaime Morikage; y el sello estampado en verde que acreditaba la autenticidad del escrito.

Fue entonces cuando Daigo llamó a la puerta, y unos ojos marrones aparecieron tras la rendija al mover el pasador.

—¿Qué quiere? —le preguntaron desde el otro lado, con cierto tono arisco.

Sí, leer aquello era justo lo que necesitaba.

«¡Qué bien que escribe Kenzou-sama!» Pensó con admiración mientras enrollaba y guardaba el pergamino.

La rendija se abrió revelando los ojos marrones de la persona que estaba del otro lado.

—Soy shinobi de Kusagakure no Sato. Me envía Moyashi Kenzou-sama para hablar con Nathifa-san. —le respondió con confianza.