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Aquella media tarde llovía a cántaros, endemoniadamente fuerte. Y aunque por muy dispuesto que estuviera Ame no Kami a descargar su ira por sobre aquella metrópolis de hormigón y metal, Amegakure no parecía ni cercana a inmutarse. Mucho menos aquel imponente edificio, el más alto de todos los rascacielos, cuyo último piso custodiaba a una de las figuras más importantes de todo el continente. Amekoro Yui, rodeada de demonios de piedra maciza que simbólicamente resguardaban el santuario de la Arashikage, y que harían a la par de jueces en la audiencia a la que estaba a punto de someterse él, como Hōzuki, como shinobi y como persona.
Comenzó a andar entre la tormenta con paso indeciso, luchando por convencerse reiteradamente de que no existía una decisión correcta cuando se trataba de su via crucis personal. De que su supervivencia, y así también la de los suyos pasaba por abrazar aquella encrucijada y colocar sus vicisitudes sobre la mesa de un jurado. De una mano ejecutora. Lo que a su vez planteaba la posibilidad de que él también se pudiera ver señalado en el paredón de los acusados, o de correr el mismo destino de aquellos a quienes estaba dispuesto a eliminar, por su propio bien, y también el de uno mayor.
Sin dar marcha atrás, se adentró al corazón del edificio y tomó finalmente su decisión.
La de proteger a su aldea, por más que aquello se tradujera en encontrarse súbitamente entre el deber y la traición.
Dos lados de una moneda que en ocasiones iban de la mano, como contaba los retazos de historia, que lo hicieron también alguna vez los más grandes enemigos.
—Vengo a ver a Amekoro Yui, es por un tema importante —recalcó, a quien estuviera allí para recibirle.
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17/05/2018, 11:39
(Última modificación: 17/05/2018, 11:40 por Amedama Daruu.)
Amekoro Yui se encontraba detrás de su escritorio, de pie, con los brazos agarrados detrás de la espalda. Observaba por la gran cristalera la tormenta, que le daba nombre al país y ese día caía con una fuerza tremenda.
Suspiró y sonrió, afable. Era un día tranquilo. Un día sin sobresaltos. Un día normal.
Hasta que se abrió la puerta de su despacho.
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18/05/2018, 02:52
(Última modificación: 18/05/2018, 02:59 por Umikiba Kaido.)
Minutos más tarde, Kaido se encontraba en el último piso, donde yacía la puerta que daba entrada al despacho de Amekoro Yui. Tomó aire e intentó destensar sus brazos a la vez de que hacía acople de esa voluntad de la que tanto solía jactarse y que parecía no encontrar por ningún lado. Mala cosa esa de que le fallase en un momento tan crítico como aquel.
Tragó saliva y abrió la puerta.
Y en su interior pudo ver que, frente a un cristal privilegiado que permitía observar cara a cara al cielo más taciturno, yacía ella; con sus brazos apoyados en su espalda, parsimoniosa y a la vez inclemente. Su silueta inconfundible la delataba —alta como las copas de las montañas de Yukio y de piel lívida como la nieve que la cubre— y cómo no, esa presencia contaminante a la par de avasalladora que se extrapola por sí sola.
«Mierda» —fue lo único que pudo pensar, aunque esperaba que no fuera lo único que tuviera para decir porque sino, la iba a pasar mal. Muy mal.
—Yui-sama —rompió el silencio, adentrándose levemente en la guarida de la líder. En su sala de sentencia—. buenas tardes. ¿Le pillo en mal momento?
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Yui se dio la vuelta lentamente. Con sus ojos de color azul eléctrico, recorrió al joven que acababa de entrar con la mirada, de arriba a abajo. Pero su apariencia era tan característica que lo reconoció al instante. La mujer le sonrió, mostrándole aquellos dientes de sierra que compartía con él. Se acarició la barbilla.
—Decidiremos si es un buen o un mal momento según lo que vengas a decirme, Umikiba.
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—Decidiremos si es un buen o un mal momento según lo que vengas a decirme, Umikiba.
Él asintió a medida de que cerraba la puerta tras suyo. Después pareció arrastrarse a través de la habitación con la cautela de un antílope que ha de beber de un río custodiado por cocodrilos, pues sediento, debe sí o sí correr los riesgos necesarios para garantizar su supervivencia. Para perdurar en el tiempo.
—He venido a pedirle autorización para resolver yo mismo un problema que incide directamente en el futuro de nuestro clan, o al menos de los miembros que estén estrictamente vinculados a mí como ninja de Amegakure no satou —admitió con convicción—. pero antes déjeme contarle un poco acerca de nosotros.
»Formo parte de un reducido reducto de Hōzuki de apenas unos cuantos miembros. Me acogieron desde pequeño y crecí con la convicción que la lealtad era la única moneda con la cuál podía pagarles mi adoctrinamiento. Después de todo, no cualquiera se habría hecho cargo del jodido tiburón, ¿no? —sonrió ampliamente—. aunque hoy por hoy sé el por qué. Y es que, Yui-sama, quiero pensar que no somos como los Kajitsu. No se pregonan tras un nombre que les de un rostro, ni han atentado de alguna manera en contra de Amegakure hasta donde tengo conocimiento. Pero hay una constante muy peligrosa, y es la de querer tener un arma en sus filas. Como comodín o lo que fuere. Y al ver lo que sucedió con Ayame, me dí cuenta de que yo soy ese jodido comodín. Y no me sale de los cojones serlo más, ¿vale?
La miró a la cara.
—Por esa razón quiero resolverlo antes de que sea tarde. Antes de que por las razones que fueren, se conviertan en los nuevos Kajitsu y sean extinguidos como sucedió con ellos, porque no hay otro puto resultado que ese cuando atentas contra Amegakure y su gente. Contra usted.
»Quiero que me autorice traicionar a mi propia gente para así cumplir con mi deber como Shinobi de su aldea.
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22/05/2018, 23:30
(Última modificación: 22/05/2018, 23:30 por Amedama Daruu.)
—He venido a pedirle autorización para resolver yo mismo un problema que incide directamente en el futuro de nuestro clan, o al menos de los miembros que estén estrictamente vinculados a mí como ninja de Amegakure no satou —admitió con convicción—. pero antes déjeme contarle un poco acerca de nosotros.
Yui retiró la silla del escritorio lentamente. Lejos de actuar con la cólera que la caracterizaba, se sentó despacio, se inclinó sobre su escritorio y apoyó los codos en él, tapándose la boca con las manos.
—Continúa, por favor.
La mujer permaneció impasible mientras Kaido relataba la historia de su grupo. Por supuesto, ella ya los conocía. Los conocía de sobra. No es como si no estuviera vigilando cada paso que dieran. Pero ahora él estaba prácticamente admitiendo que...
Cuando Kaido miró a Yui, la vio tranquila. Pero también vio algo más. La tormenta misma, que bailaba como una nube de relámpagos en los ojos azules de Yui. El fuego interior, avivado, que podía comerse a todos y a todo.
Era una ira mucho más primitiva, una ira interior. Una que no se exteriorizaba. Pero estaba ahí.
—Eres muy valiente, Umikiba Kaido —dijo, tras unos largos minutos de silencio.
»Bien. Quiero que tú mismo nos conduzcas esta noche a cada rincón donde se escondan esas ratas. Liderarás el escuadrón que cortará sus gargantas mientras duermen.
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—Eres muy valiente, Umikiba Kaido —admitió Yui tras unos minutos de silencio, tiempo durante el cual Kaido trató de navegar, mientras tanto, esa tormenta que se dilataba en los orbes azul eléctrico de la Arashikage, que luego coincidieron impacientes con los del gyojin. Pero lejos de cumplirse los peores pronósticos, y mucho más lejos de ser su cuello el que recibiera el frío beso de su espada de damocles, Kaido se vio de pronto en el ojo de aquel huracán. Uno que él mismo había invocado.
Porque muy a pesar de lo que contaba aquella frase, de que era mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras, pasa que Kaido no era un hombre de vestir coronas, ni tampoco una bestia a la que fuera conveniente esclavizar. Ya unos cuántos se darían cuenta de tan craso error esa misma noche.
»Bien. Quiero que tú mismo nos conduzcas esta noche a cada rincón donde se escondan esas ratas. Liderarás el escuadrón que cortará sus gargantas mientras duermen —ordenó ella, sin peros ni miramientos. Sin un ápice de indecisión, sin un atisbo de duda. Así que él trató de hacer lo mismo, de emular la fiereza de su líder aún y cuando fuera en vano.
—Así se hará, Arashikage-sama —dijo, decidido—. sólo hay una cosa que me preocupa, y es que este sacrificio pondrá en jaque mi crecimiento como shinobi. Aún me queda mucho por aprender acerca de las habilidades de mi clan, y ellos son quienes colaboraban directamente con ello. Sonará insensible y egoísta, pero voy a perder más que a una familia esta noche. Pierdo una fuente de poder, y de conocimiento, es por ello que:
El umi no Shisoku tragó saliva, y disparó; con la cabeza ligeramente inclinada en señal de reverencia aunque sus hombros rígidos y apenas encorvados, tratando de mostrar paridad.
»Quisiera poder convertirme en su pupilo, Yui-sama —se atrevió a pedir, aunque por dentro quería salir corriendo a todo gas—. no le defraudaré, joder que porque me llamo Umikiba Kaido, el Tiburón de Amegakure que no.
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Yui se dio la vuelta y colocó los brazos detrás de la espalda, observando la tormenta a través del ventanal. Se preguntó cuántas veces había tenido que hacerlo. Acabar con el mal de raíz. Arrancar las malas hierbas. Matar a traidores. Desde que había tomado el poder, no había parado. Eso le había concedido una fama ciertamente sanguinaria, pero también le había hecho ganar el respeto de una misma parte, sino más grande de otros ninjas.
Ahora uno de esos ninjas traicionaba a los que le consideraban suyo y pretendía ser su pupilo. Ja. Pupilo. Yui soltó una carcajada ácida.
—Hay muchos Hozuki leales en Amegakure, Kaido —soltó—. ¿Por qué debería ser yo la que te enseñara sobre tu clan?
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2/06/2018, 22:12
(Última modificación: 2/06/2018, 22:13 por Umikiba Kaido.)
—Hay muchos Hozuki leales en Amegakure, Kaido. ¿Por qué debería ser yo la que te enseñara sobre tu clan?
Kaido sonrió ampliamente.
—Porque la lealtad de todos nosotros se puede cuestionar, menos la suya. Y si voy a aprender de alguien pretendo hacerlo de la más leal de todas. De quien no me pondrá en contra de Amegakure una vez que me convierta en el guerrero que esta aldea merece, y que quizás, llegue a necesitar algún día.
Se mantuvo firme, erguido como un soldado de guerra.
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La sonrisa de Yui se hizo más amplia todavía que la de Kaido. La mujer se dio la vuelta y clavó sus ojos azules en los de su aspirante de discípulo. Complacida, rio con una fuerte carcajada.
—Tienes dos huevos como dos melones, Kaido —dijo—. Me gustas. Ahora bien. Tu lealtad no puede estar condicionada a quien te entrene o no. Es muy simple:
»Ahora vas a ir y vas a matar a aquellos que quieren aprovecharse de ti. Si te buscas otro maestro, y descubres que quiere utilizarte, ¿por qué coño vas a tener que dejarte utilizar? No, Kaido, tú eres un depredador, no una oveja. Tú eres un tiburón.
»Los tiburones son más bien solitarios. Estoy seguro de que encontrarás la manera de aprender por tu propia cuenta, de hacerte fuerte. Y si no, siempre puedes pedirle ayuda a alguno de tus compañeros. ¿No conoces a ningún Hozuki más que pueda echarte una mano en tu promoción? Somos muchos...
La mujer dio la vuelta a la mesa y se plantó delante de él. Cerca. Muy cerca. Se agachó y acercó tanto su cara que sus narices hicieron contacto.
—No obstante, valoro tu gallardía, amigo —dijo—. Te propongo una cosa. Crece. Hazte fuerte. Demuéstrame lealtad. Y cuando llegue la hora, tendremos un combate.
Se separó de él y se sentó, juguetona, encima de la mesa. Dejó escapar una risilla y balanceó las piernas.
—Demuestra ser un rival digno, y te enseñaré una de mis más letales técnicas.
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Yui rió a carcajada limpia, y Kaido no pudo sino tragar saliva, pues su discurso parecía haber tenido el impacto que buscaba. Aunque no estaba del todo seguro.
—Tienes dos huevos como dos melones, Kaido. Me gustas. Ahora bien. Tu lealtad no puede estar condicionada a quien te entrene o no. Es muy simple:
»Ahora vas a ir y vas a matar a aquellos que quieren aprovecharse de ti. Si te buscas otro maestro, y descubres que quiere utilizarte, ¿por qué coño vas a tener que dejarte utilizar? No, Kaido, tú eres un depredador, no una oveja. Tú eres un tiburón.
«Yo soy un Tiburón» —se repitió a introspectiva mientras sus ojos se llenaron de vida, y aquel par de oídos necios, que por lo general ignoraban a mansalva; ahora escuchaban plácidamente la voz tertulia de su líder. Su sabiduría. Sus designios.
Y así también su inestimable rechazo. Kaido sonrió, aún cuando no tenías motivos para hacerlo.
»Los tiburones son más bien solitarios. Estoy seguro de que encontrarás la manera de aprender por tu propia cuenta, de hacerte fuerte. Y si no, siempre puedes pedirle ayuda a alguno de tus compañeros. ¿No conoces a ningún Hozuki más que pueda echarte una mano en tu promoción? Somos muchos...
Umikiba Kaido suspiró profundamente con la barbilla en alto, tratando de no lucir abatido.
Hasta que la imponente figura de Yui se acercó hasta él, con un semblante apremiante. Sendos rostros quedaron frente a frente, y sus narices finalmente se tocaron. Los ojos del genin vacilaron entre las tres líneas verticales cicatrizadas en la frente de Yui y sus ojos azul eléctrico, para luego dejarse perder en la promesa. En una meta que ahora tendría que alcanzar.
En su nuevo propósito de vida.
—Demuestra ser un rival digno, y te enseñaré una de mis más letales técnicas.
Entonces tomó una decisión. No era siquiera por la técnica. Ya era una cuestión de orgullo. De mérito. De demostrar su valía.
El gyojin asintió con regocijo e hizo una leve reverencia.
—Es un trato, entonces. Pronto volveré a por ese combate, Yui-sama; y dicho sea de paso también a por la victoria —indagó con retórica, por delante de su sonrisa elocuente. Esta se esfumó luego sin embargo, dada las circunstancias reales por las cuales se encontraba frente a ella—. ahora. Deme a ese escuadrón del que me habló y cumpliré con lo que le he pedido en primer lugar. Unos cuantos enemigos menos en la lista.
Una lista que nunca iba a ser corta, dada su posición. Y una que ahora contenía a los nombres de algunos miembros más de su clan, y a quienes tendría él que eliminar. Por desalmado que sonara, y por cuánto le pudiera doler —en especial, por uno de todos ellos—. era lo necesario. Era su deber.
Por dentro lloraba a cántaros, pero a un tiburón en el agua no se le podía ver una lágrima. Nunca.
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Yui dejó escapar una última risotada y se dió la vuelta. Ágilmente saltó por encima de su escritorio, como Kaido ya había acostumbrado a presenciar, y volvió a observar la aldea a través de los ventanales.
—Vuelve a casa y prepárate —dijo—. Está noche estarán allí.
Antes de que el tiburón abandonara la habitación, Yui añadió:
—Ah, y Kaido. No me falles.
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