28/05/2024, 01:14
(Última modificación: 28/05/2024, 01:18 por Amedama Daruu. Editado 1 vez en total.)
La lluvia bañaba los adoquines de una concurrida calle en una de las avenidas del Distrito Comercial de Amegakure. Allí los carteles eran de neón y los vendedores ambulantes iban protegidos tan pronto con kasa de bambú como con capas impermeables de materiales más modernos. Había entre todos los negocios un restaurante protegido de la intemperie con gruesos cristales de vidrio que apenas dejaban pasar el ruido de la lluvia. Las puertas eran eléctricas y automáticas, y funcionaban con un sencillo sello conectado a una batería. Aún así era un lugar de cocina tradicional, que se anunciaba con un cartel de madera cubierto por un tejadillo.
Dentro había un hilo musical tranquilo, que no ahogaba las voces de los comensales. Las paredes y el suelo eran de madera, y las mesas se disponían en los laterales, con sendos bancos opuestos de barras de bambú paralelas en el respaldo y un mullido cojín tapizado al asiento. Decoraban las paredes unas hojas de enredadera de un material sintético, y del techo, sobre cada par de bancos, pendía un farolillo de papel naranja. Los dos pasillos por los que circulaba el personal rodeaban en un rectángulo un estanque con carpas de muchos patrones distintos, con fuentes de piedra y cañas de bambú en el centro y en dos esquinas. Los cristales protegían del frío y del barullo del centro de la ciudad, pero a los amejin no les gustaba prescindir del sonido de la tormenta en su hogar, pues les hacía sentir, a menudo, intranquilos. Las fuentes mitigaban esa pequeña ausencia.
Distraído, un joven de cabello desaliñado y ojos blancos, vestido con un yukata cómodo de color negro y patrón de dragones, jugaba distraído haciendo girar sus palillos con los dedos de una mano. Habían dos cartas en la mesa, y ya había pedido la bebida para su acompañante: agua, como siempre.
Era un sitio especial, y era un momento especial, pero no tendría por qué sentirse tan extraño. No hacía mucho que Ayame había vuelto a hablar, y aunque habían intercambiado algunas palabras, no sentía que las cosas hubieran vuelto a ser como antes. Al mismo tiempo, sí, las cosas habían vuelto a ser como antes. Como antes del... bueno, del principio.
Daruu estaba nervioso. Era la primera vez que cenaban en ese sitio, pero no era la primera vez que cenaban, que se veían. Que se hablaban, que se tenían. El uno al otro.
Pero había algo especial, y estaba nervioso. Sí, se sentía extraño. El corazón le latía con fuerza, estaba sudando, y tenía miedo de mirarla a los ojos. Como si lo que iba a pasar no fuese cotidiano, sino un acontecimiento de los que uno vive una sola vez o dos en la vida.
Como un eclipse.
Dentro había un hilo musical tranquilo, que no ahogaba las voces de los comensales. Las paredes y el suelo eran de madera, y las mesas se disponían en los laterales, con sendos bancos opuestos de barras de bambú paralelas en el respaldo y un mullido cojín tapizado al asiento. Decoraban las paredes unas hojas de enredadera de un material sintético, y del techo, sobre cada par de bancos, pendía un farolillo de papel naranja. Los dos pasillos por los que circulaba el personal rodeaban en un rectángulo un estanque con carpas de muchos patrones distintos, con fuentes de piedra y cañas de bambú en el centro y en dos esquinas. Los cristales protegían del frío y del barullo del centro de la ciudad, pero a los amejin no les gustaba prescindir del sonido de la tormenta en su hogar, pues les hacía sentir, a menudo, intranquilos. Las fuentes mitigaban esa pequeña ausencia.
Distraído, un joven de cabello desaliñado y ojos blancos, vestido con un yukata cómodo de color negro y patrón de dragones, jugaba distraído haciendo girar sus palillos con los dedos de una mano. Habían dos cartas en la mesa, y ya había pedido la bebida para su acompañante: agua, como siempre.
Era un sitio especial, y era un momento especial, pero no tendría por qué sentirse tan extraño. No hacía mucho que Ayame había vuelto a hablar, y aunque habían intercambiado algunas palabras, no sentía que las cosas hubieran vuelto a ser como antes. Al mismo tiempo, sí, las cosas habían vuelto a ser como antes. Como antes del... bueno, del principio.
Daruu estaba nervioso. Era la primera vez que cenaban en ese sitio, pero no era la primera vez que cenaban, que se veían. Que se hablaban, que se tenían. El uno al otro.
Pero había algo especial, y estaba nervioso. Sí, se sentía extraño. El corazón le latía con fuerza, estaba sudando, y tenía miedo de mirarla a los ojos. Como si lo que iba a pasar no fuese cotidiano, sino un acontecimiento de los que uno vive una sola vez o dos en la vida.
Como un eclipse.