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Jadeando, Daruu terminó de subir las escaleras del décimo piso de su torre. Ni siquiera sabía por qué había subido andando. Quizás era la alegría, quizás la emoción, quizás el no poder aguantarse más el secreto. Todos lo sabían. Kori, Zetsuo, Karoi... menos ella.
Caminó ahora muy despacio, por el cansancio, y en parte por saborear ahora los últimos momentos de la incógnita. Eran las nueve y media de la mañana: su familia le había asegurado que Ayame no estaría despierta a esa hora si nadie la obligaba.
Daruu esgrimió una natural sonrisa de felicidad y tocó el timbre de la casa de los Aotsuki. La muchacha ya estaría sóla en casa. Iba vestido con un jersey de lana de color verde y unos pantalones negros. Ropa sencilla. Nada indicaba que el motivo de que estuviese presentándose frente a Ayame era por una misión.
Cruzó los brazos detrás de la espalda.
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Daruu tuvo que insistir un par de veces más para obtener algún tipo de respuesta.
Primero fue un ronco gruñido que parecía querer significar algo parecido a "ya voy". Después fueron los pasos, lentos y arrastrados. Después vinieron los golpes, uno detrás de otro, a cada cual más estrepitoso que el anterior y los cuales fueron acompañados por sendos quejidos y malhumoradas maldiciones hacia todo lo existente. Al final, tras un par de accidentados minutos, la puerta se abrió con parsimonia, y al otro lado estaba una lamentable Ayame que aún se frotaba los ojos profundamente adormilada, con sus largos cabellos completamente alborotados cayendo por su espalda entre rebeldes rizos, y vestida con un grueso pijama de lana compuesto por una camiseta de manga larga con una oveja enorme y sonriente en su pecho y unos pantalones, también largos, con réplicas de esa misma oveja en forma de múltiples estampados repartidos a lo largo de sus piernas. Sus pies estaban cubiertos por unas zapatillas enormes para sus pequeños pies, gruesas, abultadas y con forma de ositos blancos. Estaba claro que la muchacha no toleraba bien el frío del invierno húmedo de Amegakure.
Tardó unos segundos más en terminar de abrir los ojos para recibir a su inesperado visitante, y un par de segundos más en reconocer quién era. Para entonces abrió los ojos de par en par, como un búho deslumbrado en mitad de la noche, y su rostro se encendió como un hierro al fuego.
—¡AH, DARUU-KUN! —gritó, profundamente avergonzada, tapando la mayor parte de su cuerpo detrás de la puerta—. ¿Q... qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Nos ha llamado Kōri para una misión? —preguntó, sin tan siquiera fijarse en la indumentaria casual que llevaba el muchacho. En su lugar, giró la cabeza buscando un reloj y o a sus dos familiares desaparecidos—. ¡Si sólo son las nueve y media de la mañana!
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Daruu rio, y desvergonzadamente dio un paso adentro, cerró la puerta y se abrazó a la muchacha con alegría.
—¡La hora perfecta para invitarte a desayunar! —dijo Daruu, revolviéndole aún más si cabe el pelo enmarañado y carbón—. Hoy, además, tengo una muy buena sorpresa que darte.
Se separó de ella un momento y la besó. Cuando sus labios dijeron adiós, Ayame pudo comprobar que Daruu estaba extraordinariamente radiante aquella mañana. Tenía que ser una sorpresa muy agradable, pues el muchacho pocas veces mostraba tal entusiasmo por nada.
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Daruu soltó una carcajada y, de forma completamente despreocupada y desvergonzada, se invitó a sí mismo a pasar, cerrando la puerta tras de sí y abrazando a Ayame con fuerza. Ahora ambos muchachos se encontraban en el recibidor de la casa de ella, un pasillo de suelo de madera y paredes grises con apenas un mueble junto a la puerta donde se encontraban las llaves de los habitantes (aunque en aquella ocasión sólo estaban las de Ayame). A la espalda de las muchacha, varias puertas a ambos lados del corredor daban a las diferentes habitaciones.
—¡La hora perfecta para invitarte a desayunar! —exclamó, y Ayame soltó un quejido cuando le revolvió aún más el pelo—. Hoy, además, tengo una muy buena sorpresa que darte.
Pero antes de que la muchacha pudiera preguntar al respecto, la besó. Y fue un beso radiante, lleno de energía y felicidad. Y para cuando se separaron, la aún confundida Ayame se tambaleó ligeramente, evidentemente sorprendida ante la situación. Daruu se mostraba mucho más feliz de lo que estaba habituada a ver en él. La radiante sonrisa de sus labios se extendía hasta sus ojos violetas, que brillaban de manera inusual con un enérgico fulgor.
—¿Una buena sorpresa? ¿De qué se trata? —preguntó, ladeando la cabeza ligeramente, aunque enseguida se percató de algo—. Espera, ¿has dicho que me vas a invitar a desayunar? ¿Eso significa que vamos a salir?
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Daruu soltó una risa que le hizo ahogarse con su propia saliva.
—¡Oh, no! Desayunaremos en tu casa. Venga, ¿dónde tienes el cajón de los croissants? —dijo, adentrándose un par de zancadas en el pasillo. Se dio la vuelta—. ¡Pues claro que vamos a salir, boba! Venga, arréglate que te espero aquí.
Dio un par de brincos alegres y volvió a besar a Ayame, esta vez en la frente.
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Y Daruu no pudo hacer otra cosa que romper a reír. Y tanta gracia debió de haberle hecho la pregunta de Ayame que terminó por atragantarse.
—¡Oh, no! Desayunaremos en tu casa. Venga, ¿dónde tienes el cajón de los croissants? —preguntó, adentrándose un par de pasos en el pasillo ante la inocente y perpleja mirada de Ayame. Sin embargo, enseguida se dio la vuelta hacia ella—. ¡Pues claro que vamos a salir, boba! Venga, arréglate que te espero aquí.
Y con un par de brincos alegres, volvió a besarla. Aunque esta vez en la frente.
—Oh... v... vale... —tartamudeó la muchacha, sonrojada hasta las orejas. Le señaló la segunda puerta a la derecha—. Si quieres puedes esperarme en el comedor, estarás más cómodo que aquí plantado como un pino —rio, mientras avanzaba a su vez hasta el final del pasillo y giraba la esquina hacia la izquierda.
Allí sólo había dos puerta más. No quería hacerle esperar demasiado, así que cogió la ropa que se iba a poner y se encerró en el cuarto de baño que quedaba enfrente de su habitación. Allí se dio una ducha rápida para asearse y quitarse la cara de sueño que aún llevaba encima, y después de secarse con una toalla y cepillarse el pelo (aunque la mayor parte de los rizos seguían tan indomables como había ido viendo desde que se lo dejó crecer), se vistió. Mientras lo hacía no podía evitar darle vueltas a la situación: tanto su padre como su hermano habían desaparecido sin ninguna noticia, y de repente aparecía Daruu exultante de felicidad diciendo que tenía una sorpresa preparada y que la invitaba a desayunar. ¿A qué venía todo aquello? Por mucho que pensara en ello, ninguna hipótesis que se planteaba parecía posible... Tras unos diez minutos, Ayame salió del baño para ir a buscar a su pareja. Como Daruu, ella tampoco llevaba su habitual indumentaria ninja. Había optado por un jersey de color azul eléctrico con estampados de burbujas blancas sucediéndose a la altura del pecho y unos pantalones largos negros.
—¡Ya estoy lista! —exclamó—. ¿Y qué sorpresa es esa, Daruu-kun? ¡No puedes dejarme con la intriga así!
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Daruu se encogió de hombros y asintió con la cabeza. Mientras veía a Ayame alejarse hacia su habitación, el muchacho hizo caso a su sugerencia y giró hacia el comedor. Allí, tomo asiento en un largo sofá de color azul marino que la familia Aotsuki disponía enfrente de una televisión. Suspiró y observó el mobiliario de la casa de su pareja con interés. Hasta que encontró algo que captó su atención. Soltó una risilla y alargó la mano hacia...
Cuando Ayame salió de la ducha y se arregló, escuchó a Daruu riéndose por lo bajo desde la puerta. Cuando ella entró al comedor, Daruu sostenía el marco de una foto. Le dio la vuelta y se la mostró. Allí estaban ella y su hermano, ambos mucho más pequeños que ahora. La muchacha sonreía jovialmente y el Hielo hacía del Hielo, probablemente intentando sonreír pero no consiguiéndolo. Daruu señaló a la Ayame pequeña.
—¡Qué mona que estás aquí!
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Tal y como le había indicado, Daruu la estaba esperando sentado en el sofá del comedor. Sin embargo, había algo extraño en él, se reía por lo bajo aunque sin tratar de disimularlo, y cuando Ayame se asomó por la puerta, el muchacho le enseñó lo que tenía entre manos y que debía causarle tanta gracia.
Y la muchacha enrojeció hasta las orejas.
—¡Qué mona que estás aquí! —exclamó, aún entre risas.
Se trataba del marco de una foto. Una foto en la que salía ella y su hermano, muchos años atrás, cuando ambos eran apenas unos críos. Ella, con el pelo bastante más corto que como lo llevaba ahora, sujeta del brazo de su hermano reía con toda la alegría del mundo mientras que él parecía estar intentando simular una mueca similar a una sonrisa, sin conseguirlo.
—¡Tenías que estar esperándome, no cotilleando! —exclamó, acercándose a grandes zancadas y arrancándole la foto de las manos. Sin embargo, su rostro se suavizó cuando miró una vez más la fotografía antes de dejarla en la mesita donde había estado y una extraña sensación anidó en su pecho. La tenía allí todos los días, y aún había llegado un momento que casi no se acordaba de aquella foto, ahora tan lejana en el tiempo. Qué tiempos aquellos cuando no tenía más preocupaciones en la cabeza que cuándo terminaría Kōri sus entrenamientos para jugar con él... Sacudió la cabeza y se volvió hacia Daruu con los brazos cruzados y los mofletes hinchados—. ¡Bueno, vámonos, pelopincho! ¡Ya le preguntaré a Kiroe-san dónde tiene escondidas tus fotos para poder reírme a gusto!
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Ayame, indignada, le reprochó y con un par de zancadas se plantó delante de él y le arrebató el cuadro de las manos. Daruu, ligeramente decepcionado, esbozó un mohín de fastidio y se levantó.
—Las cambiaré de sitio, carapapa —se burló, dándole un golpecito en el hombro—. Y sí, vámonos. Que a estas alturas tu hermano ha acabado con todos los bollitos.
Había soltado la bomba, sí. Lo suficiente para descolocarla. Pero lejos de dar alguna explicación, el muchacho se dirigió hacia la puerta de salida silbando una alegre canción. Ya en el rellano del edificio, pulsó el botón para llamar al ascensor. Se puso las manos detrás de la espalda y se balanceó, contento.
—Kori-sensei estaba también gracioso en esa foto —dijo—. ¿Nunca te has preguntado cómo sería conocer a tu hermano de genin? Quiero decir, tenerlo de compañero.
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—Las cambiaré de sitio, carapapa —se burló de ella, con aquel apodo que le había asignado tiempo atrás, mientras le daba un golpecito en el hombro—. Y sí, vámonos. Que a estas alturas tu hermano ha acabado con todos los bollitos.
Ayame le había oído a la perfección, pero tardó unos pocos segundos en escucharlo.
—¿Los bollitos? ¿Qué bollitos? —preguntó perpleja, a sabiendas de que su hermano sólo sentía una verdadera predilección por un tipo especial de bollitos. Sin embargo, la creadora de estos en aquellos instantes se encontraba completamente indispuesta. Incapacitada para seguir llevando su amada pastelería desde que donó sus ojos a su querido hijo para que pudiera seguir viendo después de que los suyos le fueran arrebatados...
Sin embargo, Daruu no respondió. Silbaba alegremente una melodía mientras se dirigía hacia la salida del apartamento. Y Ayame no tuvo más remedio que seguirle.
—¡Eh, no me dejes así! ¡Responde! ¿De qué va todo esto? —exclamó, mientras cerraba la puerta con llave detrás de ella, y se acercaba a Daruu con la desesperación y la indignación pintadas en su rostro.
Pero él no estaba dispuesto a soltar prenda. No al menos por el momento.
—Kōri-sensei estaba también gracioso en esa foto —dijo, cambiando completamente el tema de conversación, y Ayame esbozó un mohín de irritación.
—Ah, ¿él no estaba "mono"? Verás cuando se lo diga —se mofó, con una sonrisa malvada.
—¿Nunca te has preguntado cómo sería conocer a tu hermano de genin? Quiero decir, tenerlo de compañero.
La repentina pregunta la pilló desprevenida. Ayame ladeó ligeramente la cabeza, pensativa.
—Bueno, lo cierto es que no le he tenido como compañero pero he vivido con él cuando era un genin... Y siempre le andaba molestando para que dejara de entrenar y jugara conmigo o me enseñara a hacer las cosas que él hacía —rio—. Aunque él por supuesto sólo creaba unos shuriken de nieve blandita y me animaba a hacer puntería a apenas un par de metros con una diana más grande que mi cabeza.
Aunque sus ojos se ensombrecieron durante unos instantes. Fue una época feliz, sí, pero por nada del mundo desearía regresar a ella.
No...
Porque su padre no estaba allí con ellos.
—¡Oye, ahora en serio! ¿Qué ocurre con esos bollitos? ¡Y no me cambies más el tema! ¡No me obligues a usar la técnica del interrogatorio otra vez contigo!
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Daruu recordó, cuando Ayame le habló de su vida junto a Kori el Genin, que apenas había aprobado el examen de la academia por un pelo y gracias a su ayuda y a la de Mogura. Entonces se dio cuenta de cuánto había crecido la muchacha en realidad. Aunque no era chunin, por culpa de ciertas debilidades de las que aquellas ratas del sur se habían aprovechado tiempo ha, Daruu la creía ahora capaz de enfrentarse a todo. Y en el fondo, estaba muy orgulloso de ella, del cambio que había pegado, porque lo cierto es que cuando la conoció, Ayame no sabía ni siquiera formar la técnica más básica de Ninjutsu, el Bunshin no Jutsu.
El ascensor llegó, las puertas se abrieron. Los muchachos entraron adentro.
—¡Oye, ahora en serio! ¿Qué ocurre con esos bollitos? ¡Y no me cambies más el tema! ¡No me obligues a usar la técnica del interrogatorio otra vez contigo!
Daruu tembló un instante, y sus labios formaron una sonrisa un poco más curva de lo normal. Esta vez no era alegre. Era divertida, casi malvada podría decirse. Entonces su mano derecha chisporroteó con un sonido electrizante.
—¿Oooh...? —dijo, con tono burlón—. Y supongo que conseguirías formular tooodos esos sellos antes de que yo pudiera mover la mano y pegarte un buen calambrazo, ¿eh?
La técnica se apagó.
»Ten paciencia, cariño. En unos minutos sabrás cuál es la sorpresa.
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Ayame le vio temblar momentáneamente, pero entonces sus labios se estrecharon en una sonrisa. Pero aquella sonrisa no era para nada alegre, era una sonrisa malvada, sardónica. Su mano derecha chisporroteó de repente, con las serpientes de la electricidad recorriendo sus dedos de forma amenazadora.
—¿Oooh...? —dijo, con tono burlón—. Y supongo que conseguirías formular tooodos esos sellos antes de que yo pudiera mover la mano y pegarte un buen calambrazo, ¿eh?
Tiempo atrás, Ayame habría pegado un brinco, asustada, pero en aquella ocasión apenas pestañeó un par de veces. Por supuesto, como Hōzuki que era, la electricidad seguía poniéndole el vello de punta. Pero en los últimos meses, había estado soportando cosas mucho peores que aquellas. Literalmente, había sentido los rayos caer a milímetros de su cuerpo.
—No, creo que no —admitió, con una risilla.
La técnica de Daruu se apagó, y justo en ese momento las puertas del ascensor se abrieron.
—Ten paciencia, cariño. En unos minutos sabrás cuál es la sorpresa.
—¡Eso es demasiado tiempo! —protestó ella, con un mohín infantil, mientras entraba al ascensor y pulsaba el botón del bajo.
Las puertas se cerrarían poco después de que Daruu entrara detrás, y ambos comenzaron el descenso con el ya conocido sonido de poleas y de maquinaria moviéndose. Ayame se apoyó en la pared más cercana. No podía evitarlo. Aunque ya debería estar acostumbrada, encontrarse encerrada en un espacio tan reducido con la única compañía de Daruu la disturbaba ligeramente...
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Pese a las protestas de Ayame, los labios de Daruu siguieron sellados durante todo el descenso. El muchacho apoyó la mano encima de la cabeza de la kunoichi y le revolvió los cabellos lentamente, con cariño, mientras mantenía fija la mirada en un horizonte inexistente, cargada de un brillo especial, uno que Ayame no había visto desde que había perdido los ojos.
El ascensor pitó y las puertas se abrieron. Una vez más sin decir palabra, el muchacho salió al portal y de ahí a la calle, girando a la izquierda para dirigirse a la Pastelería de Kiroe-chan que...
...estaba abierta, y abarrotada de gente. Un murmullo incesante vibraba con el cristal como vehículo, y un agradable olor les invadió al momento con nostalgia. Daruu abrió la puerta y dejó que Ayame pasara primero.
—Adelante. Tu familia está sentada en la mesa del fondo.
Pero cuando Ayame entrara dentro de la cafetería, la primera a la que se encontraría sería a la propia Kiroe-chan, que le sonreía mirándola con unos brillantes y muy sanos ojos de color púrpura.
—¡Ayame-chan! —exclamó, y se abalanzó sobre ella—. ¡Qué guapa estás, madre mía! No has cambiado nada, y a la vez has cambiado un montón. ¡Sorpresa!
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El descenso fue largo y tortuoso. Ayame nunca se había dado cuenta de lo lento que podía llegar a ser aquel ascensor, pero entre la curiosidad, la expectación y la incomodidad de estar en un sitio tan pequeño con la sola compañía de Daruu pareció multiplicar aquellos diez pisos de bajada. Y para cuando sonó el pitido que indicaba que ya habían llegado a su destino, la muchacha ya se encontraba prácticamente en la puerta, expectante. Sin decir una sola palabra, se dejó guiar por Daruu, que la llevó fuera del portal y la hizo girar a mano izquierda.
Y fue entonces cuando Ayame se quedó paralizada en el sitio.
Después de varios largos meses cerrada a cal y canto, triste y gris, La Pastelería de Kiroe estaba de repente abierta y abarrotada de gente. El murmullo incesante reverberaba contra los cristales empañados y cuando Daruu se dirigió hacia la puerta y la abrió, el familiar olor de los hornos calientes y la masa recién horneada le inundó la nariz y le llenó los ojos de lágrimas. Era como si el local nunca hubiese estado cerrado, como si todo aquel tiempo no hubiese sido más que un sueño.
—Adelante. Tu familia está sentada en la mesa del fondo —le indicó Daruu, invitándola a entrar.
Pero Ayame, completamente estática, le miró sin entender. Y antes de que pudiera abrir siquiera la boca, una mujer se plantó delante de ella. La misma mujer que le había dado sus ojos a su hijo después de que le fueran arrebatados. La misma mujer a la que ella le había enseñado la ecolocalización para que pudiera seguir viviendo con la máxima normalidad posible. La madre de Daruu, que la miraba con sus grandes y brillantes ojos púrpura. Como si no hubiera sido más que un largo sueño...
—¡Ayame-chan! —exclamó, y se abalanzó sobre ella para abrazarla, pero Ayame seguía tan petrificada como al principio y no supo cómo responder—. ¡Qué guapa estás, madre mía! No has cambiado nada, y a la vez has cambiado un montón. ¡Sorpresa!
—P... pero... ¿Cómo...? —Ayame, terriblemente confundida, se volvió hacia Daruu como si esperara ver ahora en sus ojos el color perlado del Byakugan. Por supuesto, no lo vio, y la muchacha frunció el ceño, algo recelosa, y retrocedió un paso sin poder evitarlo. ¿Es que estaba soñando? ¿O quizás...? ¿Quizás...?—. E... espera... ¿Dónde está mi padre? ¿No será esto alguna tontería de las suyas? —no pudo evitar preguntar.
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Kiroe no pudo evitar reír, y atrajo a Ayame hacia sí, estrujándola y zarandeándola como si fuera un muñeco de trapo.
—¡Ayyyyy, qué cosas tieneeees! —exclamó, ante la incrédula mirada de algunos comensales cercanos—. Aunque no te culpo. He oído las cosas horribles por las que ese tonto te hizo pasar. No, Ayame. No es un Genjutsu, tu propio padre te puede explicar los detalles, ¡yo ya he pasado página y ahora sólo puedo decirte que he-vuelto! —Kiroe, con un rápido movimiento, le ató una goma a la barbilla y le puso algo en la cabeza. No tuvo más que mirar alrededor para saber qué le había puesto la mujer: un gorrito en forma de cono en el que ponía "Reapertura". Todo el mundo lo vestía. Como en un cumpleaños infantil.
—Si fuera un Genjutsu, aparentaría ser un poco más feliz. No, mira, allí está, al fondo.
Allí estaba, en un oscuro rincón. Con una mirada de extrema incomodidad, impaciencia, y un poquito de odio, por qué no. El gesto sombrío. Los brazos cruzados al lado de un Kori que devoraba bollitos a toda velocidad. La nariz aguileña enmarcada por aquellos ojos aguamarina que apenas se veían por el arco de ira infinita que formaban las cejas.
Allí estaba él. Vistiendo su gorrito. Involuntariamente.
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