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Aquel quinto día de la primera semana de Ascuas databa ser uno de los más calurosos que se había registrado alguna vez en todo oonindo. El astro rey brillaba con la intensidad de mil estrellas, viéndose completamente liberado con la ansiada llegada de su amado verano, preparado y listo para adueñarse de las tierras, secar los pastos; e iniciar una larga temporada de sequía que afectaba a muchos durante un largo período de tiempo.
Este hito climático, sin embargo, suponía ser mucho peor en otras partes que en las propias tierras de la Tormenta. Éste país era único, pues a pesar de que el verano estuviese tocando a su puerta, los caprichos de Ame no Kami nunca permitían que el avasallante calor fuera realmente un problema.
Porque allí, como era sabido por todos; nunca dejaba de llover. Nunca.
No obstante, muchos de los lugareños se encontraban más que ansiosos, y el tránsito de personas tanto en la aldea como en los pueblos aledaños era quizás mayor del que se podría esperar, teniendo en cuenta que de querer salir del país de la Tormenta, probablemente se encontrarían con tan intratable calor del que tanto se quejaban los ciudadanos de los países vecinos. La pregunta era, ¿por qué?...
Y el anuncio que arrojaron las bocinas repartidas en las calles de la aldea de Amegakure finalmente trajo consigo la respuesta.
¡La ciudad de Kodoku les invita cordialmente a todos los lugareños y ciudadanos de Arashi no Kuni a acudir a nuestro décimo-primer festival de la Línea de los Dioses! Sois invitados a presenciar uno de los fenómenos climáticos más impresionantes y que luego de casi cinco años desde nuestro último festival, está aquí, ¡de nuevo!
Kaido se encontraba rondeando las calles principales cuando escuchó aquello sin demasiado interés. Pero vista la reacción de quienes caminaban al lado suyo, no pudo dejar pasar la oportunidad de hacer el tonto. Y de sacar de quicio a alguno de sus colegas.
—A ver, ¿cual es la puta emoción por ese fulano festival?
—¿Que no lo sabes, tío? es súper duper increíble. Mira, mi papá me habló de eso... dice que en la frontera entre nuestro país y el país del viento se puede ver como una especies de línea vertical invisible divide ambos climas. Ni las nubes oscuras, ni la lluvia cargada en ellas cruza siquiera un centímetro hacia el otro lado, y así viceversa. Es muy extraño.
—Ya. Pues creo que tu padre va un poco pasado de líneas, si sabes a lo que me refiero. Mejor dile que deje de hacer el tonto, anda. Ah, y el ratón de los dientes no existe, jodido idiota.
***
El jodido idiota terminó siendo él, al día siguiente. Porque finalmente los rumores se hicieron más seguidos, y numerosos. No podía llamarles a todos locos, así que probablemente esa vez él no tenía la razón. Y en vista de que aquel supuesto fenómeno existía, no tenía más remedio que motivarse a mover su pesado culo azulado fuera de la seguridad de su aldea, y embarcarse en un viaje de un día hasta las cercanías del pueblo de Kodoku.
Kodoku era un pueblo humilde. Desolado, haciéndole honor a la transcripción de su nombre. Allí vivían alrededor de unas siete familias, no más de allí; que vivían de las cosechas y la agricultura. Siendo que estaba ubicado muy cercano a la frontera con el árido país del Viento, su suelo era mucho más fértil que el del resto del país, y las siembras eran más fructíferas debido a que las temperaturas eran ligeramente más cálidas, y de forma regular.
Sin embargo, aquel pueblucho hubiera pasado desapercibido por toda la eternidad de no ser por aquel festival. Un festival que los más jóvenes probablemente no conocían, por la esporádica aparición del mismo. O eso decía la gente.
Kaido llegó a eso de las diez de la mañana, y ya estaba repleto de gente. El escualo se dirigió a las primeros establecimientos que se pudieron ver al entrar a la "ciudad", escogiendo quizás el que estuviese menos abarrotado posible, un hogareña pero decente posada la cual no parecía estar muy concurrida.
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Tsuchiyōbi, 5 de Ascua de 217
El verano había entrado con fuerza. Eso era innegable, incluso dentro de Amegakure. La lluvia seguía cayendo sin descanso, pero el ambiente estaba cargado de una humedad que se pegaba a la piel y a la ropa, que pesaba, que asfixiaba. El calor se había adueñado de la aldea, y parecía que había llegado para quedarse durante una temporada.
Sin embargo, el clima no parecía ser una excusa para sofocar los ánimos de los habitantes. La aldea bullía de una sorprendente actividad, aquí y allá se concertaban decenas de viajes hacia los lindes del País del Agua. Y Ayame sólo había encontrado respuesta a sus preguntas cuando, por casualidad, topó con uno de los carteles que empapelaba la ciudad entera.
"¡La ciudad de Kodoku les invita cordialmente a todos los lugareños y ciudadanos de Arashi no Kuni a acudir a nuestro décimo-primer festival de la Línea de los Dioses! Sois invitados a presenciar uno de los fenómenos climáticos más impresionantes y que luego de casi cinco años desde nuestro último festival, está aquí, ¡de nuevo!"
...
Le costó sudor y lágrimas convencer a su padre para que la dejara asistir a tal evento, pero al final lo consiguió. Mapa en mano y con una bolsa de monedas en sus bolsillos, Ayame había alquilado una plaza en un carruaje para poder viajar con comodidad. Kodoku resultó ser más una pequeña aldea que un pueblo y estaba situado en la frontera entre el País de la Tormenta y el País del Viento, cerca del Túnel que cruzaba las Llanuras de la Tempestad Eterna. No habría más de una docena de viviendas en total, pero los anuncios del Festival de la Línea de los Dioses sin duda debía de haber hecho un enorme favor al pueblo. Sus calles estaban repletas de turistas, y sin duda más de una familia vería recompensada su hospitalidad.
Ayame se dirigió a una posada que se encontraba en la misma entrada del lugar. Realmente, con tan pocos habitantes dudaba seriamente que hubiese muchas más opciones.
—Buenos días. Me gustaría reservar una habitación para esta noche, por favor —le solicitó al recepcionista, nada más entrar.
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La posada a la que Ayame entró llevaba el nombre de "El oasis de Jiru-sama". Era un modesto hostal de pueblo cuyo interior lucía lo bastante humilde como para pensar que no era una locación de lujo ni mucho menos. Sin embargo, a primera vista, daba la sensación de que las personas que se encargaban de administrar el lugar le tenían echada una buena mano: todo estaba muy limpio, organizado; y la decoración era agradable a la vista. Además, la pequeña recepción estaba ambientada con un exquisito aroma a lavanda que satisfacía el olfato de cualquiera.
Para la sencillez del mismo, el establecimiento no estaba nada mal. Sobre todo para estar ubicado en una pequeña ciudad cuya principal fuente de turistas se disparaba quizás un par de veces al año, y no por demasiado tiempo salvo para cuando se promocionaba la Línea de los Dioses.
Cuando la muchacha llamó a quien para ese momento debía estar haciendo de recepcionista, nadie contestó de inmediato. No obstante, poco después, la figura apresurada de una obesa mujer salió despistada de un cubículo interior. Inflada como un pan, de piel blanca y con un par de mejillas redondas y rojizas que probablemente provocaban apretujar, la mujer se acercó sonriente a por encima de la barra y miró de una forma maternal a una de sus primeras invitadas.
La vio sola, y se percató de inmediato de aquella bandana que reposaba atada con firmeza sobre su frente. Le sonrió de nuevo y empezó a hablar, dejando salir su tan conocido y muy entrenado lema. Con voz armoniosa, entonces, dijo:
—¡Bienvenida al Oasis de Jiru-sama! —cantó, con voz aguda—. donde tendrás la mejor experiencia que Kodoku te puede dar. Tenemos cuartos disponibles con desayuno y cena incluido, paquetes de guías turísticos y tickets privilegiados para el festival de la Línea de los Dioses. Has venido al lugar correcto, jovencita.
El oído más experimentado podría detectar, sin embargo, que su discurso sonaba desesperado. Quería tener una buena temporada éste año, de eso no había duda.
—¿En qué le puedo ayudar, damita-chan?
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"El Oasis de Jiru-sama", aquel era el nombre que recibía la modesta posada de Todoku. Tal y como se esperaba de un lugar tan rústico como era aquel pequeño pueblo, el edificio no se quedaba para nada atrás. Pese a su aspecto, claramente modesto, se notaba que los encargados lo cuidaban con un mimo exquisito. Todo estaba limpio, todo estaba ordenado, y todo estaba decorado con esmero. Además, un agradable aroma a lavanda invadía el ambiente, haciendo la estancia aún más acogedora si cabía.
Cuando Ayame se acercó a la recepción, la que salió a su encuentro fue una mujer más bien entrada en carnes, de rostro redondeado como un bollo de pan, y piel bastante pálida, aunque con las mejillas arreboladas. La mujer en cuestión la miró con ojos de cordero, pero Ayame enseguida sintió sus ojos clavados en su frente y, en un acto reflejo, se aseguró de que la bandana seguía bien ajustada en torno a ella.
—¡Bienvenida al Oasis de Jiru-sama! —le sonrió, con voz cantarina y aguda—. [sub=salmonDonde tendrás la mejor experiencia que Kodoku te puede dar. Tenemos cuartos disponibles con desayuno y cena incluido, paquetes de guías turísticos y tickets privilegiados para el festival de la Línea de los Dioses. Has venido al lugar correcto, jovencita. ¿En qué le puedo ayudar, damita-chan?[/sub]
—Yo... bueno... quería alquilar una habitación para esta noche —balbuceó, con cierta torpeza. Aquellos trámites los solían llevar su padre o su hermano cuando salían fuera de casa. Por norma general, y si podía evitarlo, ella no solía abrir la boca y se limitaba a contemplar la escena mientras curioseaba a su alrededor. Pero le tocaba crecer y madurar. Era hora de que se encargara de sus propios problemas. Y por eso infló el pecho yseñaló con orgullo—: ¡He venido a ver la Línea de los Dioses!
Como prácticamente todos los que habían ido hasta allí. Idiota.
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Ayame balbuceó entre dientes y se debatió con su confianza para poder compartir el por qué de su presencia en aquella honrosa y humilde posada. La recepcionista aguardó pacientemente hasta que ésta encontrara la fortaleza para expresar sus más urgentes necesidades, las cuales se antojaban más que obvias teniendo en cuenta el lugar en el que se encontraba...
Pues: ¿para qué serviría un hostal sino es para hospedarse?
Jiru-sama respondió a aquello con la naturalidad de una asidua administradora, incapaz de atentar contra la importancia de un cliente. Le regaló una tierna sonrisa a la pequeña, aplaudió un par de veces y mostró su euforia por tener, a tan tempranas horas de la mañana, un nuevo invitado.
—¡Excelente, excelente! —admitió, contenta—. tengo la habitación perfecta para ti. Vamos, ¡sígueme!
La mujer cerró la caja registradora con llave, y se la guardó en un pequeño bolsillo de su enorme camiseta. Luego salió de la recepción y comenzó a caminar a paso agigantado —o al menos así lo podía percibir Ayame, pues el tamaño de la mujer le sacaba a ella como tres cuerpos, mínimo— hacia la escalera más cercana, a su derecha. Subió alrededor de unos veinte escalones y una vez terminado el trayecto, ambas habían alcanzado el primer piso.
Ayame pudo comprobar que se trataba de dos pasillos cruzados. En cada uno podía haber unas cuatro puertas, lo que advertía probablemente que no podría tener más de una decena de huéspedes a la vez. Sin embargo, aquello aún se encontraba desolado y no había señales de nadie más salvo, ella y la propia Jiru-sama. La que, por cierto, rebuscó entre un grotesco y enredado manojo de llaves hasta encontrar la indicada para abrir la habitación número 5.
La puerta chirrió, y la luz directa emitida desde un amplio ventanal iluminó más el pasillo. Jiru-sama se adentró primero, y esperó a que Ayame hiciera lo pertinente para darle un pequeño recorrido. Lo hacía siempre.
A pesar de todo, no era tan pequeña como habría de esperarse. El cuarto contaba con una cama personal, ataviada de pintorescas sábanas bordadas y aromatizadas. Un pequeño estante con algunos libros, encima un televisor, y al lado una bandeja con hielo y agua. A su más inmediata derecha estaba el baño, ataviado de cremas y toallas. Incuso unas pantuflas.
Todo perfectamente limpio y acomodado.
—Aquí tienes tu llave, damita-chan. El almuerzo se sirve a las doce del mediodía, ¿está bien? —dijo, mientras le entregaba la llave—. encontrarás el comedor a la derecha inmediata de la recepción. También debo decirte que ahora mismo no contamos con agua caliente, intento arreglar el problema lo antes posible.
Sonrió agobiada. Luego juntó sus manos y se agachó para alcanzar la estatura de su interlocutora.
—Bueno. Creo que eso es todo. Si te gusta la habitación y ya has decidido quedarte con nosotros, puedes dejar el pago en la recepción luego de que te acomodes, ¿vale? —Jiru se levantó, luchando con sus rodillas, y puso medio cuerpo fuera del cuarto—. hoy servimos cordero en salsa de naranja. ¡No llegues tarde!
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La posadera asintió con aquella tierna sonrisa siempre curvando sus labios.
—¡Excelente, excelente! —exclamó con un par de palmas, eufórica—. Tengo la habitación perfecta para ti. Vamos, ¡sígueme!
Con un diestro movimiento de muñeca, la mujer cerró la caja con una llave que no tardó en meter en uno de sus bolsillos y después salió de la recepción. Ayame la siguió. Primero con timidez, al encontrarse en un espacio desconocido para ella, pero enseguida aceleró el paso al darse cuenta de que una zancada equivalía a tres suyas. Subieron por la escalera que quedaba a su derecha y enseguida dieron con la primera planta del edificio. Estaba conformada por dos pasillos cruzados, con cuatro puertas en cada uno de ellos por lo que, aún en las épocas de mayor afluencia como la que estaban viviendo, se podía adivinar fácilmente que aquella posada no podía albergar a más de veinte personas (si es que cabía más de una persona por habitación).
«Parece que he tenido suerte de que aún le quedaran habitaciones libres.» Suspiró, aliviada.
La posadera se plantó frente a la habitación número cinco, rebuscó la llave que le correspondía y abrió la puerta. Un leve chirrido les dio la bienvenida, pero enseguida Ayame quedó maravillada ante lo que sus ojos veían. Para tratarse de una posada tan humilde, la habitación no estaban nada mal. Era más grande de lo que había esperado. Y en lugar de un simple colchón desvencijado tirado de cualquier manera en el suelo y cubierto de chinches, una cama cubierta por sábanas bordadas la esperaba en un rincón. En una de las paredes y sobre un televisor, había un pequeño estante con varios libros por los que Ayame paseó la vista, curiosa. Al lado había una bandeja con agua y hielo, para la cual Ayame no sabía para qué servía. Y a la derecha estaba el baño, lleno de cremas, toallas e incluso unas cómodas zapatillas.
—Aquí tienes tu llave, damita-chan.
«¿"Damita-chan"? Ayame tuvo que hacer un gran esfuerzo para no torcer el gesto.
—Muchas gracias, señora. Está todo perfecto —sonrió.
—El almuerzo se sirve a las doce del mediodía, ¿está bien?
—¡Vale!
—Encontrarás el comedor a la derecha inmediata de la recepción. También debo decirte que ahora mismo no contamos con agua caliente, intento arreglar el problema lo antes posible.
«Oh, oh...»
—No pasa nada, me las apañaré —respondió, ante la sonrisa agobiada de la mujer.
—Bueno. Creo que eso es todo. Si te gusta la habitación y ya has decidido quedarte con nosotros, puedes dejar el pago en la recepción luego de que te acomodes, ¿vale?
Ayame volvió a asentir en respuesta, pero la mujer le dio un último mensaje antes de terminar de marcharse:
—Hoy servimos cordero en salsa de naranja. ¡No llegues tarde!
—No lo haré, ¡gracias!
La puerta se cerró con un chasquido, y Ayame se dejó caer en la cama, cansada. El aroma del suavizante la envolvió por completo, y Ayame suspiró con agrado. Todo era perfecto, pero había una parte de ella que se sentía triste.
—Odio viajar sola... —le murmuró al aire. Si al menos su hermano hubiera venido con ella, o Daruu-san...
Con un renovado suspiro, se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño. La verdad es que no le hacía ninguna gracia tener que ducharse con agua fría, pero tras varios días de viaje su cuerpo casi lo pedía a gritos. Menos mal que estaban en verano y se haría más llevadero...
...
Para las doce y media se había arreglado y había finalizado el pago en la recepción. Ahora se había dirigido al comedor para degustar el prometido cordero en salsa de naranja. Ella no solía comer tan temprano, pero la verdad es que llegaba hambrienta.
Y, por qué no, podía curiosear el ambiente.
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El comedor era espacioso, pulcro y hogareño. Constaba de unas ocho mesas individuales con espacio hasta para cuatro personas cada una, de las cuales, para el momento en el que Ayame hizo acto de aparición; sólo un par se encontraba ocupada. Hasta entonces todo lucía normal, común y corriente. La sensación de familiaridad que daba el hostal de Jiru-sama era probablemente un alivio para cualquiera que no se sintiera muy a gusto por estar fuera de su propio hogar, y menos acompañado por la más ínfima soledad.
Un hombre cuarentón presenció la llegada de la joven, y se acercó para atenderla. Con sonrisa amable y entrenada discreción, la invitó a tomar asiento en una de las mesas más cercanas, disponiendo sobre ella la carta del día.
—Bienvenida. Mi nombre es Jozu, y seré su mesero ésta tarde. En un momento le traigo agua, y una canasta de pan.
Cuando el hombre terminó de decir aquello, una mano fría y desnuda le sorprendió agarrándole por el hombro, a su espalda. El viejo Jozu volteó en súbito, ligeramente alarmado, y observó de quién se trataba.
A su retaguardia, el azulado cuerpo de Umikiba Kaido reposaba pacientemente detrás de él. Con sonrisa en ristre y su tan característico lenguaje corporal de "alaben, llegó el hijo del océano".
—Oh, Jozu-san. ¿Por qué no traes una jarra extra de agua, por favor? Me parece que hará falta, la señorita y yo tomaremos el almuerzo juntos —. Kaido se abalanzó hasta el otro lado de la mesa, e independientemente de si Ayame hubiese tomado ya asiento o no, él lo haría por su cuenta. Y le señalaría la silla con su azulada mano, a la espera de que ella hiciera lo propio. No esperaba un no por respuesta, y en vista de la sorpresa de que un rostro levemente conocido había hecho acto de aparición, tan lejos de casa; le motivaba más a insistir en que aquel almuerzo lo compartieran, sí o sí—. Bueno, paisana; sé bienvenida al pueblo más insulso de todo el país de la Tormenta. O del Viento, la verdad es que no estoy del todo seguro.
Hizo una mueca, pensativo. Aún no le quedaba claro de qué lado se encontraba Kodoku, aunque tampoco le importaba mucho. Luego se quedó viendo fijamente a la muchacha, dispuesto a presentarse con su apellido, y nombre, pero de pronto una chispa le volvió a azotar los recónditos rincones de su mente.
Y un refuerzo afloró, de repente.
»Oye, ¿nos conocemos? —sus orbes cristalinos se pasearon de arriba a abajo, y se posó sobre la brillante bandana metálica que cubría la frente de la joven amegakuriense. Algo no le terminaba de cuajar, pero no sabía el qué. Aunque no podía negar que el rostro se le hacía extremadamente familiar.
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Era increíble lo diferente que parecía el hostal visto desde fuera y una vez dentro. Debería haber pasado por una posada humilde, incluso cabría esperarse que el mobiliario estuviera ya viejo y carcomido por el paso de los años, que la cama hubiese sido comida por las chinches, que la comida estuviera fría e insípida... Pero hasta el momento, Ayame estaba encontrando todo lo opuesto a aquello. Y el comedor no era una excepción. Casi se sentía como si estuviera alojada en un hotel dentro de la misma capital.
Amplio, impecable, acogedor. Aquellos tres adjetivos eran los más apropiados para describir aquel salón. Ocho mesas se distribuían en el espacio, sólo dos de ellas ocupadas en aquel momento.
—Bienvenida —Un hombre adulto se había acercado a ella. A juzgar por sus formas y por su vestimenta, debía de ser el encargado de atender a los clientes. Con una sonrisa amable, la acompañó hasta la mesa más cercana, la invitó a tomar asiento y dispuso la carta sobre ella—. Mi nombre es Jozu, y seré su mesero ésta tarde. En un momento le traigo agua, y una canasta de pan.
—Muchas gracias, Jozu-san —respondió, con una sonrisa cortés.
Iba a sentarse, pero justo entonces una mano se posó sobre el hombro de Jozu. Una mano azul. Ayame, sobresaltada como si hubiese sido ella misma la que había recibido el apretujón, miró a la espalda de Jozu. Se encontró ante un chico que ella ya había visto anteriormente. Era de su misma edad, aproximadamente, y siempre tenía aquella fanfarrona sonrisa surcada de dientes afilados como navajas en su rostro. En su frente lucía con orgullo la bandana de Amegakure, sujetando su cabello, lacio y de un extraño color azulado, que caía tras su espalda como una cascada. Pero más extraña era su piel, azul como la de un hombre ahogado.
—Oh, Jozu-san. ¿Por qué no traes una jarra extra de agua, por favor? Me parece que hará falta, la señorita y yo tomaremos el almuerzo juntos —Ayame no había invitado a nadie a que la acompañara en aquel viaje, pero no dijo nada cuando el hombre-tiburón se sentó en una de las sillas y le señaló un asiento.
Ella se sentó en el lado opuesto, todo lo lejos que fue capaz.
—Bueno, paisana; sé bienvenida al pueblo más insulso de todo el país de la Tormenta. O del Viento, la verdad es que no estoy del todo seguro.
—Yo creo que es un pueblo interesante —objetó ella, encogiendo ligeramente los hombros en una posición casi defensiva.
Pero él no parecía estar interesado en su opinión. La observaba con sus pequeños ojos de escualo.
—Oye, ¿nos conocemos?
Ayame tensó aún más los músculos.
—Soy Aotsuki Ayame —respondió, con lengua cortante.
Lo cierto es que ambos habían coincidido en la academia, aunque no habían llegado a intercambiar conversación alguna. Y eso era porque Ayame le había estado rehuyendo a propósito durante todos aquellos años. Nunca le había hecho nada, pero aquella mirada de superioridad, aquella actitud chulesca y aquella sonrisa socarrona le recordaba terriblemente a la misma actitud que lucían los chicos que le habían hecho aquella época... inolvidable.
—Tú eres... ¿Carpín-san?
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—Soy Aotsuki Ayame —respondió ella, tajante y ligeramente grosera. Kaido alzó una ceja, sorprendido de la pequeña llama naciente de un ser que se la antojaba débil y diminuto, aunque poco después trastabiló en sus propias palabras y preguntó, mucho más serena, si él se llamaba... —. Tú eres... ¿Carpín-san?
El escualo envolvió sus labios y arrugó la nariz, ¿de dónde cojones había sacado ese nombre?
—Soy Kaido. K, a, i, d, o —deletreó—. ¿cómo te atreves a no recordar bien el nombre del shinobi estrella de la promoción de la academia ninja del año 216?
En súbito, Kaido llevó sus manos a la cara. Se tapó la boca e hizo un gesto de vergüenza, recordando todo en súbito. Pudo haberse reído, pero lo que estaba a punto de decir era por sí lo bastante insultante como agregarle su socarrona risilla.
—Oh, cierto... es que tú, tú... eres la que falló el examen —dejó caer sus manos sobre la mesa y fijó mirada en la frente de la muchacha, donde reposaba, sin embargo; la banda metálica que sólo le otorgan a quien ha alcanzado superar las pruebas de la academia. Hoy por hoy, Ayame era una genin, como él —. pero mira, si igual no has perdido el tiempo. Ya tienes tu bandana, ¡enhorabuena!
Jozu volvió en ese instante, y miró nervioso a los reunidos. Dejó sobre la mesa dos copas de vidrio, y sirvió en ellas agua directa de la jarra. El gyojin tomó su vaso, alzándolo; y brindó, ligeramente irónico. E instó a que Ayame hiciera lo mismo.
—Por Amegakure, y por sus más grandes ninjas. Y por los no tan grandes también.
Haciendo énfasis en eso último, Kaido miró fijamente a la muchacha. Y atacó la tensión del momento bebiendo de su vaso, y tomando después un trozo de pan. Destruyéndolo dentro de sus afiladas fauces, lentamente.
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Él arrugó la nariz en respuesta.
—Soy Kaido. K, a, i, d, o —deletreó, y Ayame sonrió con cierto nerviosismo—. ¿Cómo te atreves a no recordar bien el nombre del shinobi estrella de la promoción de la academia ninja del año 216?
Iba a disculparse por su mala memoria, pero antes de que pudiera siquiera pensar una respuesta, Kaido se tapó la boca. Parecía a punto de soltar una carcajada, pero al final logró contenerse. Sin embargo, sus siguientes palabras se clavarían en el corazón de Ayame con aún más fuerza que si hubiera utilizado sus dientes de aguja para sacárselo del pecho:
—Oh, cierto... es que tú, tú... eres la que falló el examen —soltó, al tiempo que dejaba caer las manos de nuevo en la mesa y fijaba sus ojos en ella. Sin embargo, en aquella ocasión Ayame no rompió el contacto visual. Había fruncido el ceño y fue consciente de cómo el tiburón estudiaba su frente. Ella levantó la barbilla con orgullo, para que pudiera ver con claridad la bandana que tanto esfuerzo le había costado conseguir—. Pero mira, si igual no has perdido el tiempo. Ya tienes tu bandana, ¡enhorabuena!
Ayame apretó los puños sobre las rodillas. El tono en la voz de Kaido no era de felicitación sincera, ni mucho menos. Tenía aquel tinte venenoso, aquel cinismo del que se regodea con el fracaso del otro. Jozu volvió justo en ese instante, consciente de la tensión que se cocía entre los dos genin. Dejó las dos copas frente a los dos muchachos, que no apartaban la mirada del otro, y les sirvió agua. Kaido alzó su propia copa e invitó a Ayame a brindar con él.
Pero ella no movió un músculo.
—Por Amegakure, y por sus más grandes ninjas. Y por los no tan grandes también —añadiendo, esforzándose en ponerle énfasis a aquellas cuatro últimas palabras que iban directas hacia su orgullo.
¡PAM!
Con una palmada en la mesa, Ayame se había levantado de golpe.
—¡¿HAS VENIDO HASTA AQUÍ SÓLO PARA REÍRTE DE MÍ, ESTÚPIDO TIBURÓN?! —gritó, con lágrimas de rabia en los ojos y el corazón bombeando fuego en sus venas.
Ni siquiera le importaba haber llamado la atención de todos los presentes. Hacía un rato había añorado la compañía de alguien en aquel viaje, pero en aquellos instantes habría dado lo que fuera por hacer desaparecer a aquel idiota de allí para volver a estar sola. Resopló, apartó la silla de mala manera y salió entre zancadas del salón, decidida a salir del hostal.
De todas maneras, ya no tenía apetito.
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¡PAM!
La mesa sobre sus pies vibró con el impacto de un manotazo indigno de la sutileza de una dama, logrando que la copa de la que Ayame no quiso beber se volteara sobre el mantel, rompiéndose en mil pedazos. Kaido vio correr el agua hasta los bordes de aquella estructura, y luego alzó la vista; obligado a percatarse de cómo Ayame se alzaba frente a él cual torre de babel, con los ojos teñidos en lágrimas y controlada por la súbita furia provocada deliberadamente por el gyojin.
La dulce, amable e introvertida kunoichi se transformó de pronto en una mujer controlada por su ira contenida, la cual dejó su frágil y nimio cascarón de contención, revelando una cara de la pequeña dama azul que pocos habrían visto jamás. Y se lo hizo saber muy claro al tiburón con sus consiguientes palabras:
—¡¿HAS VENIDO HASTA AQUÍ SÓLO PARA REÍRTE DE MÍ, ESTÚPIDO TIBURÓN?!
Lo de estúpido, podía ser. Lo de tiburón también. El escualo quiso buscar una excusa para responder a la evidente grosería de su interlocutora, pero no consiguió razones para ello. En cambio, se vio abatido por la caprichosa mirada de los comensales, incluida la de Jozu-san; quien con los brazos cruzados le observó fijamente negando parsimoniosamente con su cabeza.
Aquello, mientras Ayame se alejaba a pasos agigantados hacia el exterior del comedor, y por consiguiente; del hostal.
—Más le vale que se disculpe con la señorita, joven Kaido. O de lo contrario, creo que tendrá usted que ir buscándose otro lugar para hospedarse. Ya sabe, conflicto de intereses.
—Me cago en mis muertos. Está bien, déjame y lo arreglo —advirtió, incapaz de debatir su reacción.
***
El escualo corrió detrás de Ayame, intentando alcanzarla antes de que fuera a cortarse las venas, o algo similar. Salió despedido de las puertas del hostal sin siquiera haber probado un bocado de su almuerzo —y para que Kaido perdiese la oportunidad de comerse un buen cordero a la naranja, tendría que tener sus buenas razones— esperando que por algún milagro, quedase un poco para la hora de la cena.
Tras un minuto, el gyojin pudo ver la silueta de su compañera de profesión.
—¡Oye, tú! ¡Espera! —le instó, a una distancia reducida. Ya para cuando pudo alcanzarla, trató de recuperar el aliento, y si ésta se hubiera detenido, le hablaría muy pero muy claro—. mira, lo siento ¿está bien?
Dio dos bocanadas de aire, primero, y luego prefirió beber de su termo (el cual llevaba grabado en su superficie el símbolo del clan Hōzuki).
—No fue mi intención insultarte, ni nada por el estilo. Sé que a veces peco de confianzudo y digo cosas que no debería, pero como podrás haber notado, aquí y en la academia; mi filtro verbal parece estar averiado. por mi culpa, por mi gran culpa.
»De todas formas, tú también has herido mi "corasooooooon". Eso de tiburón, uy uy. Duele.
Kaido se sostuvo el pecho, y miró de reojo a Ayame. Su estrategia era evidente: avocar por el lado bueno de la muchacha y tratar de ponerse en su misma situación. Si los dos estaban heridos, no había a quién culpar.
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Había salido de la posada y ahora andaba a marchas aceleradas, entre resoplidos de irritación y largas zancadas. ¿Pero adónde iba? ¿Adónde se dirigía? No lo sabía, ni siquiera conocía el pueblo para saber hacia dónde conducía el camino que había tomado, y la verdad es que tampoco le importaba. Lo único que deseaba en aquel momento era alejarse de "El Oasis de Jiru-sama" todo lo que pudiera. No, alejarse de ese chico tiburón que tanto parecía divertirse en su compañía.
«Es como esos idiotas de la academia. ¡Puede que incluso fueran amigos y me haya reconocido!» Gritaba en su fuero interno, con las lágrimas desbordándose por sus mejillas. Le odiaba. Pero sobre todo se odiaba a sí misma. Odiaba su debilidad. Odiaba que le afectaran de aquella manera las palabras de los demás.
De repente, oyó una voz a sus espaldas.
—¡Oye, tú! ¡Espera!
Pero, lejos de disminuir el paso, lo aceleró aún más mientras se afanaba por enjugarse las lágrimas con el dorso de su mano. Había reconocido su voz. Kaido había salido a buscarla. ¿Pero qué quería de ella ahora? ¿No había tenido ya bastante? ¿No estaba satisfecho?
Lo que no esperaba era que sucediera lo que ocurrió a continuación:
—Mira, lo siento ¿está bien?
Quizás fue la sorpresa de oír una disculpa, pero Ayame se detuvo sólo entonces. Él no tardó en alcanzarla, y entonces le dio un par de sorbos a un termo que llevaba consigo...
Y que tenía el símbolo del clan Hōzuki grabado en él.
Ayame palideció súbitamente al contemplarlo.
—No fue mi intención insultarte, ni nada por el estilo —continuó hablando, después de saciar su sed—. Sé que a veces peco de confianzudo y digo cosas que no debería, pero como podrás haber notado, aquí y en la academia; mi filtro verbal parece estar averiado. por mi culpa, por mi gran culpa. De todas formas, tú también has herido mi "corasooooooon". Eso de tiburón, uy uy. Duele. —añadió, sujetándose el pecho en un gesto de lo más teatral.
Ayame agacho la cabeza, pero seguía mirándole por debajo de las pestañas. Rememoraba la discusión en el comedor palabra por palabra.
—Lo siento. Perdí los nervios y me dejé llevar... —balbuceó, aunque casi a regañadientes. Sus ojos se desviaron inevitablemente al dibujo del alquequenje que representaba a su clan. El corazón le latía con fiereza, y tras varios segundos al fin se atrevió a preguntar, con fingida inocencia—. ¿Qué es ese símbolo?
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Su treta al parecer, había servido. La teatralidad detrás de sus gestos, y sus palabras perfectamente elegidas habían hecho mella en el corazón de la inocente Ayame, quien terminó disculpándose ella misma a pesar de no haber hecho nada que no hubiese sido provocado. Todo aquel embrollo no había sido su culpa, ni mucho menos, aunque el mismísimo Kaido difería de esa perspectiva por el simple hecho de que siendo ambos sendos ninja, era decepcionante el cómo la muchacha había caído tan rápido en sus provocaciones, viéndose incapaz de controlar sus emociones a tal punto de explotar en llanto y salir despavorida del restaurante.
Bajo otra circunstancia, habría vuelto a apretar la yaga. Le habría expuesto lo débil y patética que se veía cayendo tan rápido en provocaciones ajenas, dejándole saber además que la poca voluntad en un mundo tan cruel como lo era oonindo, se traducía en estrepitosas fallas. Y las fallas, en una profesión donde el más mínimo error trae las más grandes consecuencias, conllevan finalmente a la muerte definitiva.
Pero calló. Calló, y no dijo absolutamente nada más que investir su rostro con un fingido temple de conformidad ante el perdón de su interlocutora «Parece que no eres tan malo después de todo, ¿Eh, Kaido?»
Pero a pesar de que, de buenas a primeras, el tema había quedado zanjado con ambas disculpas, Ayame seguía cabizbaja. Visiblemente temerosa ante la presencia de quien se antoja ser un infractor de su confianza. El resquemor hacia él era evidente, y la kunoichi le miraba como los cardúmenes de peces observan al rey del océano antes de que éste ataque con toda la furia de su mandíbula.
Y sin embargo, entre dubitativas, el rumbo de la conversación cambió hacia el súbito capricho de Ayame, por preguntar con sofocada curiosidad sobre el significado del símbolo que reposaba sobre su termo, el cual ya había colgado en su cinturón.
—¿Ah, éste? —lo señaló, viéndolo con respeto—. es el símbolo del clan al que pertenezco, los Hōzuki. Es uno de los clanes insignia de Amegakure, ¿cómo es que no lo conoces?
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9/05/2017, 20:03
(Última modificación: 9/05/2017, 20:04 por Aotsuki Ayame.)
—¿Ah, éste? —respondió Kaido, señalando el mismo símbolo al que Ayame se había referido con su pregunta. Por la manera en que lo miraba, parecía increíblemente importante para él—. Es el símbolo del clan al que pertenezco, los Hōzuki. Es uno de los clanes insignia de Amegakure, ¿cómo es que no lo conoces?
Ayame se estremeció para sus adentros. Claro que lo conocía. ¿Cómo no iba a conocer el símbolo de su propio clan? ¿Cómo iba a olvidar aquella noche aquella noche de hace diez años? Ciero, había pasado mucho tiempo, ella era muy pequeña y no recordaba los detalles como le gustaría, pero no se había olvidado de aquellos hombres que irrumpieron en su casa a altas horas de la noche para llevársela con ellos. ¿Cómo iba a olvidarse después de las constantes advertencias que su padre le había dado sobre los Hōzuki?
Y ahora había ido a dar con uno de ellos, precisamente.
—¡Ah, el clan Hōzuki! —respondió, llevándose una mano a la nuca en un fingido gesto de sorpresa—. Sí, claro que lo conozco. Lo que no conocía era su símbolo...
«Tengo que tener cuidado con este tío...»
Apartó la mirada hacia un lado. Como si no tuviera ya bastante con tener que ocultar su identidad como Jinchūriki, ahora se veía obligada a ocultar también su identidad como portadora del agua. Y todo porque ellos la estaban buscando. Por lo que era y por lo que llevaba en su interior.
—Quizás deberíamos volver a la posada. Acabo de acordarme que tengo un cordero a la naranja esperándome —se apresuró a añadir, en un fugaz intento por esquivar el tema.
Aunque en ese instante no mentía. El enfado había desaparecido, y había sido rápidamente sustituido por el hambre...
Y, sin esperar siquiera respuesta, se dio media vuelta para desandar de nuevo el camino.
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—¡Ah, el clan Hōzuki! —la muchacha se llevó la mano a la nunca con curioso desinterés, intentando restarle importancia a una pregunta que en un principio fue formulada con latente curiosidad—. Sí, claro que lo conozco. Lo que no conocía era su símbolo...
Kaido torció el gesto, sabiéndose confuso ante las reacciones de su compañera. Pero es que aún no era lo suficientemente sagaz como para verse capaz de discernir que, desde luego, había algo raro en sus palabras. Tan sólo creyó que, era lo mismo de siempre; que probablemente bajaba la mirada por su apariencia.
—Quizás deberíamos volver a la posada. Acabo de acordarme que tengo un cordero a la naranja esperándome.
—Bien, vamos. Y si empiezo a decir algo que no deba, ya sabes... dímelo antes de salir corriendo —dijo, ahora con cierta gracia, y menos sarcasmo. Aunque no mentía, si empezaba a poner la torta de nuevo, alguien tendría que decírselo.
Ya saben, filtro averiado.
***
El aroma que desprendía aquel platillo era cuanto menos exquisito, al igual que su presentación. Un inmenso plato blanco de cerámica con dos piezas de cordero, bañadas en una ligera capa de salsa de naranja. Acompañado con una porción de arroz, y vegetales al vapor. Era comida hogareña. De las que suele preparar una madre. Pero, claro, aquello era imposible de constatar. Ninguno de ellos dos había tenido una madre en casa, que le hiciera el típico platillo favorito para cuando uno llegase a casa.
Kaido fue el primero que lo probó. Y por más extraño que pareciese, el escualo usó los cubiertos, para variar. Cortó un buen pedazo, y dejó que sus dientes hicieran el trabajo. Un trabajo sólido, gracias a su filosa mandíbula.
—Joder, pero que bueno que está. Pruébalo, pruébalo —le señaló a Ayame con el cuchillo, y continuó con su discurso apreciativo—. nunca había comido cordero. Cerdo sí, pero cordero no.
Pero aquella trivia curiosa que arrojó no era ni de cerca un buen tema de conversación. Por el contrario, decidió embarcarse en la interrogante que se hacían siempre entre recién graduados después de no verse un buen tiempo las caras.
—Y bueno, dime algo. ¿Cómo te trata la vida de genin? ¿ya has hecho alguna misión? —indagó—. porque yo sí, y ha sido una puta mierda. Esas mierdecillas de misiones rango D son la cosa más inútil que puede haber en la vida. Lo único bueno que rescato es que me ha tocado un sensei cojonudo. El tipo está lleno de tatuajes y parece que usa alguna clase de ninjutsu que le permite darles vida a esas figuras desde su cuerpo. Mola un huevo y medio.
Finalmente, dio otro bocado.
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