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Cuando Uchiha Zaide abrió los ojos, justo después de que su figura incorpórea desapareciese del tatami del estadio de los Dojos, tuvo que tomarse unos momentos para recordar dónde estaba. El aire fresco y limpio bañó su rostro sudoroso, y el suave graznido de los cuervos llegó a sus oídos. Allí, en una de tantas cuevas naturales que poblaban la Cordillera de los Dojos, se respiraba tranquilidad, como si el horror que se había y se estaba viviendo a unos kilómetros en el estadio de los Dojos no fuese más que una pesadilla.
Su cuerpo se tensó de golpe al ver que algo gigantesco se acercaba. ¡Un jodido oso! ¡Pensaba que no había animales en aquella cueva!
«Ah, no…» Se dio cuenta de pronto.
— Ryū.
— Te repito una vez más: ya no soy ese.
Zaide se irguió. Retazos de lo que había sucedido todavía estaban sellados en su retina. Si se concentraba, todavía podía oírlos. Los llantos. El sonido del fuego carbonizando mil huesos. Su voz sonó más vieja y cansada cuando se lo preguntó:
— ¿Cómo pudiste?
Ryū bufó.
— Despierta, Zaide. No existe la revolución sin sacrificios. No existe el cambio sin sangre derramada. Solo cumplí mi trabajo. Casi todo mi trabajo. Ese casi te lo debo a ti.
Zaide chasqueó la lengua. «Podíamos haber sido leyendas», pensó. «Podíamos haber sido la chispa que prendiese el fuego de la revolución en el corazón adormilado del pueblo». Ahora solo eran…
Solo eran…
……………...........................................................……¡Monstruos!
………..............................................................................………….¡Monstruos!
.....................................…..¡Genocida!
Sacudió la cabeza e hizo que el sonido de mil pájaros chirriantes eclipsase aquellas acusaciones que todavía le taladraban los tímpanos. La electricidad rodeó su mano derecha, que apuntó a Ryū. Sintió que le costaba mantenerse en pie. El Mangekyō había drenado casi todas sus energías, y el Chidori demandaba demasiado chakra para su estado actual.
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Ryūnosuke vio la mano de Zaide alzarse hacia él, y no se movió. Escuchó el sonido de mil pájaros chirriantes, y no se movió. Sintió la electricidad estática en su piel, y no se movió. ¿Acaso la montaña lo hacía, cuando una mosca volaba hacia ella? ¿Acaso el océano se molestaba en apartarse cuando alguien le lanzaba un guijarro?
No, claro que no.
—¿Tan pronto quieres perder otro ojo, Zaide?
Vio la duda asomando en su mirada. Zaide, el que no se muere, se había ganado aquel apodo por una razón: porque sabía las batallas que podía librar. Se creía la gran cosa, pero jamás se había metido en una pelea desfavorable. Siempre elegía el cuándo, el cómo y el quién. Por eso siempre se las había ingeniado para tener una vía de escape en caso de que las cosas saliesen mal. Sin embargo…
No estaba preparado para el Heraldo del Dragón.
—Se acerca una tormenta, Zaide. Una para la que no estás preparado. ¿Vas a atacar al único aliado que puede mantener la tormenta a raya? —preguntó, curioso—. No, no lo creo. Por encima de todo tú siempre quisiste vivir.
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Solo necesitaba acertar. Un golpe certero y directo al corazón, y todo habría acabado. Sus antiguos camaradas al fin podrían descansar en paz. Los civiles del torneo habrían sido vengados, si es que eso servía de consuelo. El mayor peligro de la humanidad habría visto su punto y final.
Solo necesitaba errar. Un golpe impreciso y al bulto, y todo habría acabado. No más fracasos, no más errores. El agujero oscuro y profundo alojado en su pecho que amenazaba con devorarle por dentro desaparecería. También los chillidos en sus tímpanos. También las imágenes de quiénes pudieron ser y ya nunca serían.
Solo necesitaba matarle.
Solo necesitaba morir.
Matarle o morir…
…¿y por qué no ambas?
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Ryūnosuke vio el cambio en su mirada. Fue algo muy sutil, algo que solo alguien con gran percepción, o que le conociese desde hacía mucho tiempo, podía captar. El color carmesí del Sharingan de Uchiha Zaide siempre había sido muy particular. Cuando lo mirabas, uno tenía la sensación de que no era un color estático, sino que, aunque realmente no cambiase, era como estar contemplando un mar rojo en calma, o una herida abierta. Tenía esa viveza. Esa dinamismo. Ahora Ryūnosuke le miraba y tan solo veía… un iris rojo. Como puede serlo el tapón de una ame-cola o una salsa de tomate.
—Has perdido las ganas de vivir —comprendió de pronto. Un hombre así era peligroso. Un imbécil que deseaba su propia muerte hacía tonterías inesperadas. No obstante, no fue peligro lo que sintió Ryūnosuke, sino lástima—. Es una pena, Zaide. Te he llegado a respetar.
»Te merecías ir al otro barrio sabiendo la verdad.
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Uchiha Zaide no bajó la mano imbuida en electricidad, que seguía apuntando al pecho de Ryū, pero su boca se abrió en una expresión confusa.
—¿Qué dices?
—Tu hermana.
Aquella palabra le golpeó el pecho como un martillo helado.
—¿Qué dices…? —repitió, casi sin voz. Se había desconcentrado tanto que dejó de suministrar el suficiente chakra para mantener el Chidori—. ¿Qué cojones dices, huh?
—Digo, Zaide, que te mentí. No fui yo quien mandó asesinar a tu hermana.
Zaide abrió la boca para replicar, pero no supo qué decir.
—Cinco años atrás, cuando tu hermana hizo esa misión… No fui yo quién preparó la trampa. Ni quien dio la orden. Te dije a ti y al resto de Ryūtōs que había sido yo para ocultar la verdad. Porque sabía que, de lo contrario, irías a por el asesino real. Y el asesino, al contrario que yo, no te sobreviviría.
Zaide torció la cabeza y entrecerró su ojo sano, intentando captar mejor la expresión facial de Ryū. Su timbre en la voz. Su respiración.
—Mientes —soltó, convencido. Al sucio bastardo debió parecerle que dijo algo gracioso, porque soltó una carcajada gutural.
—¿A cuántos acabo de matar, Zaide? ¿¡A cuántos!? ¿Doscientas? ¿Quinientas personas? ¿Te crees que me importa añadir una más a la lista? —preguntó con absoluta indiferencia—. No maté a tu hermana, Zaide. Aunque me alegré de su muerte. En su momento pensé que eso te centraría. Veía tanto potencial en ti… —Se encogió de hombros. Aquello ya no importaba—. Te diré una prueba más: tu hermana no murió la noche que tú crees. La tumba que le hiciste, fuera donde fuera, no tiene sus huesos.
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Ryūnosuke lo vio en su expresión. Si bien al principio la duda no era más que la llama de una vela bajo la tormenta en mar abierto, ahora el candelabro había caído sobre la cubierta del barco y prendía en llamas el navío entero.
—La enterré con mis propias manos… ¡La tuve en mis jodidos brazos! ¿Qué coño me estás contando, huh?
—Y yo sostuve tu cabeza, que yo mismo arranqué, con estas manos —replicó, alzando sus manos tan grandes como zarpas de osos para mostrárselas al Uchiha—. Y aún así…
Ahí estaba él.
—No creas que eres el único que sabe engañar a la gente, Zaide. Dragón Rojo ya lo hizo con Kaido una vez: dimos su cadáver a Amegakure para que lo creyesen muerto. En este caso, el asesino hizo lo mismo.
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Uchiha Zaide sacudió la cabeza. Kaido y su ardid para que Amegakure le dejase en paz. Sí, lo recordaba. Otohime se lo había contado en una de tantas noches aburridas en Ryūgū-jō. Y el artífice para hacer algo semejante había sido…
—¿El asesino, huh? Qué casualidad que me cuentes todo esto en este preciso momento, Ryū. Qué puta casualidad. Justo ahora para que nuestros intereses vuelvan a coincidir, ¿huh? ¡Para que te ayude con tu reconquista!
—Eso no implica que mis palabras sean falsas —replicó él, indiferente. Era tan jodidamente inexpresivo que a Zaide le costaba pillar sus tics. ¿Estaba diciendo la verdad? ¿O estaba mintiendo? ¿Importaba a aquellas alturas?—. Tu hermana no murió en combate, no tuvo el final que hubiese querido. Murió en un puto zulo, en una jaula en la que no podía ni estirarse para dormir, encima de su propia mierda, y alimentada por un tubo. Yo no la llegué a ver, lo descubrí más tarde. Pero vi al resto. Tu hermana fue una rata de laboratorio por tres meses antes de perecer tras los continuos experimentos de Kyūtsuki. Una de tantas. Fue ella, Zaide. Yo cargué con la culpa porque la creía un bien valioso para el grupo y no quería que la acabases matando. Al final resultó que nos la jugó a los dos.
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Ryūnosuke esperó. Un minuto. Dos. Cinco. Sabía que tenían que empezar a moverse, a salir cuanto antes del país, pero aún así fue paciente. Necesitaba a Zaide. Le necesitaba a él y a Akame para recuperar lo que era suyo.
— ¿Y bien, Zaide? ¿Vas a quedarte aquí relamiendo tus heridas? ¿Empachándote de nuevo a omoide, quizá? ¿O vas a hacer lo que tienes que hacer?
Zaide lució sorprendido. Seguramente no por las palabras en sí, sino porque parecía haberse perdido en sus propios pensamientos. No había roto a llorar. No había apretado los puños. No había blasfemado. Simplemente había permanecido ensimismado, perdido en su mundo. Cuando los dos intercambiaron miradas, Ryūnosuke empezó a preocuparse. Después de todo lo que le había dicho, de todo lo que le había revelado, y aquel ojo…
… seguía teniendo el jodido color de un bote de kétchup.
— Ya me intenté vengar una vez… y lo perdí todo. A mis camaradas. A Aiza. Hoy intenté cumplir un sueño y acabó en genocidio. ¿No lo ves, huh? —Sus labios esbozaron algo parecido a una sonrisa torcida— . Estoy… acabado. Ya no quiero luchar más, Ryū. Ya no puedo.
Ryūnosuke asintió.
— Entonces córtate las venas y deja de malgastar el aire del resto. —replicó, mordaz. Aquella actitud de mierda le molestaba, y empezaba a perder la cuenta de las veces que Uchiha Zaide le había decepcionado— . Si algún día cambias de opinión antes de que eso suceda, usa el Gentōshin para contactar conmigo. El primer día de cada mes, a las doce de la noche, lo usaré para hablar con los pocos Ryūtōs que queden con agallas.
No hubo respuesta. Ryūnosuke no la esperó. Simplemente se fue, dándole la espalda. Minutos después, vio un águila cruzar el cielo. El ave se dirigía al sur. Él, al norte. ¿Volverían a cruzarse sus caminos? No lo sabía. Ya no le importaba. Lo único que sabía era que habían venido allí a hacer historia...
... y dicha historia iba a quedarse en el capítulo uno. Si algo le jodía a Ryūnosuke, eso era dejar las cosas a medias. Kyūtsuki era una traidora. Kaido otro tanto de lo mismo. Zaide, un pusilánime. Otohime y la Anciana estaban, probablemente, presos en alguna cárcel del País del Agua, siendo torturados y quizá usados como cebo en un intento por atraerle y atraparle. Akame... Akame era Akame, y nunca había podido contar realmente con él. ¿Quién quedaba de Dragón Rojo para seguir luchando, entonces?
Solo uno.
Solo uno...
FIN.
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