13/09/2018, 19:55
Dispuesto a cumplir el mandato de Amekoro Yui, Daruu salió de su habitación. Se despidió de su madre, que en aquellos momentos se encontraba preparando bollitos de vainilla a ciegas, gracias a la técnica que aprendió de Ayame. Daruu suspiró, mientras veía cómo la mujer se levantaba del suelo y recogía las bandejas del horno.
Lo cierto es que era de admirar. Desde el primer día, no se había rendido. Los ahorros de su madre y su propio sueldo eran suficientes para los dos, de sobra incluso. Pero ella insistía en que algún día abriría la pastelería. De hecho, antes de salir le dijo una frase que le dejó totalmente paralizado, pero sólo cuando ya había salido a la calle y se dio cuenta de lo que podría significar.
Sea como fuere, otra curiosidad tiraba de él más fuerte. Se ajustó la capa de viaje, ancha e impermeable, que le cubría todo el cuerpo, y se echó hacia adelante la capucha. Caminó entre el gentío y salió cruzando el puente. Notificó a los guardias el objeto de su partida.
Desde la aldea, divisó las copas de los árboles del Bosque de Azur. Allí se dirigiría primeramente, para refugiarse de la inclemente tormenta entre el follaje de la linde oriental. Más tarde tomaría un desvío.
Ya eran las ocho de la tarde cuando saludó a los ANBU a la entrada del Túnel. Se adentró en él y tomó gran velocidad antes de subirse de un salto a la cinta. Siempre daba vértigo, porque el cacharro se deslizaba endemoniadamente rápido. Gracias a la tormenta de las Llanuras de la Tempestad Eterna.
Cuando salió, los guardias de la puerta dieron un respingo. Daruu se disculpó educadamente, todos rieron y el joven reemprendió la marcha.
Desde el Túnel, viajó hacia el sudeste, hacia Yachi. Allí tomó asiento en La Pipa de Calabaza, un acogedor restaurante que frecuentaba cuando viajaba de pequeño a Yachi con su madre. Allí, le recibieron entre gran alboroto, y le invitaron a cenar, hecho por el cual Daruu se sintió terriblemente culpable. Pero Roshi, el enjuto y pelirrojo dueño del establecimiento, atusándose el bigote, no le dejó opción alguna.
Ya de noche, bajó con cuidado por la cuesta que besaba al acantilado y que conducía hacia la cabaña de vacaciones de la familia Amedama. Rebuscó en su portaobjetos un rato, y tras encontrar la llave, pensó lo terrible que habría sido habérsela dejado en Amegakure.
Tras cerrar la puerta, Daruu se fue directo a su habitación. Tras dejar tres marcas de sangre adjacentes en la pared, se tiró en la cama y dejó que el Dios de los Sueños le meciera hasta el día siguiente.
Lo cierto es que era de admirar. Desde el primer día, no se había rendido. Los ahorros de su madre y su propio sueldo eran suficientes para los dos, de sobra incluso. Pero ella insistía en que algún día abriría la pastelería. De hecho, antes de salir le dijo una frase que le dejó totalmente paralizado, pero sólo cuando ya había salido a la calle y se dio cuenta de lo que podría significar.
«Este Viento Gris igual tenéis que volverme a ayudar con los bollitos de calabaza...»
Sea como fuere, otra curiosidad tiraba de él más fuerte. Se ajustó la capa de viaje, ancha e impermeable, que le cubría todo el cuerpo, y se echó hacia adelante la capucha. Caminó entre el gentío y salió cruzando el puente. Notificó a los guardias el objeto de su partida.
Desde la aldea, divisó las copas de los árboles del Bosque de Azur. Allí se dirigiría primeramente, para refugiarse de la inclemente tormenta entre el follaje de la linde oriental. Más tarde tomaría un desvío.
Ya eran las ocho de la tarde cuando saludó a los ANBU a la entrada del Túnel. Se adentró en él y tomó gran velocidad antes de subirse de un salto a la cinta. Siempre daba vértigo, porque el cacharro se deslizaba endemoniadamente rápido. Gracias a la tormenta de las Llanuras de la Tempestad Eterna.
Cuando salió, los guardias de la puerta dieron un respingo. Daruu se disculpó educadamente, todos rieron y el joven reemprendió la marcha.
Desde el Túnel, viajó hacia el sudeste, hacia Yachi. Allí tomó asiento en La Pipa de Calabaza, un acogedor restaurante que frecuentaba cuando viajaba de pequeño a Yachi con su madre. Allí, le recibieron entre gran alboroto, y le invitaron a cenar, hecho por el cual Daruu se sintió terriblemente culpable. Pero Roshi, el enjuto y pelirrojo dueño del establecimiento, atusándose el bigote, no le dejó opción alguna.
Ya de noche, bajó con cuidado por la cuesta que besaba al acantilado y que conducía hacia la cabaña de vacaciones de la familia Amedama. Rebuscó en su portaobjetos un rato, y tras encontrar la llave, pensó lo terrible que habría sido habérsela dejado en Amegakure.
Tras cerrar la puerta, Daruu se fue directo a su habitación. Tras dejar tres marcas de sangre adjacentes en la pared, se tiró en la cama y dejó que el Dios de los Sueños le meciera hasta el día siguiente.