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14/09/2021, 22:14
(Última modificación: 14/09/2021, 22:20 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
Para su estupefacción, la kunoichi respondió sin pensárselo un instante siquiera:
—Me temo que sí... Para muchos, Yui es... era, la esencia de Amegakure. Para otros, la única que quedaba a la que pudiesen llamar familia.
—Entonces hónrenla sobreviviendo —le espetó Kokuō, con voz grave—. Honren su memoria preparándose para luchar, para la venganza. Pero no lanzándose a un suicidio sin sentido.
La kunoichi debió de tener un atisbo de iluminación súbita, porque se detuvo momentáneamente.
—Espere, Kokuō. La sala del maquinista.
—¿Eso es donde se detiene este cacharro? ¿Dónde? —exigió saber, entrecerrando los ojos ligeramente. Había que admitirlo, Kokuō no tenía ni idea de cómo funcionaba el ferrocarril. Y nunca había sentido especial interés en hacerlo.
—Kokuō, el ferrocarril tiene dos vagones de maquinista. Uno para una dirección, y otro para la otra. Los trenes son más o menos automáticos, pero es posible activar un freno manual. Y cuando esté parado... cuando esté parado, podemos cambiar el sentido y huir hacia Shinogi-to.
—Es decir, que necesitamos activar el freno en ese vagón... y después activar la dirección contraria. ¿Es así?
—¡Yo me encargaré! Pero tenemos un problema. Seguro que desde el otro extremo desactivan el freno, o vienen a investigar. Habrá una pelea. Como le he dicho, algunos no aceptarán la retirada. ¡Tiene que asegurarse que el tren no puede volver a circular hacia Yukio! ¡Tiene que hacerlo! ¡De alguna forma, rápido!
Kokuō ni siquiera tuvo tiempo de responder: la kunoichi había abandonado el vagón a toda prisa, hacia la parte posterior del tren.
—Espero que me agradezca lo que estoy haciendo por usted... Señorita —suspiró, hastiada.
Ella, al contrario que la otra mujer, no recorrió el ferrocarril a lo largo. Estaba segura de que encontraría a otras personas si decidía ir vagón por vagón, y lo último que necesitaba en aquellos momentos era detenerse con cada humano para convencerle de que tenían que salvar sus fugaces vidas. Por eso, abrió una de las ventanas y saltó a través de ella. Sus dedos se clavaron en el alféizar para poder girar sobre sí misma y terminar apoyada en la pared exterior del ferrocarril. De un salto subió al tejado y, sin demorarse ni un instante más en contemplar la ominosa silueta de Yukio que se acercaba cada vez más a ellos, echó a correr con toda la velocidad que le permitían sus piernas hacia el vagón que iba a la cabeza.
Si nada interrumpía su trayecto, buscaría cómo descolgarse para entrar directamente en la sala del maquinista.
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Kokuō echó a correr esgrimiendo toda la velocidad que le permitían sus piernas, lo que desgraciadamente era sinónimo de hacerlo provocando todo el ruido que le permitían sus botas chocando continuamente contra el metal del ferrocarril. Esto alertó a prácticamente todo el tren de que algo iba mal en el techo. Sin embargo, antes de que tuvieran tiempo de reaccionar —quizás alguno de ellos comenzaba a asomar la cabeza en los vagones que había dejado más atrás—, Kokuō se coló en la cabina principal.
Allí casi se topó de bruces con un ninja medio dormido que, viendo venir algo muy blanco, se puso más blanco todavía e intuyó que se trataba de una de las kunoichi de Kurama. Se levantó a trompicones, sin apenas tener tiempo para hablar, y sacó poco hábilmente un kunai con el que trató de apuñalar a la invitada sorpresa en el pecho.
En aquella sala de máquinas había una cantidad de controles abrumadora, no obstante, Kōkuo —de la cual hay que admitir que nunca había prestado demasiada atención a los asuntos humanos— tenía la suerte de haber estado presente cuando su anfitriona leyó y retuvo el manual de uso del ferrocarril con bastante soltura (Inteligencia 80), (Destreza 60), y también durante aquella misión en la que el maldito cacharro casi arrasa con un pueblo. De modo que sabría cómo funcionaba cada palanca y cada botón con apenas medio minuto de reflexión.
La cuestión era qué es lo que Kokuō querría hacer en la cabina o con la cabina.
De pronto, el tren comenzó a frenar, y el kunai que iban a clavarle en el pecho se desvió. El brazo quedó clavado junto al arma en unos cartones, y aquél hombre gimió de dolor al hacerse daño en la muñeca.
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Los pasos de Kokuō retumbaron con la fuerza de una estampida sobre el techo metálico del ferrocarril. No le importó en aquel momento. No tenía otra manera más silenciosa e igual de rápida para deslizarse hasta el primer vagón, y el tiempo apremiaba. Pero tendría que darse prisa, antes de que los curiosos comenzaran a asomarse y terminaran descubriéndola. Aterrizó en la cabina principal, donde un shinobi adormilado se sobresaltó ante su presencia. Tal y como le había advertido la anterior humana, intentó atacarla sin pensárselo dos veces. Kokuō tensó todos los músculos del cuerpo al verle abalanzarse con un kunai por delante, preparándose para actuar, pero un súbito y afortunado frenado les hizo tambalearse y perder el equilibrio momentáneamente.
«Bien hecho, humana.»
El shinobi había quedado con el kunai clavado en unos cartones, gimoteando dolorido, y Kokuō vio el momento perfecto para actuar. La sala de control estaba repleta de botones y palancas de diferentes tamaños, formas y colores. Durante un momento se le pasó por la cabeza el recuerdo de la Señorita, luchando contra aquel monstruo cuando perdió el control y estuvieron a punto de acabar con toda una aldea. Kokuō estaba segura de que si se paraba a estudiar todos aquellos controles acabaría encontrando el funcionamiento de los más importantes. Pero ella tenía otra solución en mente.
— Tiene dos opciones, humano —le dijo a su desgraciado acompañante, mientras se daba la vuelta hacia la entrada de la sala de máquinas y se dirigía al hueco que quedaba entre aquella y el primer vagón. Comenzó a acumular agua en su brazo derecho, que comenzó a hincharse de forma grotesca para aumentar su fuerza ( Fuerza 45)—. O vuelve con el resto de humanos a Amegakure, o acude usted solo a enfrentarse a Kurama.
Kokuō se acuclilló, con la firme intención de utilizar su nueva fuerza para intentar soltar el acople entre los dos vagones. La otra humana ya había hecho parte de su trabajo frenando el ferrocarril, ahora sólo quedaba anular toda posibilidad de que pudieran volver a dirigirse hacia Yukio. ¿Qué mejor manera de hacerlo que cortando la cabeza de aquella bestia de acero? Si no lo conseguía... bueno, tendría que recurrir a un método algo más bruto.
— Si me permite un consejo —añadió, con la voz ahogada por el esfuerzo mientras se afanaba en su labor—. Demuéstreme esa racionalidad de la que tan orgullosos se sienten los humanos y regrese con los suyos sano y salvo.
Técnica utilizada: Cuarto Alterador - Suiton: Gōsuiwan no Jutsu
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Por desgracia, aquél humano particular escondía algo más. Algo desagradable, podrido, que se gestaba a fuego lento en el seno de la Amegakure más golpeada por el ataque del Gobi, hacía años. Algo que no estaba de acuerdo con las últimas decisiones, ni con ciertos ascensos, ni con ciertas vidas.
Un viejo conocido para Kokuō.
El odio.
—¡¡Muere, monstruo!! ¡¡Muere junto a tu amiguita alien!! —Gritó Hōka.
Un viejo conocido para Ayame.
Hōka se lanzó hacia su espalda kunai en mano justo cuando soltó el acople con el vagón anterior. Los shinobi de Amegakure maldijeron mientras frenaban. Alguno de ellos le lanzó una técnica de Suiton, pero apenas recorrió la mitad de la distancia.
Al Gobi no le costaría esquivar la acometida de aquél pobre diablo. Era lento, torpe y mediocre. Como todos los abusones de colegio. Sin embargo, como todas las personas que deben poner un esfuerzo extra para sobrevivir, Ayame —y por extensión, Kokuō— había pulido su cuerpo, mente y sentidos al extremo.
No sería un problema.
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—¡¡Muere, monstruo!! ¡¡Muere junto a tu amiguita alien!!
Ah... ¿Cómo demonios no lo había reconocido antes? Kokuō ni siquiera recordaba ya su nombre, pero lo había visto una y otra vez a través de los ojos de la Señorita cuando era apenas una niña. Una niña arrinconada a la que un grupo de brutos le quitaba el almuerzo y el dinero que llevara encima, una niña a la que empujaban con el hombro a su paso haciéndola caer, una niña a la que señalaban y se reían de ella en todos y cada uno de los ejercicios de la Academia Shinobi.
Kokuō ni siquiera se molestó en esquivar su ataque. Cuando se lanzó contra ella, varios brazos de chakra surgieron de su espalda y se cerraron en torno a su endeble cuerpo para retenerle e inmovilizarle. Se le quedó mirando durante varios largos segundos, con los ojos clavados como cuchillos ardientes en él. El ferrocarril ya había sido desacoplado, y mientras su cuerpo frenaba, ellos seguían adelante a máxima velocidad. Sería tan fácil abandonarle allí y dejar que el frío o Kurama o sus shinobi del Copo de Nieve se encargaran de él... Lo merecía. Sólo tenía que desaparecer en una nube de humo y regresar con Ayame. Ella ya había cumplido su misión.
«No del todo.» Pensó, apretando las mandíbulas. Ayame. Aquella humana tonta le había pedido que salvara a las personas de aquel tren. Y eso incluía a aquel desgraciado. Estaba segura de que, pese a que había sufrido parte de su vida a manos de aquel desdichado, le afectaría que le dejara morir.
—Respuesta errónea —le dijo, con voz helada—. Es irónico que usted me llame monstruo, cuando usted es algo peor que uno.
Ni siquiera le dejó responder, agitó los brazos con todas sus fuerzas y envió al chico volando por los aires de vuelta al cuerpo del tren. El cómo aterrizara ya era cosa suya. Kokuō se apoyó en el marco del vagón y mientras el viento congelado del norte sacudía sus cabellos y sus ropas, dirigió una última mirada a la silueta cerniente de Yukio. Y sus ojos se afilaron, llenos de ira contenida. Alzó una mano hacia la ciudad, y sus dedos se crisparon, arañando el aire.
—Ojalá no fuera un simple clon... Ojalá tuviese todo mi poder para reduciros a cenizas.
La que ahora llamaban la Ciudad Fantasma no tendría nada que ver con lo que ocurriría con Yukio. Con los ojos llenos de lágrimas de rabia, Kokuō desapareció al fin en una nube de humo y dejó que el vagón siguiera su curso. Sería curioso cuando los sirvientes de Kurama encontraran a aquel solitario vagón entrando en la estación. Pero ella no estaría allí para verlo. Había cumplido su propósito: habían conseguido frenar el ferrocarril y desacoplar la máquina de control que debería dirigirlos hacia Yukio. Ahora no deberían tener más remedio que darm media vuelta y regresar a Amegakure. El chakra de Kokuō también regresó al que se había convertido, forzosamente cabía decir, en su nuevo hogar.
Y Aotsuki Ayame abrió los ojos.
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Y a sus oídos llegó el sonido de un llanto.
Hōzuki Shanise se encontraba a su lado. Se tapaba la cara con ambas manos y lloraba a pleno pulmón. Ella, que siempre había sido la mente fría de Amegakure, estaba desolada sin siquiera saber qué había ocurrido exactamente. No obstante, como todos los demás allí presentes, intuía muchas cosas.
E intuía con más fuerza que el resto, pues Shanise conocía a Yui, y había recibido el mensaje de un halcón que vaticinaba lo peor. Instintivamente, había acudido a buscar a Amedama Kiroe. Y se había encontrado con Ayame en aquél estado.
No, no intuía.
Shanise sabía aquél día que lo había perdido todo, que había muerto, y que resucitar sería el trabajo más duro que haría en su vida.
—Yuyu...
En el otro extremo de la habitación, Aotsuki Zetsuo seguía allí, con los ojos clavados en Ayame. Le bastó una mirada preocupada para traspasar todas sus defensas, leer a través, y más allá. Quedó pálido como la leche y apartó la vista.
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Aotsuki Zetsuo se zambulló en los ojos de su hija de un salto. Lo hizo sin ningún atisbo de duda, buscando las respuestas a las múltiples preguntas que habían surgido desde que Amedama Daruu había conseguido traerla de vuelta. Y se quedó pálido nada más hacerlo. No podría decir que se arrepentía de haberlo hecho, porque no lo hacía, pero Zetsuo acababa de ver la imagen que acosaría y atormentaría a Ayame durante muchas noches. La imagen de la cabeza de Amekoro Yui rodando hasta ella, hasta mirarla con ojos vacíos y chorreando sangre.
Ayame, por su parte, sí que se arrepintió de haber vuelto a abrir los ojos. Y deseó no haberlo hecho. Nunca más. Ella no tenía ese derecho. Así lo recordó cuando vio a quien se encontraba junto a ella. Una mujer a la que admiraba profundamente, y a la que jamás había visto como la vio entonces: Hōzuki Shanise, la Quinta Arashikage de Amegakure, sollozaba a pleno pulmón, tapándose el rostro con ambas manos.
—Yuyu...
Si Ayame ya se sentía rota por dentro, aquella escena terminó de resquebrajar lo poco que quedaba intacto de ella.
«Yo no debería estar aquí... No debería haber sobrevivido... No sin...» Un doloroso nudo atenazó su garganta y terminó de cerrarla. Una parte de ella quiso disculparse, quiso gritar, quiso llorar con todos ellos; pero, por alguna razón, no fue capaz de hacerlo. Era como si su cerebro la hubiese anestesiado, quizás en un intento de protegerla de tanto dolor y tanto sufrimiento. En su lugar, sus ojos quedaron clavados en algún punto inexistente, viendo sin ver, con los puños apretados.
Alguien apoyó la mano en su hombro, zarandeándola ligeramente.
—¿Ayame? —la llamó su padre. Su voz sonaba también rota. Por su culpa. Sólo por su culpa.
Ayame no respondía. Ni siquiera le miró.
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Shanise escuchó la voz rota de Zetsuo, y levantó la mirada inmediatamente. No tenía el respirador puesto. En su lugar, vestía un rostro roto y aterrado. Se levantó y dio un paso hacia Ayame. La cogió de la mano y se la apretó entre las suyas con delicadeza.
—A... yame... —dijo con dificultad—. Sólo quiero que me digas una cosa. Sólo una...
»¿Está muerta? —Shanise ni siquiera la miraba. Miraba más allá, hacia la pared. Pero acariciaba sus manos y agarraba sus dedos casi con ternura. Casi como si en lugar de querer cuidarla...
...fuese una niña que necesitara el contacto físico para sentirse segura.
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Por el rabillo del ojo, Ayame fue capaz de ver que Shanise se levantaba y se acercaba a ella.
«Viene a castigarme por no haber podido protegerla...» Pensó; pero, extrañamente, no sintió ningún tipo de temor. No se encogió como habría hecho en cualquier otra ocasión. De hecho, ni siquiera se movió. «Lo merezco... Lo merezco.» Lo más escalofriante no era que no sintiera miedo, sino que en lugar de ello se sintiera incluso... ¿aliviada?
Shanise tomó su mano, la apretaba con inusitada delicadeza entre las suyas mientras seguía llorando.
—A... yame... —dijo con dificultad—. Sólo quiero que me digas una cosa. Sólo una... ¿Está muerta?
No hizo falta que pronunciara su nombre. Era obvio a quién se estaba refiriendo.
«Shanise ha hecho tantas cosas por mí...» El nudo en su garganta la estaba asfixiando. La presión en su pecho amenazaba con aplastarla. Shanise le había salvado la vida frente a aquel Kajitsu, había sido ella quien había movido mar y tierra para volver a revertir el sello y recuperarla. Shanise había confiado en ella hasta el extremo, le había confiado la figura de Mano Derecha. Y ella... Ella a cambio... «Y yo le he quitado lo que más quería en el mundo...»
Las palabras de Shanise despertaron una única reacción en el adormilado cuerpo de Ayame: sus ojos se anegaron de lágrimas, que rodaron sin remedio por sus mejillas.
Asintió.
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Shanise sorbió por la nariz y bajó la mirada. Por un momento, apretó la mano de Ayame con más fuerza. Pero delicadamente, la bajó y la dejó sobre la cama.
—Gracias por intentarlo... p-pero... probablemente fue lo que ella quería. Siempre... —Se dio la vuelta y le dio un puñetazo a la pared—. ¡Siempre fue una imprudente y una estúpida, una impulsiva sin remedio, una...! —lloró Shanise. Abatida, se dejó caer al suelo y sollozó durante unos minutos—. Lo siento, Ayame, pero te he mentido... —dijo entonces—. Necesito saber otra cosa. Tu halcón mencionaba a unos refuerzos, en el tren. ¿Han muerto también...?
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Pero Shanise no la castigó. Ni siquiera le alzó la voz. Simplemente, apretó su mano con más fuerza y sorbió por la nariz.
—Gracias por intentarlo...
«¿Por qué? ¿Por qué me da las gracias?» Se preguntaba Ayame, con la mirada aún fija en algún punto de la pared. ¿Por qué no le gritaba? ¿Por qué no le hacía pagar por no haber sido de cumplir el único papel que tenía como Mano Derecha de la Arashikage? ¿Por qué no la encerraban en un calabozo para siempre o la sellaban en el fondo del lago como habían hecho mucho tiempo atrás con otra kunoichi? ¿Por qué seguía hablándole con suavidad?
—P-pero... probablemente fue lo que ella quería —Continuó la Arashikage, ajena al laceramiento interno al que se estaba sometiendo Ayame—. Siempre... —Shanise se dio la vuelta y le asestó un fuerte puñetazo a la pared. El puñetazo que Ayame habría merecido—. ¡Siempre fue una imprudente y una estúpida, una impulsiva sin remedio, una...! —rompió a sollozar de nuevo, y Zetsuo se acercó a ella cuando se dejó caer al suelo, hundida.
—Arashikage-sama —le dijo, inclinando el cuerpo en una profunda reverencia—. La familia Aotsuki se mantendrá a su lado pase lo que pase. Recuérdelo. Jamás la dejaremos sola. Estaremos ahí para lo que necesite, sea lo que sea.
—Lo siento, Ayame, pero te he mentido... —añadió Shanise entonces—. Necesito saber otra cosa. Tu halcón mencionaba a unos refuerzos, en el tren. ¿Han muerto también...?
Ayame no respondió inmediatamente, pero sus ojos se iluminaron brevemente. Apenas un destello en un océano de oscuridad. Los shinobi del tren que se dirigía hacia Yukio. Las últimas palabras que había pronunciado antes de perder el conocimiento habían sido un ruego para que alguien les salvara la vida. Algo acarició su conciencia entonces. Una mano amiga que la apartó con gentileza para tomar el control momentáneamente. Y la voz de Kokuō tomó prestada la garganta de Ayame:
—No han muerto —afirmó.
Y Zetsuo, sobresaltado, se volvió hacia ella con los ojos chispeantes. Ante ellos, la figura de Ayame se había transformado hasta adquirir los rasgos de Kokuō.
—¡Tú! —gruñó.
—Una humana me ayudó a frenar el tren —continuó, ignorando la mirada del médico—. Yo me aseguré de que no pudieran cambiar de opinión y volvieran hacia el norte. Si todo sale bien, deberían estar de vuelta más temprano que tarde.
Kokuō inspiró por la nariz y dejó escapar el aire con un profundo suspiro.
—Lamento su pérdida, Señora Arashikage. Estuve con La Tormenta en esa lucha, pero no pude quedarme a protegerla. Ella... se quedó voluntariamente allí y luchó con honor y fiereza.
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—No han muerto —afirmó Kokuō.
Shanise se sobresaltó al instante, pero luego soltó un respiro de alivio, y cuando Zetsuo intercedió, ella levantó la mano para que el bijū pudiese seguir hablando. Aunque, por supuesto, no pensaba callar por Zetsuo.
—Una humana me ayudó a frenar el tren —continuó, ignorando la mirada del médico—. Yo me aseguré de que no pudieran cambiar de opinión y volvieran hacia el norte. Si todo sale bien, deberían estar de vuelta más temprano que tarde.
— Menos mal... gracias, Kokuō. De cora...
—Lamento su pérdida, Señora Arashikage. Estuve con La Tormenta en esa lucha, pero no pude quedarme a protegerla. Ella... se quedó voluntariamente allí y luchó con honor y fiereza.
Shanise no pudo reprimir el llanto y tuvo que taparse los ojos con el antebrazo para limpiarse las lágrimas. Sorbió por la nariz, y asintió.
— Entonces, haré saber... a toda Amegakure, que... que luchaste junto a ella, que la protegiste. Gr... gracias, Kokuo. De corazón. —Shanise terminó la frase que había empezado antes y se levantó, rascándose los ojos y respirando muy hondo para relajarse—. Sí... Yui fue una estúpida y una imprudente. Una estúpida valiente, que hacía que todos nos volviésemos un poco más imprudentes. Una estúpida a la que amé con toda mi alma. Y la he perdido. He perdido más de la mitad de mi ser... —Shanise miró a Kokuō. Miró a Zetsuo—. Habrá guerra.
» Habrá guerra, y os aseguro que no descansaré hasta que acabemos con la última partícula de ceniza de lo que fue ese hijo de puta cuando hayamos arrasado con llamas y tormentas todo su ejército. O hasta que muera. —Shanise se dio la vuelta y caminó hasta la puerta—. Y cuando descanséis... cualquiera de las dos, venid a verme al despacho. Por favor. Kokuō, cuida de Ayame, por favor. Yo no me sentiría preparada jamás para lo que ella tuvo que ver.
Y no lo estuvo, cuando unos días después del funeral de Yui, recibió su cercenada cabeza de la mano de un ANBU, apenas hubo cedido el sombrero a alguien más y aceptado el cargo de Tormenta. Cuentan que Shanise desapareció por completo durante dos semanas. En la villa se temieron lo peor.
Pero esto sería adelantar demasiado los acontecimientos, y es una historia que no conviene narrar, porque hacerlo sería una deshonra para la imagen de la Eterna Tormenta y de su amante.
Centrémonos en unas horas después, cuando Shanise caminaba bajo la lluvia, a paso lento, sobre la lengua del temible rostro de oni que decoraba la cima de la Torre de la Arashikage y que daba a su despacho. Se deslizó como con unos patines por la rampa que llevaba a la punta ascendente de la lengua, y allí quedó con las piernas cruzadas, de pie, mirando hacia el cielo. Cerraba los párpados con cada gota de lluvia que se interponía en su mirada, pero no le era algo molesto. Ella era una amejin de pura cepa. En el cielo, un rayo hendió una nube y fue absorbido por la punta afilada de un edificio lejano.
— ¿Lo oíste, mi dulce Yui? —lloró Shanise—. Las alabanzas del Gobi. Pequeña mía, hasta de un bijū conseguiste respeto. Así fuiste tú. Así fuiste tú... la mejor... siempre, siempre la mejor. —Shanise gritó, impotente y llena de rabia, y lentamente descruzó la pierna derecha y adelantó el pie, que acarició el vacío—. Quisiera tirarme, quisiera tirarme, Yuyu, y acabar con todo esto. Reunirme contigo allá donde te hayas ido. Formar parte de la lluvia, de las nubes de tormenta que rugen allá arriba. Pero sé que no es tan fácil, ¿verdad, Yuyu? —Volvió a poner el pie, firme sobre la lengua, y se tumbó en la curva cóncava del músculo de roca, echándose los brazos detrás de la nuca—. ¿Qué voy a hacer, Yuyu, cuando vuelva a casa, y te huela en mis sábanas, ahora frías e incómodas? ¿Qué voy a hacer sin ti cuando huela tu perfume en tu ropa, abandonada en el armario para siempre? ¿Qué va a ser de mí cuando todas las noches apague la luz y sienta el vacío que hay en mi espalda, cuando tú siempre me rodeabas? ¿Qué será de mí cuando cocine, para nadie más que a para mí misma? Yo no puedo vivir así, mi dulce Yui... ¡Yo no puedo vivir así, joder! —Shanise se llevó las manos a la cara y sollozó—. No puedo vivir así...
Aquella noche, Hōzuki Shanise durmió en el despacho. Pero a la siguiente, cuando los huesos no pudieron más, tuvo que hacerle frente a la verdad.
Volvió a llorar cuando, sin querer, cocinó y puso la mesa para dos.
Y volvió a llorar cientos de veces. Y cientos de voces se unieron a ella, llorando al unísono por la mejor Kage y Tormenta que Amegakure había tenido y que tendría jamás.
Ese fue el fin de Amekoro Yui.
FIN.
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