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Zaide fue lo suficientemente lejos para asegurarse de que todo saliese bien que incluso le selló una bola de fuego en la frente para que no revelase su identidad. Le extraño un poco que aquella fuese la condición y no que él huyese o algo por el estilo, aunque supuso que confiaba en que no tenía ninguna posibilidad de escapar con las piernas como las tenía.
La verdad, Daigo también confiaba en que no podría escapar. Si salía de aquella situación, tendría que ser de otra manera.
— Claro. No diré nada. —Respondió Daigo. Ser desafiante cuando una bola de fuego podía reventarle en la cabeza no le haría ningún bien.
Una hora más tarde, Roro, el cazarrecompensas y Daigo se dirigían a La Prisión del Yermo, que ahora podría definirse más apropiadamente como La Fortaleza del Yermo. Siendo los esclavos sus soldados y Nathifa su líder. Recordó entonces como, la primera vez que vino, confió en que Kenzou haría algo al respecto después de que él le dijese lo que estaba sucediendo. No sabía cómo sentirse ahora respecto a eso, o a todo lo que sucedió después de su misión, pues todavía dudaba sobre lo que el viejo Zaofu le había contado a él y a Ranko.
No. No era momento de pensar en eso. Tenía que centrarse en el presente para sobrevivir.
Finalmente, Daigo y su captor entraron a la fortaleza, donde Nathifa y otra decena de ninjas les dieron la bienvenida. Sonriendo. La muy maldita sonreía.
— Llegas con un año y dos meses de retraso, Daigo. No has cumplido con la misión que te encomendé, no has cumplido con la promesa que me hiciste. Al contrario, entorpeciste la caza de una criminal y asesinaste a uno de los míos. ¿Algo que decir en tu defensa?
— No. Lo que dice es cierto.
Prometió que nunca se disculparía por lo que hizo. De hecho, se prometió no arrepentirse de ninguna otra cosa que haya hecho o que vaya a hacer en su vida, pero tampoco pondría ninguna excusa. Jamás.
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Nathifa asintió. Algo le decía a Zaide que no importaba la manera en que se hubiese defendido Daigo, el resultado iba a ser el mismo.
—La sentencia entonces es clara: pagarás con tu vida la vida que has robado. Sirviendo. —Miró a uno de sus sirvientes—. Dale la recompensa a…
—Roro —le ayudó Zaide, al darse cuenta de que a ella se le había olvidado el nombre.
Un sobre voló en su dirección y cayó en sus manos. Cuando lo abrió, contó tres mil ryōs en billetes.
—Aquí falta la mitad. —Según había podido averiguar por el camino, la recompensa fijada era de seis mil.
—Quizá no te diste cuenta, Roro, pero estamos en guerra. Y por lo que veo, Daigo no podrá servir muy bien en la condición en la que me has traído.
—Accidentes que ocurren —dijo, encogiéndose de hombros—. De todas formas, el cartel no especificaba la condición del capturado. Te tenía por una mujer que cumple con su palabra, Nathifa.
Se produjo un silencio tenso. Zaide se dio cuenta que quizá había tensado demasiado la cuerda. Estaba rodeado por un buen puñado de ninjas a los que no le importaba morir matando, por no hablar del ejército de afuera. A las malas, estaba jodido.
—Si no te gusta lo que ofrezco, puedes devolver el dinero.
Zaide dudaba de que si le devolvía el dinero podría a cambio llevarse a Daigo. De todas formas, ¿para qué iba a hacerlo? Era un peso muerto, ni su propia Kage había dado un duro por salvarle. Al menos de Nathifa obtenía unas cuantas noches en posadas y comida caliente. Y un puñado de caramelos para Yota, que estaba insoportable cuando no los tenía.
Realizó una reverencia.
—Para nada. Todo suyo. —Bajó la voz para despedirse del kusajin—. Buena suerte.
Cuando salió por el gran portalón, ya no volvió a mirar atrás.
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Cuando escuchó su sentencia, Daigo tuvo que contenerse el suspiro de alivio para que no resultase obvio que aquello era exactamente lo que buscaba, pues cuando la alternativa era morir, ese era el mejor resultado posible para sobrevivir.
Y mientras tuviese vida, tenía esperanza.
El chico se mantuvo callado durante todo el intercambio entre Zaide y Nathifa, aunque la verdad es que se sorprendió bastante al escuchar su recompensa. No es que quisiera que fuese más alta, pero esperaba que lo fuese. ¡Había matado a un hombre!
Al final, Zaide se contentó con sus tres mil Ryō de media recompensa y se despidió del Kusajin, deseándole buena suerte.
— A ti también. —Le respondió, también en voz baja—. El telón está lejos de cerrarse
El chico esperó a que Zaide cruzase la puerta y saliese de la fortaleza antes de volver a abrir la boca.
— ¿Está bien su familia? —Preguntó—. La de Tomizawa-san, digo.
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Nathifa tardó unos momentos en responder a aquella pregunta. En parte porque la pilló por sorpresa, en parte porque tuvo que bucear en su memoria en busca de un dato que, de tenerlo guardado, se encontraba en un cajón lleno de polvo y con el letrero: NO IMPORTANTE.
—Recibieron una compensación económica por la pérdida de Masahiro. —No sabía exactamente quiénes. ¿Padres, mujer, hijos? Ni idea. Habían enviado el dinero por ella y no se había preocupado más por el tema—. Llamad al médico. —Una figura desapareció en dirección al campamento—. ¿Podrás caminar? ¿O he pagado por un inútil?
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— Ya veo...
El chico agachó la cabeza, triste. Sabía que una compensación económica no era suficiente sin importar la cantidad de dinero que hayan recibido, pero al menos era algo.
Nathifa, en cambio, parecía más preocupada por lo útil que le pudiera ser su nuevo sirviente.
— Pues no lo creo. —Respondió, sincero—. No siento para nada las piernas, pero con el tiempo suficiente me las apañaré. Los ninja somos gente con recursos.
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16/01/2022, 20:57
(Última modificación: 16/01/2022, 20:58 por Uchiha Datsue. Editado 1 vez en total.)
Con el tiempo suficiente.
Eso era un lujo que Nathifa no tenía.
El médico que examinó al reo puso una franja más precisa: varios meses, como mínimo. Sin garantías de que recuperase toda la movilidad. Dos guardias —estos no llevaban el kanji del fūinjutsu en la frente— tomaron a Daigo por los sobacos, arrastrándolo tras Nathifa.
Bajaron por unas escaleras empedradas, con manchas ennegrecidas, como si tiempo atrás hubiesen sufrido un incendio. Atravesaron un portalón, y un largo pasillo con habitaciones con rejas a ambos lados. Antiguas celdas. Ahora, usadas como habitaciones o pequeños almacenes donde guardar armas, comida y ropa. Aquella era la Prisión del Yermo, pero hacía meses que estaba teniendo otra función.
Entre cada sonido del bastón apoyándose en el suelo, Nathifa hablaba.
—Los Señores de las Dunas han cercado toda la capital. —Pam—. Toda la ciudad se va quedando poco a poco sin provisiones. —Pam—. Necesito más soldados para ganar esta guerra, cuantos más mejor —Pam—. Pero eso implica también más bocas que alimentar. Al final, tengo que encontrar un equilibrio.
Bajaron de nuevo por otras escaleras, más lúgubres. Pasaron al lado de una habitación con una gran mesa en el centro, sangre seca en ella y en el suelo. Colgaban del techo cadenas, y reposaban en varias estanterías frascos, libros y diversos utensilios para cortar. Recordaba a un matadero y a un laboratorio al mismo tiempo.
—Dime, Daigo. ¿Consideras justo que un inocente tenga que pasar hambre por dar de comer a un criminal? —Pam—. ¿Consideras que los criminales que están haciendo un trabajo a la sociedad, deban pasar hambre por dar de comer a criminales como tú, con ninguna utilidad hacia ésta?
¡Pam!
Se detuvieron frente a una puerta hecha de barrotes de acero —esta sí estaba cerrada—. Uno de los dos guardias soltó a Daigo para extraer un manojo de llaves y abrir la puerta. Cuando entraron —Nathifa también lo hizo, con un pañuelo oscuro envolviéndole la nariz—, una ola de mal olor inundó las fosas nasales del kusajin. Era una mezcla asquerosa a mierda, meado, sudor y humanidad concentrada. La sala estaba tan en penumbra que, al principio, no distinguió nada. Ni a nadie.
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Unos meses dijo el médico. Eso hizo que Daigo se sintiese un poco aliviado porque todavía tenía esperanzas de volver a andar, pero Nathifa no parecía tener unos meses de tiempo y probablemente Daigo tampoco.
Al descubrir las noticias, dos guardias sin el sello de esclavitud lo cogieron para arrastrarlo junto a Nathifa.
«¿También tiene guardias normales? Joder». Poco a poco, el chico sentía como se le iban cerrando las ventanas.
Mientras bajaban unas escaleras, Nathifa le explicaba a Daigo, básicamente, que no le daría de comer. Él podía con ello. Ya sabía bien lo que era el hambre, ha tenido que soportarla durante mucho tiempo debido a su pobreza. Con lo que probablemente no podría, sin embargo, era con lo que le esperaría si alguna vez llegaba a entrar a la que parecía ser la habitación de experimentos.
Tragó saliva. Probablemente no le quedaba mucho tiempo antes de que lo arrastrasen hasta allí. Tenía que buscar una salida pronto.
—Dime, Daigo. ¿Consideras justo que un inocente tenga que pasar hambre por dar de comer a un criminal? —Pam—. ¿Consideras que los criminales que están haciendo un trabajo a la sociedad, deban pasar hambre por dar de comer a criminales como tú, con ninguna utilidad hacia ésta?
— No me hables de justicia, Nathifa. —Le respondió—. Una esclavista como tú no sabría lo que es la justicia aunque le golpease en la cara.
Uno de los guardias abrió entonces la puerta de una habitación oscura y maloliente. Ahora lo empezaba a entender. Estaba jodido.
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Nathifa negó con la cabeza. Una vez, girando la cabeza los mismos centímetros hacia la derecha que a la izquierda. Así de cuadriculados eran sus movimientos.
—No sabes lo que dices. ¿Qué propones, un sistema en el que los inocentes paguen de su salario para dar de comer a un criminal? O peor aún, ¿qué tengamos que mancharnos las manos ejecutándoos? —De no ser porque aquello hubiese resultado ser una ordinariez, Nathifa se hubiese reído—. No soy una esclavista, Daigo. Simplemente busco que los criminales paguen el precio de sus crímenes. Tú arrebataste una vida inocente; ahora te toca contribuir con la tuya.
Hizo un gesto a uno de los guardias, y este quitó las esposas que apresaban al kusajin. Si intentaba algo, pronto se daría cuenta, sin embargo, que allí no era capaz de moldear el chakra. Aquella sala debía tener algún sello supresor del chakra. Entonces tiraron de él y… lo tiraron hacia adelante.
Daigo no cayó en el suelo. No inmediatamente. En su lugar, siguió cayendo por unos seis, siete, quizá hasta diez metros. Sus huesos dieron contra el suelo entonces, y se dio cuenta de dónde estaba: aquella no era una habitación, sino una especie de pozo. Una única pared lisa y circular lo rodeaba todo, de diez metros de altura, y en el centro existía otro agujero, esta vez más pequeño —unos tres metros de diámetro—. La única luz provenía de la antorcha de la entrada, y…
—¡¡¡AAAAGGGGHHHH!!!
Y no le dio tiempo a examinar nada más, porque de pronto se le echaron encima. Alguien —no pudo ni ponerle cara—, le cogió de la cabeza y se la golpeó contra el suelo. Un segundo le tomó un brazo y le mordió. Un tercero hizo algo con sus piernas, pero por suerte esa no era una preocupación inmediata: ventajas de no sentirlas.
Arriba, se oyó una puerta cerrándose con llave y la voz de Nathifa perdiéndose en la lejanía:
—Malditos bárbaros carroñeros. Se merecen los unos a los otros.
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Daigo se sorprendió al escuchar las palabras de Nathifa, que parecía completamente convencida de que hacía lo correcto.
— Un día te tocará pagar a ti, Nathifa.
Entonces, uno de los guardias le quitó las esposas y automáticamente el chico intentó concentrar chakra de viento en la punta de sus dedos, pero no sucedió nada. Debía haber algún tipo de sello supresor de chakra en la sala.
Antes de que pudiese hacer nada más, el chico fue empujado hacia adelante y... cayó.
Fue como una de aquellas veces en las que bajas las escaleras y crees que has bajado el último escalón, pero realmente quedaba otro. O como cuando sueñas que caes y despiertas antes de tocar el suelo.
Pero él no despertó antes de llegar al suelo. Se estrelló contra él sin control alguno y acabó en lo que debía ser un pozo. Apenas había luz y parecía haber otro agujero más pequeño y...
¡PAM! Alguien le estrelló la cabeza contra el suelo. ¿Quién? No tenía la más mínima idea, pero justo entonces otra persona le mordió el brazo, arrancándole un grito de dolor mientras otra persona debía estar haciendo lo mismo con su pierna.
No se paró a preguntarse quiénes eran o por qué lo atacaban, aunque la respuesta era obvia al escuchar la voz de Nathifa, sino que se defendió inmediatamente como buenamente de forma inmediata.
Cogió con su mano libre la muñeca de quien le había estrellado la cabeza en el suelo y estiró de ella mientras arqueaba la espalda y el cuello hacia arriba, para pegarle un cabezazo en lo que debía ser su nariz. Entonces tiró con fuerza del brazo que le estaban mordiendo para intentar liberarlo, y darle un golpe con la base del puño a quien lo estaba mordiendo.
Inmediatamente después intentaría patearle la cara a quien le estaba cogiendo las piernas.
Espera... ¿lo pateó?
«¡Mierda!» ¡Si no podía mover las piernas.
Estaba aterrado, completamente aterrado y sin mover las piernas no podía pelear como siempre lo hacía, pero no podía pensar en el miedo. ¡Tenía que defenderse!
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Sintió el sonido de un hueso partiéndose cuando su frente impactó contra la nariz, seguido de un chillido. Su puño consiguió acertar, aunque no fue uno de sus golpes más limpios. Sí lo suficiente para echarlo hacia atrás momentáneamente. El agresor de sus piernas seguía allí, no obstante.
Se oyó un grito desde otro lado. El hombre que estaba sobre sus piernas se irguió, de rodillas, justo a tiempo para recibir una patada en el pecho. Salió propulsado hacia atrás, no con demasiada fuerza, pero sí con la suficiente mala suerte como para caer en el agujero del centro.
Se produjo un silencio.
Más silencio.
Más silencio.
¡Ploc! Se oyó muy lejano, demasiado como para que nadie sobreviviese a una caída como esa.
El hombre que le había mordido el brazo retrocedió asustado, y la mujer con la nariz rota maldijo. Frente a Daigo, otra mujer se alzaba. Quien le había ayudado en aquella escaramuza. Vestía harapos sucios, lucía hambrienta, delgada más allá de lo saludable. Todos allí lucían hambrientos. Todos allí estaban en los huesos.
Daigo pudo contar una docena de personas. Los dos agresores se juntaron en un rincón, con otras dos mujeres y un hombre lo suficientemente cerca como para pensar que formaban un grupo. Luego había tres individuos solitarios, desperdigados. Un niño, una chica que debía rondar su edad y un anciano se arrejuntaban en otro espacio.
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De alguna manera, Daigo había conseguido repeler a sus agresores. Incluso el que había intentado patear se había llevado una patada de alguien más que hizo que cayese al agujero del centro, probablemente matándolo en el acto.
— ¡No! —Estiró su mano para intentar ayudarlo antes de que cayese, pero fue demasiado tarde.
No tuvo tiempo para lamentarse, pues pensaba que la persona que lo había ayudado quizás acabaría atacándolo también, el peliverde utilizó una mano para sentarse, mientras levantaba su puño para ponerse en guardia, pero al mirar a su alrededor, Daigo no se encontró con enemigos. Al menos no de momento.
Habían al menos 12 personas personas allí, todas en los huesos y más cerca de la tumba que del mundo de los vivos. Daigo miró a la mujer que le había salvado a los ojos y respiró, relajándose un poco más.
— Gracias por ayudarme... —Le dijo, aunque le habría gustado que nadie hubiese acabado muerto.
Miró a su alrededor una vez más. Era imposible que todos hubiesen cometido algún crimen para acabar aquí. ¡Había un niño, joder!
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La mujer a la que Daigo le daba las gracias debía rondar la treintena, aunque el hambre y la suciedad le hacía parecer mayor. En sus ojos avellana se intuía un brillo fiero, ensombrecidos por la penuria en la que vivía. Su melena, cortada en mechones desiguales —como si necesitase cortar su propio pelo para usos concretos—, era castaña. O se intuía que era castaña, entre un sinfín de trenzas enmarañadas y grasientas.
—No fue por ti —dijo, agachándose junto a él en una actitud nada amenazante. De su cuello colgaba una bandana. Tenía una espiral dibujada en la placa, atravesada por una raya en horizontal—, sino por recuperar esto.
Al seguir con la vista hacia donde se dirigía la mano de ella, Daigo lo vio: una especie de daga enterrada en su muslo. La buena noticia es que no se había dado cuenta hasta ahora. La mala noticia es que eso hablaba muy mal de su recuperación. Bueno, eso… y que tenía una jodida daga clavada hasta el fondo.
La muchacha atrapó la empuñadura con la mano y dio un tirón brusco para sacársela de la pierna.
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La mujer, que Daigo pudo notar entonces que debía tratarse de una ninja renegada de Uzushiogakure que rondaba los treinta años, se agachó junto a él para recuperar algo. Al seguirla con la mirada, pudo notar que se refería a una daga que tenía clavada en la pierna.
La mujer cogió la empuñadura con una mano...
— ¡Oye, espera, espera, espera! —Cerró los ojos con fuerza, preparándose para lo estaba por venir.
… Y estiró con fuerza, arrancándole el arma de golpe. No hubo dolor, ni grito, ni nada. El kusajin prácticamente supo lo que estaba pasando solo porque lo había visto, pues no había sentido nada.
«¡Que no sienta las piernas no significa que puedan hacer lo que quieran con ellas!»
El chico suspiró y decidió relajarse y revisar la herida por si empezaba sangrar. Lo último que necesitaba en la situación en la que estaba era tener que preocuparse por cómo sanaba una herida que ni siquiera podía sentir.
— Pues no ha sido para tanto. Esto... yo soy Daigo ¿cómo te llamas? —Preguntó. Si planeaba salir de allí un día, tenía que empezar a saber al menos con qué personas estaba tratando.
Pensó en preguntarle también cuánto tiempo llevaba allí, pero por su apariencia aparentaba haber estado el tiempo suficiente como para no tener ni idea del tiempo que había estado allí dentro.
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La pregunta pilló desprevenida a la mujer, que se mantenía alerta. No ya por Daigo, sino por sus alrededores. Allí todo el mundo estaba alerta, incluso los que parecían no estarlo.
—Aquí nadie tiene nombre, solo apodos —contestó finalmente, con voz ronca, como si llevase tiempo sin usarla para otra cosa que no fuesen susurros—. A mí me llaman Matasanos, y tú… A ti te vamos a llamar Sin Piernas.
Los ojos de ella habían bajado a su herida. La sangre salía a borbotones de entre los dedos del kusajin.
—¿He oído Sin Piernas? —Fue la mujer con la nariz rota quien habló. Más que un comentario divertido, parecía esperanzada—. ¿Quiere eso decir que nos las podemos comer?
Varios ojos más se dirigieron hacia el Sin Piernas. Todos ellos hambrientos.
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"Sin piernas" ¿eh? El apodo no le había gustado nada. Nada de nada, pero tampoco protestó.
— Mucho gusto. —Acabó contestando. Aún así estaba feliz de poder hablar con alguien allí, pues temía que allí fuesen la clase de personas que no hablan con los demás.
Se dio cuenta entonces de que la sangre de su herida empezaba a salir a borbotones de ella, por lo que tendría que encargarse de ella si no quería tener problemas en el futuro. Por suerte sabía algo de primeros auxilios que había aprendido en la academia y tenía la capacidad de hacer un torniquete improvisado.
Empezó a quitarse la sudadera, a la vez que la mujer a la que le había roto la nariz le preguntaba si podían comerse su pierna.
— No. —Respondió, antes de morder la manga y estirar con las manos para rasgarla—. Todavía funcionan. Solo necesito descansar unos días.
Con fuerza, empezó a atar la manga dándole varias vueltas a un nudo simple hasta tener la presión necesaria. Sabía que no podía dejarlo atado por siempre, así que se apuntaría mentalmente que tendría que deshacerlo luego. A falta de algo para limpiar apropiadamente la herida, simplemente la dejó como estaba.
Al terminar, miró a su alrededor para intentar analizar, esta vez sin que nadie lo interrumpa atacándolo, el lugar donde estaban.
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