12/01/2022, 14:26
Kurama levantó el brazo, sus labios torcidos en una escalofriante sonrisa. El filo de la katana reflejó momentáneamente la luz del sol. Y, con un simple movimiento deslizante, la cabeza de Amekoro Yui se separó de su cuerpo, rebotó varias veces en los escalones de aquel extraño hielo negro y terminó frente a los pies de Ayame. La mirada inerte de La Tormenta se clavó en ella como una daga al rojo vivo, y la sangre comenzó a brotar. Manaba de sus ojos, de sus oídos, de sus labios entreabiertos; pero, sobre todo de su cuello inconexo. Sangre roja, líquida, borboteante, que bañaba todo a su paso. Ayame, aterrorizada, intentó retroceder, pero era como si tuviera los pies anclados al suelo. La sangre seguía manando. Ya había llegado a sus pies. Y entonces, la cabeza de Yui habló:
La nieve se tintó con el color de la sangre. Toda Yukio se vio inundada de aquel color carmesí. Incluso las tormentosas nubes en el cielo eran rojas. Y el frío del invierno penetró en las entrañas de Ayame como una garra de hielo cuando la que había sido su Arashikage pronunció sus últimas cuatro palabras:
Un súbito peso en la espalda le hizo caer de bruces a la nieve ensangrentada. Los ojos de Ayame quedaron a la misma altura que los de Yui, furibundos, eléctricos. Ella sollozó cuando sintió el sabor de la sangre en la boca. Y entonces, una risa estridente perforó sus tímpanos. La risa de Kurama, regodeándose en su terror:
Ayame se despertó de golpe con un grito ahogado y el sudor frío perlándole la frente. Temblando sin control y respirando de forma entrecortada, miró a su alrededor. No estaba en Yukio, estaba a salvo en su habitación en Amegakure. No había sangre, sólo la penumbra de la noche. Y tampoco había nieve, sólo se escuchaba el suave rumor de la lluvia golpeteando su ventana. Respiró hondo, y se llevó una mano al cuero cabelludo, intentando calmar los alocados latidos de su corazón. Sólo ha sido una pesadilla, se dijo, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano para después encender la lamparita de noche que tenía junto a ella. La luz, amarillenta y no demasiado potente, inundó la habitación. Otra pesadilla más, se repitió, sentándose en la cama y apoyando los antebrazos en las piernas. No había dejado de tenerlas desde que regresó del infierno que había vivido allí, y ya había perdido la cuenta del tiempo que había pasado desde entonces. Se levantó, tambaleante, y con pasos lentos salió de su habitación.
En mitad de la noche, el resto de la casa estaba sumido en un denso pero tranquilizador silencio. Ayame se detuvo momentáneamente entre las habitaciones de su padre y su hermano. Necesitaba escuchar sus suaves ronquidos al otro lado de la puerta. Sólo eso podía tranquilizarla y hacerle sentir que todo estaba bien. Aunque dentro de ella nada lo estaba. Qué fácil era cuando de pequeña tenía la libertad de acudir a su padre o a su hermano en mitad de la noche porque había tenido una pesadilla. Pero aquellos tiempos tan fáciles habían quedado atrás hace mucho...
Ayame se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta tras de sí con suavidad. Apoyó sendas manos en el lavabo y se miró en el espejo. No reconocía a la figura que le devolvía la mirada al otro lado: Ojos enrojecidos y hundidos en profundas ojeras, piel lívida casi enfermiza, cabellos despeinados y faltos de brillo. Si no fuera por la luna de su frente, casi podría haber jurado que aquel no era su reflejo. ¿Por qué le estaba pasando todo aquello? Con una acuciante angustia creciendo en su pecho, Ayame abrió el grifo y se echó agua fría en la cara. Dejó momentáneamente las palmas de las manos presionadas contra su rostro, tratando de disfrutar el tacto del agua fresca en su piel. Pero cada vez que cerraba los ojos volvía a verla: la cabeza de Yui mirándola. ¿Qué había hecho para merecer todo aquello? Un silencioso sollozo sacudió sus hombros cuando se secó con la toalla. La angustia de su pecho había vuelto a extenderse hasta su garganta, cerrándola por completo.
Cuando salió del cuarto de baño y apagó la luz tras de sí, Ayame se detuvo un instante en el pasillo. Sentía que la oscuridad la engullía. Sentía que se estaba marchitando. La angustia era insoportable. Era como un agujero negro que estaba tirando de todo su ser, desgarrándola por dentro. Ayame giró sobre sus propios talones, y en aquella ocasión no volvió sobre sus pasos para regresar a su habitación. Enfiló el pasillo con una angustiante necesidad, y salió al balcón de su casa.
Desde allí, utilizó su propio chakra para invocar un par de alas de agua con las que voló hasta lo más alto del edificio. Se posó en el borde y la lluvia la recibió con los brazos abiertos, empapándola. Pero a Ayame no le importó ir descalza o en pijama. Alzó la barbilla y miró hacia el horizonte, hacia el lago que rodeaba Amegakure. Allí, mucho tiempo atrás, la barca funeraria de Amekoro Yui se había hundido tras recibir el impacto del rayo de Amenokami. Yo debería haber estado allí. Volvía a repetirse. Pero, en aquella ocasión, sus ojos no se inundaron de lágrimas. Era por su culpa que Amegakure había perdido a La Tormenta: Por no haber sido lo suficientemente espabilada, no se había percatado del veneno con el que habían contaminado la limonada que les ofrecieron en el tren y que propició su posterior secuestro. Fue ella quien dudó en más de una ocasión del juicio de Yui, e incluso llegó a plantearse la oferta de Kuroyuki. Fue su cobardía la que le hizo errar el disparo contra los shinobi del Copo de Nieve y que propició que Yui resultara gravemente herida. Fue ella quien no se dio cuenta de las intenciones de Yui cuando se soltó de su hombro justo antes de devolverla sana y salva a Amegakure. Fue ella la que se dejó esposar por los ninjas de Kurama y la que falló estrepitosamente cuando acudió a rescatar a Yui.
Fue ella... Ella había matado a Amekoro Yui.
Un relámpago cruzó el cielo nocturno como una furiosa saeta, iluminando sus ojos apagados durante un fugaz segundo. Amenokami había recibido a Amekoro Yui como un padre acoge a su hija predilecta. La había convertido en La Eterna Tormenta. La lluvia se hizo más intensa cuando Ayame despegó un pie del suelo y lo alzó sobre el vacío.
¿Cómo la recibiría a ella?
«Todo es culpa tuya.»
La nieve se tintó con el color de la sangre. Toda Yukio se vio inundada de aquel color carmesí. Incluso las tormentosas nubes en el cielo eran rojas. Y el frío del invierno penetró en las entrañas de Ayame como una garra de hielo cuando la que había sido su Arashikage pronunció sus últimas cuatro palabras:
«¡TÚ ME HAS MATADO!»
Un súbito peso en la espalda le hizo caer de bruces a la nieve ensangrentada. Los ojos de Ayame quedaron a la misma altura que los de Yui, furibundos, eléctricos. Ella sollozó cuando sintió el sabor de la sangre en la boca. Y entonces, una risa estridente perforó sus tímpanos. La risa de Kurama, regodeándose en su terror:
«Hay algo que deseo todos y cada uno de los días de mi vida, Ayame. Me viene bien que estés aquí...
«...PORQUE ASÍ PUEDO HACERTE SUFRIR.»
Ayame se despertó de golpe con un grito ahogado y el sudor frío perlándole la frente. Temblando sin control y respirando de forma entrecortada, miró a su alrededor. No estaba en Yukio, estaba a salvo en su habitación en Amegakure. No había sangre, sólo la penumbra de la noche. Y tampoco había nieve, sólo se escuchaba el suave rumor de la lluvia golpeteando su ventana. Respiró hondo, y se llevó una mano al cuero cabelludo, intentando calmar los alocados latidos de su corazón. Sólo ha sido una pesadilla, se dijo, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano para después encender la lamparita de noche que tenía junto a ella. La luz, amarillenta y no demasiado potente, inundó la habitación. Otra pesadilla más, se repitió, sentándose en la cama y apoyando los antebrazos en las piernas. No había dejado de tenerlas desde que regresó del infierno que había vivido allí, y ya había perdido la cuenta del tiempo que había pasado desde entonces. Se levantó, tambaleante, y con pasos lentos salió de su habitación.
En mitad de la noche, el resto de la casa estaba sumido en un denso pero tranquilizador silencio. Ayame se detuvo momentáneamente entre las habitaciones de su padre y su hermano. Necesitaba escuchar sus suaves ronquidos al otro lado de la puerta. Sólo eso podía tranquilizarla y hacerle sentir que todo estaba bien. Aunque dentro de ella nada lo estaba. Qué fácil era cuando de pequeña tenía la libertad de acudir a su padre o a su hermano en mitad de la noche porque había tenido una pesadilla. Pero aquellos tiempos tan fáciles habían quedado atrás hace mucho...
Ayame se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta tras de sí con suavidad. Apoyó sendas manos en el lavabo y se miró en el espejo. No reconocía a la figura que le devolvía la mirada al otro lado: Ojos enrojecidos y hundidos en profundas ojeras, piel lívida casi enfermiza, cabellos despeinados y faltos de brillo. Si no fuera por la luna de su frente, casi podría haber jurado que aquel no era su reflejo. ¿Por qué le estaba pasando todo aquello? Con una acuciante angustia creciendo en su pecho, Ayame abrió el grifo y se echó agua fría en la cara. Dejó momentáneamente las palmas de las manos presionadas contra su rostro, tratando de disfrutar el tacto del agua fresca en su piel. Pero cada vez que cerraba los ojos volvía a verla: la cabeza de Yui mirándola. ¿Qué había hecho para merecer todo aquello? Un silencioso sollozo sacudió sus hombros cuando se secó con la toalla. La angustia de su pecho había vuelto a extenderse hasta su garganta, cerrándola por completo.
Cuando salió del cuarto de baño y apagó la luz tras de sí, Ayame se detuvo un instante en el pasillo. Sentía que la oscuridad la engullía. Sentía que se estaba marchitando. La angustia era insoportable. Era como un agujero negro que estaba tirando de todo su ser, desgarrándola por dentro. Ayame giró sobre sus propios talones, y en aquella ocasión no volvió sobre sus pasos para regresar a su habitación. Enfiló el pasillo con una angustiante necesidad, y salió al balcón de su casa.
Desde allí, utilizó su propio chakra para invocar un par de alas de agua con las que voló hasta lo más alto del edificio. Se posó en el borde y la lluvia la recibió con los brazos abiertos, empapándola. Pero a Ayame no le importó ir descalza o en pijama. Alzó la barbilla y miró hacia el horizonte, hacia el lago que rodeaba Amegakure. Allí, mucho tiempo atrás, la barca funeraria de Amekoro Yui se había hundido tras recibir el impacto del rayo de Amenokami. Yo debería haber estado allí. Volvía a repetirse. Pero, en aquella ocasión, sus ojos no se inundaron de lágrimas. Era por su culpa que Amegakure había perdido a La Tormenta: Por no haber sido lo suficientemente espabilada, no se había percatado del veneno con el que habían contaminado la limonada que les ofrecieron en el tren y que propició su posterior secuestro. Fue ella quien dudó en más de una ocasión del juicio de Yui, e incluso llegó a plantearse la oferta de Kuroyuki. Fue su cobardía la que le hizo errar el disparo contra los shinobi del Copo de Nieve y que propició que Yui resultara gravemente herida. Fue ella quien no se dio cuenta de las intenciones de Yui cuando se soltó de su hombro justo antes de devolverla sana y salva a Amegakure. Fue ella la que se dejó esposar por los ninjas de Kurama y la que falló estrepitosamente cuando acudió a rescatar a Yui.
Fue ella... Ella había matado a Amekoro Yui.
Un relámpago cruzó el cielo nocturno como una furiosa saeta, iluminando sus ojos apagados durante un fugaz segundo. Amenokami había recibido a Amekoro Yui como un padre acoge a su hija predilecta. La había convertido en La Eterna Tormenta. La lluvia se hizo más intensa cuando Ayame despegó un pie del suelo y lo alzó sobre el vacío.
¿Cómo la recibiría a ella?