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—No. No confiaría en nadie de este mundo falso —respondió Daruu—. Pero sé que puedo confiar en Kōri-sensei, y él está confiando en ella. Eso me basta.
Ayame torció el gesto. No podía estar tan segura sobre la afirmación de que su hermano estuviera confiando en aquella mujer. Él era, sobre todo, un ninja precavido, más experto que ellos y que no se dejaba llevar por las emociones. Y, por supuesto, aquella inexpresividad tan característica suya le ayudaba a no dejar entrever ni un atisbo de sospecha. Seguramente estuviera aprovechando la situación para recopilar toda la información que pudiera. Seguramente, en el fondo albergara las mismas dudas que ellos.
—Trae.
Daruu había apoyado la libreta en una de sus piernas y alargó la mano para tomar el lápiz que aún llevaba Ayame. Ella no opuso resistencia alguna, creyendo que querría añadir algo más a las notas. Pero lo que hizo fue apoyar el grafito sobre el papel, y desplazarlo de izquierda a derecha, tachando lo que había escrito.
—¡No...! —exclamó, acongojada.
—Este texto no es necesario, Ayame... —replicó él—. Saldremos de aquí. Saldremos de aquí. Te lo prometo. Confía en Kōri-sensei. Confía en mí. No moriremos en el altillo de una vieja con aires de grandeza.
Ella se mordió el labio inferior, pero terminó por asentir, casi a regañadientes. Con un movimiento casi lánguido pasó sus brazos alrededor del torso de Daruu y apoyó la cabeza en su pecho con un suspiro.
—Eso espero... Confío en vosotros, claro que lo hago. Pero tengo miedo. Esa mujer debe ser realmente poderosa para haber podido crear algo así... Y esa pobre gente... Nadie merece convertirse en un conejillo de Indias de esa manera... No quiero que ninguno de nosotros acabe como el...
Se interrumpió de golpe al recordar algo y sintió que el corazón se le congelaba en el pecho.
—Oye... ¿y si nos está escuchando o viendo ahora...? —susurró, como si aquello fuera a mitigar aquel error garrafal.
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Daruu tenía la sangre helada. Ayame lo había hecho. Había pronunciado aquellas palabras en voz alta. Tragó saliva, y cerró los ojos un momento, apretando los dientes muy fuerte, y apretándose los sesos aún más fuerte. Se agarró al brazo de Ayame como si pudieran arrancársela de las manos en cualquier momento, y al final, dijo:
—Madre mía, Ayame, ¿pero todavía sigues con esa teoría del experimento social? —dijo, falsamente risueño—. ¿Por qué iba alguien a montarse un chiringuito tan elaborado? No, yo sigo creyendo la teoría de Kōri-sensei. Sólo lo hizo para salvarse ella misma.
»Como sea, esta Arashihime ha sido muy amable con nosotros hoy —siguió. Si había que meter el pie en una mentira, mejor hundirse por completo, ¿no?—. Pero parece que tiene el cerebro tan podrido como aquél tabernero. Yo tampoco me fío de ella, Ayame, pero Kōri parece que sí. Lo que tenemos que intentar es que la puta vieja esa no nos convenza. Encontraremos la manera, Ayame.
La apretó fuerte contra sí.
—La encontraremos. Mientras tanto, deberíamos ser muy cuidadosos. Para no convencernos. ¿Sabes?
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Podía sentir la tensión en el cuerpo de Daruu. Podía sentir cada músculo de su cuerpo contrayéndose cuando tragó saliva y cuando la agarró con fuerza, como si Ayame fuera a desaparecer en cualquier momento por las palabras que acababa de pronunciar. Ayame no estaba mucho mejor, seguía abrazada al torso de su pareja, mientras mentalmente esperaba que la casa se pusiera a temblar de repente y que el techo se desgajara para dejar a la vista la furibunda silueta de Shiruuba.
«Maldita sea... Ya estamos empezando a verla como una diosa...» Maldijo para sí, apretando los dientes, entre aterrada y enfurecida. Odiaba aquella situación. Odiaba sentirse tan pequeña y voluble. Pero sobre todo odiaba la influencia que estaba ejerciendo aquella simple mujer sobre ellos. «Es humana. Nunca ha dejado de ser humana. Y nunca lo hará.» Se esforzó en recordarse.
—Madre mía, Ayame, ¿pero todavía sigues con esa teoría del experimento social? —escuchó decir a Daruu, en un pobre intento por solucionar la situación—. ¿Por qué iba alguien a montarse un chiringuito tan elaborado? No, yo sigo creyendo la teoría de Kōri-sensei. Sólo lo hizo para salvarse ella misma.
—S... sí... puede que tengas razón... —se escuchó a sí misma pronunciar, pese a que su mente estaba en el lado contrario.
Oh, cuánto le habría gustado ser lo suficientemente valiente y lo suficientemente poderosa como para poder permitirse levantarse de golpe y gritarle al cielo lo mucho que odiaba a Shiruuba y todo lo que sabía sobre ella. Pero ella no era valiente, no era más que un ratoncito acobardado, y estaba convencida de que aquel gesto habría sido tan valiente como estúpido. Habría sido su suicidio.
—Como sea, esta Arashihime ha sido muy amable con nosotros hoy —continuó Daruu—. Pero parece que tiene el cerebro tan podrido como aquél tabernero. Yo tampoco me fío de ella, Ayame, pero Kōri parece que sí. Lo que tenemos que intentar es que la puta vieja esa no nos convenza. Encontraremos la manera, Ayame —la apretó con fuerza contra él, y ella suspiró, dejándose estrujar. Nunca le había gustado sentirse retenida (ella era El Agua después de todo, y el agua no podía retenerse en contra de su voluntad), pero con Daruu todo era muy diferente y la fuerza de sus abrazos, firmes como las ramas de un roble, le decían que todo iba a estar bien—. La encontraremos. Mientras tanto, deberíamos ser muy cuidadosos. Para no convencernos. ¿Sabes?
Ella asintió. Había percibido a la perfección el cambio de tono en la voz de Daruu, y sabía lo que escondía entre aquellas palabras.
—Sí... Lo siento por ser tan estúpida —susurró, cerrando los ojos.
Un tenebroso pensamiento asomó a la mente de Ayame: Menos mal que Shiruuba no conocía su condición como jinchūriki. Si realmente en el Infierno lo que hacía era extraer la energía de las personas, ella podría llegar a convertirse en una auténtica fuente de chakra para ella. Arashihime había afirmado que aquel Infierno no les afectaría a ellos, como shinobi, pero ella tenía la certeza de que alguien tan ambicioso como había demostrado ser Shiruuba, encontraría la manera, tarde o temprano, de hacerlo funcionar con ellos...
Por otra parte, le resultaba extraño que la supuesta diosa descansara durante el día, dejando a la vista la fragilidad de su mundo. Si ella fuera Shiruuba, descansaría por la noche, cuando todos deberían estar durmiendo en sus camas...
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Ayame se disculpó con él y con ella misma. Daruu estuvo a punto de decirle algo, pero en lugar de eso se calló y dejó que el consuelo muriese en un reconfortante silencio en el que se apretó aún más a ella.
Y pronto, en aquél sofá, ambos quedaron profundamente dormidos.
· · ·
Le molestó la luz del sol. Gruñó y se tapó con la mano. De pronto, se dio cuenta de dónde y con quien estaba. Alarmado, dio unos golpecitos a Ayame en el hombro con la única mano que llegaba a ella y no estaba apresada por todo su peso dormido.
—Ayame-chan. ¡Ayame-chan! —susurró—. ¡Nos hemos quedado dormidos! —alarmó, gravemente. Si Kōri les descubría... No. No. Acababa de acordarse de todo. De dónde estaban. De qué estaba pasando. Y de qué podía pasar si seguían mucho más tiempo allí. Es curioso cómo, cuando las nimiedades de la vida parecen enmascararse bajo asuntos de vida o muerte, uno deja de prestar atención a las idioteces autoimpuestas por la máscara de la sociedad y se abre auténticamente a su corazón.
Se abrazó aún más fuerte.
—Deberíamos salir. Prefiero salir yo a que venga Kōri-sensei. Seguramente desayunemos y salgamos de aquí cuanto antes.
»Hay que seguir buscando la forma de salir de aquí.
Daruu seguía fingiendo. Era la única manera. Se le hacía antinatural y pesado, pero era la única manera.
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Él no respondió, aunque Ayame tampoco esperaba que lo hiciera. No era algo que hubiera experimentado antes, pero le gustaba estar así, recostada sobre el torso de Daruu y con la cabeza apoyada en su hombro. Le hacía sentirse protegida, le hacía sentirse querida, y aquello alejaba todos los males que la acosaban constantemente. Casi sin darse cuenta, poco a poco fue dejándose llevar por la calidez de sus brazos y Morfeo desplegó su hechizo sobre ellos. En cuestión de unos pocos minutos, terminó quedándose dormida.
Y en aquel momento ni siquiera le importó, porque aún sentía miedo de dormir sola y que en mitad de la noche viniera Shiruuba a llevársela...
El amanecer les descubrió en el mismo lugar donde se habían quedado al anochecer. Daruu fue el primero en despertarse, molesto por la luz del sol que se colaba a través de las traslúcidas cortinas que cubrían las ventanas, pero la muchacha que dormía sobre su regazo, completamente relajada, ni siquiera dio muestras de haberse enterado de que Amaterasu ya se había alzado.
Unos golpecitos en el hombro fue lo que la sacó de su mundo onírico. Ayame gruñó por lo bajo, arrugó la nariz, y, remolona, intentó acurrucarse aún más en una vaga disposición a seguir durmiendo.
—Ayame-chan. ¡Ayame-chan! —escuchó una voz conocida junto a ella—. ¡Nos hemos quedado dormidos!
Su cerebro aún tardó algunos segundos en terminar de procesar aquella información, pero cuando lo hizo, Ayame abrió los ojos de golpe, todo su rostro rojo como un tomate. Daruu. Lo había recordado todo. Se había quedado dormida junto a él en el mismo sofá. Y aunque no había ocurrido nada fuera de lugar, aquello significaba que habían pasado la noche juntos. Iba a apartarse rápidamente de él cuando sintió sus brazos abrazándola con fuerza. Y el sonrojo de sus mejillas se hizo aún más notable.
—Deberíamos salir. Prefiero salir yo a que venga Kōri-sensei.
—S... sí... tienes razón... —balbuceó, con voz aguda.
«Kōri... Nos va a matar como se entere... Nos congelará a ambos, nos cortará en pedacitos y luego se lo dirá a papá y entonces...» Pero sus acelerados pensamientos se vieron interrumpidos en su padre. Porque acababa de recordar dónde estaban, y lo que eso quería decir. Un doloroso nudo se agarró a su garganta. Habían pasado un día entero en aquel mundo falso.
—Seguramente desayunemos y salgamos de aquí cuanto antes. Hay que seguir buscando la forma de salir de aquí.
Ella asintió quedamente y se levantó. Sin embargo, con las mejillas aún encendidas como algunas de las luces de neón de Amegakure, aún se atrevió a darle un beso a Daruu antes de alejarse. Salieron de la habitación, pero antes de que pudieran dar siquiera dos pasos, escucharon un carraspeo tras sus espaldas.
Y Ayame se quedó congelada en el sitio.
Rígida como una vara de metal, se dio la vuelta con suma lentitud. Aunque sabía a la perfección lo que se iba a encontrar. Y allí estaba, junto a la puerta de su habitación, la nívea silueta de Kōri les observaba fijamente con sus ojos tan claros como el hielo, completamente inmóvil y los brazos cruzados sobre el pecho. Y hacía frío.
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27/02/2018, 13:28
(Última modificación: 27/02/2018, 13:29 por Amedama Daruu.)
Ayame besó a Daruu, y este sonrió como un idiota cuando se levantaron. Se dirigieron hacia la puerta, la abrieron y la cerraron tras de sí. Ya está, ya estaba hecho. Aunque les vieran juntos ahora, no les habían visto salir de la habitación juntos, que era lo preocupante. Comenzaron a caminar pasillo abajo, y entonces...
Cof, cof.
Podría haberles visto juntos. Podría haberles visto cogidos de la mano, besándose, o incluso en aquél sofá durmiendo. Pero los había visto saliendo juntos de la habitación de Ayame, y eso tenía ciertas implicaciones del tipo adolescente que quizás no vuelva a visitar el mundo real y quiera aprovechar una última noche de pasión. Sí, de ese tipo.
Evidentemente, algún día tenía que ocurrir, pero aquél mundo era un lugar muy incómodo para que ocurriese, y de todas formas menos aún con la habitación de Kori al lado, y menos aún sin un buen cerrojo y un par de sillones que agolpar a la puerta para que nadie pase.
Lo que más le molestaba a Daruu en ese momento...
¡Es que ni siquiera había pasado nada!
Hizo una reverencia tan profunda que casi se cae al suelo.
—Buenos días, Kori-sensei. Nohapasadonada, Kori-sensei. Nosquedamosdormidoscomountronco.
»Kori-sensei.
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27/02/2018, 13:41
(Última modificación: 27/02/2018, 13:42 por Aotsuki Ayame.)
Ayame tragó saliva, con el sudor frío perlando su frente, al sentir los ojos de su hermano mayor atravesándoles como puñales de hielo. No se veía capaz de moverse, pero, junto a ella, Daruu inclinó el cuerpo en una reverencia de manera tan repentina que ella creyó durante un instante que se había ido de cabeza contra el suelo.
—Buenos días, Kōri-sensei. Nohapasadonada, Kōri-sensei. Nosquedamosdormidoscomountronco. Kōri-sensei.
«¡IDIOTA! ¡Eso ha sido peor que no decir nada!» Ayame se volvió hacia él, alarmada, antes de girar de nuevo con lentitud hacia Kōri.
El Hielo se mantenía imperturbable, como una perfecta estatua de hielo, mientras los segundos pasaban con dolorosa lentitud. En algún lugar de la casa, Ayame escuchó el tictac de un reloj, y sintió que la aguja iba segando su propia alma con cada tic y cada tac. De repente echó a andar hacia ellos. Lento. Muy lento. Y Ayame se puso más rígida aún, apretando sendos puños junto a sus piernas. Pasó entre ambos, Ayame no siquiera se atrevió a girarse, y entonces sintieron una brisa de aire gélido que recorrió su cuerpo de abajo a arriba con la delicadeza de un bisturí de cirujano y que le puso los pelos de punta.
—Buenos días —dijo, simplemente. Y bajó las escaleras de camino al comedor.
Ayame no se atrevió a soltar el aire de los pulmones hasta que dejó de sentir su presencia. Y aún así, cuando se volvió hacia Daruu, su cuerpo seguía tiritando de forma incontrolable.
—A... ¿Ahora... qué hacemos...? ¿Cómo... cómo bajamos ahí...? N... nos va a...
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Kōri les saludó con una frialdad extrema incluso para sus propios estándares. Eso fue todo lo que pasó, un saludo. Y sin embargo, en lo más profundo de su alma, había un sensor de peligro cuyos niveles habían llegado hasta arriba del todo, rompiendo el cristal del medidor. Cuando el Hielo pasó a su lado, sintió como todas sus extremidades se entumecían por un frío que no sentía desde hacía mucho, mucho tiempo, y que sólo se podía encontrar más al norte de Yukio. El jōnin se limitó a bajar las escaleras, como si nada.
—A... ¿Ahora... qué hacemos...? ¿Cómo... cómo bajamos ahí...? N... nos va a...
Daruu, todavía doblado en forma de ele, cayó al suelo. Consiguió poner los brazos por delante antes de partirse los dientes contra la madera. Se levantó.
—Yo voy a bajar ahí, voy a dar los buenos días, me voy a comer un croissant, que sin duda será el mejor que me habré comido en toda mi vida —dijo, sacudiéndose el pantalón—, y voy a intentar olvidar esta sensación acercándome todo lo posible a la chimenea.
Anteponiéndose a su sentido de la supervivencia más primitivo, Daruu bajó los escalones uno a uno. Tampoco con mucha prisa, para qué nos vamos a engañar.
Dio los buenos días a Arashihime también, que ya estaba abajo y les había preparado el desayuno a todos. Daruu se preguntó si aquello era verdad, si la mujer les había preparado el desayuno —cosa que no dijo en ningún momento—, o si simplemente el desayuno ya estaba allí cuando uno bajaba del primer piso. El muchacho llegó a la conclusión de que sin duda sería lo primero cuando a uno le apetecía cocinar, y lo segundo cuando a uno no le apetecía mover ni un pelo.
Le pegó un bocado a su tan anelado croissant.
—Y bien, ¿qué vais a hacer hoy? Por favor, por favor, reservadme otro hueco esta tarde. ¡Quiero seguir oyendo más historias de Amegakure! —fingió Arashihime, y clavó sus ojos en Kōri.
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Pese a ser padre e hijo, sangre de su misma sangre, Zetsuo y Kōri eran dos personas diferentes, prácticamente opuestas. La ira de Zetsuo era explosiva y violenta, imparable y ardiente como un volcán en erupción; mientras que la ira de Kōri era gélida, suave, paciente y letal como el dedo de la muerte en el océano. Pero no por ello era menos terrorífica.
Ayame lo sabía, aunque ella jamás había visto a su hermano enfurecido de verdad. Era difícil sacar a El Hielo de su cuadro de calma, pero una vez hecho era imparable. Daruu había visto su verdadera faceta como asesino, allá en la guarida de los Hōzuki.
—Yo voy a bajar ahí, voy a dar los buenos días, me voy a comer un croissant, que sin duda será el mejor que me habré comido en toda mi vida —resolvió el genin, reincorporándose y sacudiéndose el polvo del pantalón después de casi ir de cabeza contra el suelo—, y voy a intentar olvidar esta sensación acercándome todo lo posible a la chimenea.
Ayame tragó saliva, pero asintió. Y aún así se colocó detrás de él, haciendo de su pareja un escudo frente a su hermano y sensei. Bajaron las escaleras con parca lentitud, sin ningún tipo de prisa, mientras Ayame miraba por encima del hombro de su compañero con el miedo acelerando su corazón. Abajo, Arashihime ya estaba preparando el desayuno para todos. Kōri también estaba allí, sentado en el asiento más alejado de la chimenea, mientras se servía una tostada y la untaba con mantequilla. El Jōnin no levantó la mirada hacia ellos en ningún momento, como si no hubiera pasado absolutamente nada en el piso de arriba. Y cuando Daruu se sentó lo más cerca posible de la chimenea, en el lado opuesto a El Hielo, a Ayame no le quedó más remedio que sentarse junto a él. Con manos temblorosas, tomó un croissant de chocolate nevado con azúcar glass.
—Y bien, ¿qué vais a hacer hoy? Por favor, por favor, reservadme otro hueco esta tarde. ¡Quiero seguir oyendo más historias de Amegakure! —exclamó Arashihime, clavando sus ojos en Kōri.
Él le devolvió una mirada tan inexpresiva como era habitual en él.
—Por supuesto, tenemos muchas cosas que compartir entre compañeros de aldea y oficio.
—¿Y qué vamos a hacer hasta la tarde? —preguntó Ayame, que no se había dado cuenta de que tenía las mejillas blanqueadas por el efecto del azúcar—. ¿Hay algo interesante que hacer aquí?
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—Podríais visitar lo que a partir de hoy va a ser vuestro nuevo hogar... ¡Yo estaría encantada de que escogiérais algunas de las casas de por aquí! No confío mucho en la gente, por eso vine a esta zona, pero con vosotros, compatriotas, estaría encantada —dijo Arashihime—. O podéis ir a la playa del otro extremo de la isla. Allí siempre hace sol y calor. Es un sitio muy agradable.
Daruu bajó la mirada, clavándola en el plato del desayuno. Lo que Arashihime les estaba diciendo, básicamente, es que no, que no había nada interesante que hacer en aquél plano que no fuese aceptar tu nueva y mísera existencia bajo la técnica de Shiruuba que, pronto comprendió Daruu, en el fondo era bastante limitada. Es decir, sí, era una técnica extremadamente compleja: aquello era un Genjutsu con sus conciencias selladas, y aunque los cuerpos se pudriesen, ellos vivirían para siempre. ¿Pero a cambio de qué? Shiruuba podía intentar imitar muchas de las cosas de las que recordaba. Pero había otras que no había conocido nunca. De pronto, se preguntó si la mujer sería capaz de imitar otras cosas. El sexo y la reproducción, por ejemplo. ¿Podría tener hijos aquella gente allí, en esa ciudad?
¿Podían dos conciencias crear otra e inventarse toda su vida, desde el nacimiento hasta su muerte? ¿Hasta qué punto se haría real aquella conciencia falsa?
Cuando sintió que la cabeza le estaba a punto de estallar, se levantó, terminando su desayuno, y salió a la calle a despejarse.
Fuera, el día estaba tan nublado como el anterior. Aunque no había ni una pizca de agua.
«¿Eres del País de la Tormenta, y no puedes controlar ni un poquito de lluvia? Qué patética...»
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—Podríais visitar lo que a partir de hoy va a ser vuestro nuevo hogar... ¡Yo estaría encantada de que escogiérais algunas de las casas de por aquí! No confío mucho en la gente, por eso vine a esta zona, pero con vosotros, compatriotas, estaría encantada —respondió Arashihime, con falsa emoción—. O podéis ir a la playa del otro extremo de la isla. Allí siempre hace sol y calor. Es un sitio muy agradable.
Ayame contuvo un suspiro, pero dejó escapar el aire de los pulmones a través de la nariz. Todo aquel juego de los teatros sobre lo fantástico que era aquel mundo resultaba agotador, y parecía que no había nada más interesante en aquel mundo que los escasos paisajes que ofrecía y que se resumían en aquel pequeño pueblo y la playa que rodeaba la isla. Para más inri, podías tener toda clase de comodidades con sólo desearlas, por lo que los trabajos no eran necesarios y las personas se veían casi privadas de cualquier tipo de aspiración. En ese sentido, Ayame casi podía llegar a comprender por qué el hombre que vieron el día anterior había abierto una taberna si ni siquiera lo necesitaba para poder subsistir. Su vida, como kunoichi, no tendría ningún tipo de sentido en aquella realidad paralela. Y el simple hecho de sentirte útil, no limitarse a sentarse y esperar como un vegetal, era la verdadera realización de cualquier persona...
Siguieron desayunando sumidos en un tenso silencio, y Daruu se levantó poco después para salir fue de la casa.
Ayame no tardó en seguirle después de darle las gracias a Arashihime por el desayuno. Fuera ella quien lo hubiera preparado o un deseo cumplido, se negaba a darle las gracias a Shiruuba de ninguna manera.
En el exterior, el día lucía igual de nublado que el día anterior. Ayame se detuvo junto a él, sin saber muy bien qué decir. Resultaba realmente frustrante no poder comunicarse cómodamente sin temor a meter la pata en cualquier momento.
—Me pregunto si existirán los animales aquí —dijo en voz alta, paseando la mirada por el cielo como si esperara ver alguna paloma o alguna gaviota—. ¿Quieres que demos una vuelta por la playa, Daruu-kun?
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Ayame salió de la casa para estar junto a él, y le lanzó una pregunta indirecta y una directa. Daruu la miró un momento, apoyó una mano sobre su hombro y encogió los suyos, cerrando los ojos.
—Por lo visto, no existe ni la lluvia, en eso estaba pensando ahora mismo. Vamos para allá, a ver si hay olas o el mundo se corta por la mitad por un muro o algo.
»Pero... ¿Y tu herma... y Kōri-sensei? Me da cosa dejarle sólo. —Chasqueó la lengua contra el paladar, y volvió a abrir la puerta de la casa de Shiruuba. Antes de llamarlo, se giró hacia Ayame y dijo—: A ver si así se le pasa un poco el enfado.
»¡Eh, sensei! ¡Vamos a ir a la playa un rato! ¿Te vienes?
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Daruu la contempló en silencio durante unos instantes. Después, apoyó una mano sobre su hombro y cerró los ojos.
—Por lo visto, no existe ni la lluvia, en eso estaba pensando ahora mismo. Vamos para allá, a ver si hay olas o el mundo se corta por la mitad por un muro o algo.
—Bueno, hemos cruzado un puente sobre el mar para venir hasta aquí, así que existir existen —comentó ella, con una risilla. Hizo el amago de echar a andar hacia donde se suponía que estaba la playa de la que les había hablado Arashihime, en el otro extremo de la isla, pero su compañero la interrumpió.
—Pero... ¿Y tu herma... y Kōri-sensei? Me da cosa dejarle sólo —Chasqueó la lengua, y volvió a abrir la puerta de la casa de Arashihime. Sin embargo, antes se giró hacia Ayame—: A ver si así se le pasa un poco el enfado.
—Sí, no se vaya a pensar que estábamos en una cita —respondió, volviendo a reír. Pero sus mejillas se habían sonrojado con fuerza.
—¡Eh, sensei! ¡Vamos a ir a la playa un rato! ¿Te vienes?
—Voy —respondió la voz de Kōri.
Y Ayame pegó un brinco. Porque su voz no había sonado desde el interior de la casa; sino desde sus espaldas.
«¡¿Pero cuándo?! ¡¿Y cómo?!» Pensó, volviéndose hacia él. Y su hermano le devolvió una mirada inexpugnable. Sabía que El Hielo podía llegar ser tan sigiloso como el vuelo de un búho en mitad de la noche, ¿pero tanto? ¡Ni siquiera había sentido su presencia!
—¿Vamos?
—S... ¡Sí!
Se pusieron en marcha, y poco a poco fueron dejando atrás las casas de aquel falso pueblo en miniatura. Sus pasos les llevaron hasta la entrada del norte de la muralla, vacía como lo había estado la que habían cruzado el día anterior.
«¿Para qué quieren una muralla si no hay nadie para vigilarla?» Se preguntó Ayame, torciendo el gesto. «Además... ¿quién va a venir a conquistarlos si sólo están ellos...?»
El asfalto del suelo se vio repentinamente sustituido por la tierra y las rocas. El espacio a su alrededor pronto se llenó de árboles y en cuestión de minutos estos desaparecieron de nuevo y llegaron a un punto en el que la tierra se cortaba bruscamente y formaba un barranco que debía alzarse aproximadamente una decena de metros por encima de la arena que se extendía abajo. Por suerte, a mano derecha una escalinata tallada en la misma roca que descendía hasta la playa. Y, más allá, estaba el mar.
Ayame descendió con cuidado y se quitó las sandalias antes de echar a andar sobre la arena, blanca como la nieve y cálida sin llegar al punto de quemarle las plantas de los pies. La muchacha suspiró cuando sintió la brisa revolviendo sus cabellos y el susurro de las olas en sus oídos y trató de aspirar el olor a salitre. Cualquiera podría haber pensado que aquella era una playa de ensueño, que nada tenía que envidiar a las playas del País del Remolino, pero para Ayame toda aquella perfección no era más que una sucia farsa que intentaba, una y otra vez, engañarla y engatusarla.
«Quiero volver a casa... No deseo otra cosa...» Volvió a pensar, con lágrimas en los ojos. ¿Pero qué pasaría si no lo conseguían? ¿Sabrían cuando sus cuerpos murieran en el mundo real? «Quizás es en ese momento cuando pierden la memoria.» Meditó, pensando en el tabernero del día anterior. Pero enseguida sacudió aquel pensamiento de su mente. Si fuera así, ni Arashihime ni Shiruuba recordarían nada de sus vidas pasadas.
Por lo que, lo único que les quedaba en aquel momento era esperar hasta la hora en la que Shiruuba descansara y salir por sus propios medios de aquel infierno.
—¿Creéis que habrá más islas como esta? —preguntó en voz alta, avanzando hasta que la espuma de las olas llegó a lamer sus pies—. ¿Qué pasaría si me pusiera a nadar en línea recta hacia el horizonte?
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Un enunciado gélido puso final a la conversación entre ellos dos, y venía de sus espaldas. Daruu dio un respingo y se giró poco a poco, sólo para encontrarse a su carambánico (¿eso existe?) sensei plantado delante de él como un... bueno, como un carámbano.
—¿Vamos?
Daruu se encogió de hombros y se llevó la mano al pecho, donde sus latidos amenazaban con romper un par de costillas y salir a ver mundo. Echó a caminar detrás de su sensei.
Pronto dejaron atrás las humildes y huecas casas de la ciudad fantasma para cruzar por debajo de la muralla fantasma. Daruu se preguntó por qué tenían una muralla. Probablemente por apariencia, resolvió. Una ciudad tan grande suele tener una muralla, al fin y al cabo, ¿no? Para mantener la ilusión de que aquello era un mundo de verdad, un paraíso, había que mantener también la ilusión de que había que defenderlo de algo. No pudo evitarse cavilar, también, sobre si además de eso Shiruuba había creado enemigos imaginarios. Barcos autómatas o simples imágenes que se dedicaban a bordear las islas de vez en cuando, y a golpear la muralla con inútiles cañonazos.
Por aparentar.
Tuvieron que caminar un rato más sorteando rocas y árboles y luego más rocas hasta llegar a un corte vertical que separaba el resto de la isla de aquella preciosa playa. «Pero falsa», tuvo que recordarse. Bajaron por la escalinata de piedra, y aunque Daruu no tenía pensado hacerlo en un primer momento, se quitó las sandialias como Ayame, imitándola, y bajó a la arena. Caminó hasta la línea de la costa y dejó que el agua lamiera sus pies. Todo era falso, como tuvo que volver a recordarse. Y sin embargo, aquella sensación parecía real. También había una ligera brisa. Olía a mar. Todo eso lo controlaba Shiruuba. Debía ser agotador.
Debía necesitar mucho, mucho chakra para hacerlo.
Entrecerró los ojos y los dedos de la mano derecha se le movieron solos, como queriendo asir algo. Suspiró también, como queriendo prepararse para algo.
Ayame le sacó de su ensimismamiento.
—¿Creéis que habrá más islas como esta? ¿Qué pasaría si me pusiera a nadar en línea recta hacia el horizonte?
—Sería una buena manera de presionar a Shiruuba hasta que le explote la cabeza y no pueda generar más mundo, ¿eh? —rio Daruu—. O tal vez se las arreglaría para que encontrases de nuevo el otro extremo de la isla, como si esto fuera un semiplaneta.
»Oye, sensei. Sé que desde que hicimos la obra de teatro en El Patito Pluvial todos tenemos un poco de ganas de dramatismo, pero ¿podrías dejar de plantarte a nuestras espaldas? Resulta escalofriante a veces.
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7/03/2018, 12:37
(Última modificación: 7/03/2018, 12:40 por Aotsuki Ayame.)
—Sería una buena manera de presionar a Shiruuba hasta que le explote la cabeza y no pueda generar más mundo, ¿eh? —rio Daruu junto a ella, y aquel comentario logró arrancarle una sonrisa—. O tal vez se las arreglaría para que encontrases de nuevo el otro extremo de la isla, como si esto fuera un semiplaneta.
—O tal vez nos ahogaríamos antes de descubrirlo... si es que es posible morir aquí —completó ella, meditativa.
«Y hablando de eso...» Miró de reojo a sus compañeros. Se le acababa de ocurrir un plan B para entrar en el supuesto Infierno, pero, nuevamente, se encontraba ante el dilema de no poder comunicarse con sus compañeros. Ayame terminó por chasquear la lengua, frustrada.
—Oye, sensei. Sé que desde que hicimos la obra de teatro en El Patito Pluvial todos tenemos un poco de ganas de dramatismo, pero ¿podrías dejar de plantarte a nuestras espaldas? Resulta escalofriante a veces.
Ayame no pudo evitar reírse por lo bajo, pero Kōri parpadeó varias veces, genuinamente sorprendido por el comentario de su alumno.
—¿A qué te refieres, Daruu-kun? —le preguntó.
Ayame inspiró por última vez el aroma del mar antes de separarse de la línea de costa y echó a andar playa adentro hasta situarse a la altura de su hermano mayor, que se había sentado sobre la arena, y ella tomó asiento junto a él.
—No paro de darle vueltas a las palabras del tabernero de ayer —comentó, de forma lenta y premeditada, midiendo cada una de sus palabras con exquisito cuidado—. Ese Infierno al que van los herejes y los que no creen en la palabra de la Diosa... Debieron de armar un buen escándalo para acabar con la clemencia de la Diosa y que esta terminara llevándoselos.
Los ojos de Kōri se cruzaron con los de Ayame, fría gelidez contra genuina inocencia. El Jōnin no respondió enseguida, sino que se mantuvo en un mudo silencio mientras la observaba como si la viera por primera vez. Pero Ayame pudo percibir que había entrecerrado ligeramente los párpados.
—Es probable —terminó por decir, igual de lento que ella—. Y si así fue, fueron realmente estúpidos. Qué locura enfrentarse de aquella manera a la Diosa.
A Ayame se le congeló el corazón en el pecho, y terminó por hundir la mirada en la arena.
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