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5/01/2019, 02:22
(Última modificación: 5/01/2019, 02:31 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
Lo habían hecho. Habían vuelto a encerrarla de nuevo. En una húmeda y fría celda.
Sentada como estaba sobre el colchón de su camastro, con la espalda apoyada en la pared y los antebrazos apoyados en las piernas flexionadas, Kokuō echó la cabeza hacia atrás hasta que dio con el muro de piedra y lanzó un profundo suspiro. Llevaba varios días encerrada allí. Ya había sido liberada de aquel sello paralizante, incluso le habían quitado las esposas supresoras de chakra (liberando sus entumecidas muñecas). Pero seguía sin poder utilizar ninguna técnica (ya se habría encargado de escapar de haber sido así), y sospechaba que algo tendría que ver con algún tipo de sellado de seguridad colocado en su celda. Junto a la puerta, la bandeja de comida yacía sin tocar. Como lo había estado todos los días anteriores.
«Deberías comer algo...»
Kokuō arrugó la nariz, profundamente irritada.
Ayame había comenzado a recuperarse recientemente, pero la presencia de la muchacha seguía tan débil que apenas formulaba unas pocas frases de vez en cuando. Por supuesto, lo primero para lo que había usado esas energías había sido para preguntar dónde se encontraban y qué había pasado. Y Kokuō había tenido que ponerle al día de la situación. Una titilante llama de esperanza brilló cuando escuchó que su adorada y temida Yui-sama estaba buscando el modo de devolverla a la normalidad, pero esa esperanza fue rápidamente apagada cuando ni siquiera sus máximos expertos en técnicas de sellado parecían haber conocido la respuesta a aquella intriga. Ni siquiera días después.
—Más quisiérais, para no perder su adorado cuerpo. No pienso aceptar nada que provenga de esos desgraciados humanos —gruñó, llena de rabia.
«No lo digo sólo por eso... Pasar hambre no es nada agradable... y eres tú quien lo está sufriendo...»
Kokuō no respondió. Y Ayame tardó varios largos minutos en intervenir de nuevo.
«Entonces moriremos las dos. Yo al menos tengo vistas más bonitas...»
—Unas rejas nunca pueden ser bonitas. Sin importar lo que haya al otro lado —replicó Kokuō, tajante.
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Daruu decidió, por fin, bajar el último escalón de aquél oscuro pasillo y posar firmemente la mano sobre el pomo de la puerta metálica, pesada y con las bisagras desgastadas y chirriantes. Entró en la lúgubre prisón y cerró el portón, que emitió un fuerte retumbe metálico. Ya desde ahí le pareció escuchar el eco de una severa voz femenina. Sonrió para sí. Ayame había despertado, y estaba discutiendo con el Gobi. No, con Kokuo.
Se echó las manos tras la espalda y avanzó con decisión mirando a un lado y al otro. No era una cárcel grande. Ni siquiera era una cárcel, sino los calabozos de la Torre de la Arashikage. Una retención temporal. Sí, sin duda era buena idea mantener a Ayame cerca de Yui.
Estaba vacío, a excepción de la última celda a la derecha. Allí se encontró de nuevo con aquél formidable contrincante... y ahora, la carcelera de su pareja.
—Buenos días, Ayame —dijo. Agarró una banqueta cercana, arrastrándola hasta sí, y tomó asiento con las manos entre las rodillas, agarradas—. Buenos días a ti también... Kokuō.
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El sonido de aquel chirrido que tan familiar se le había hecho ya interrumpió de golpe cualquier discusión. No había duda: la puerta del calabozo se había abierto. Kokuō entrecerró los ojos, extrañada. Aún no era la hora de que pasarán, como hacían todos los días, a vigilar su estado y cambiarle la bandeja de la comida. Y aquellos no eran los pesados pasos del ninja de alto rango que se encargaba de ello.
No tardó en averiguar la identidad de su visitante.
Ayame se había sobresaltado, pero ella ni siquiera se inmutó. En completo silencio, Kokuō irguió la espalda alzó la barbilla para observar con recelo y cuidado a Amedama Daruu. Pese a su postura, muy lejos estaba su apariencia actual de la elegancia señorial que había demostrado en el País del Agua: sus cabellos despeinados, las profundas ojeras y el débil brillo febril de sus ojos eran un fiel reflejo de su estado debilitado. Observó al muchacho mientras tomaba una banqueta y tomaba asiento sin ninguna preocupación.
Saludó a Ayame. La saludó a ella. Y pronunció su nombre.
Kokuō entonó los párpados ligeramente.
—¿Ha venido a verme como si no fuera más que un animal de circo?
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—Pffffff. —Resopló Daruu. Ridículo—. Pues claro que no. He venido a visitar a Ayame y recordarle que no está sola ni va a estarlo durante todo esto.
Suspiró.
»Y si quieres, a darte algo de conversación —añadió con prudencia. Todavía no podía creerse que estaba hablando con uno de esos bijuus de las leyendas, tan malvados, peligrosos y poderosos—. ¿Por qué esa fijación en querer verme disfrutar de esto? ¿Crees que me alegra algo verte encerrada en esta celda?
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—Pffffff. —Resopló Daruu—. Pues claro que no. He venido a visitar a Ayame y recordarle que no está sola ni va a estarlo durante todo esto.
Ayame se conmovió.
«Daruu-kun...»
—Y si quieres, a darte algo de conversación —añadió, después de un suspiro, con cierta prudencia—. ¿Por qué esa fijación en querer verme disfrutar de esto? ¿Crees que me alegra algo verte encerrada en esta celda?
Y Kokuō soltó una débil y seca carcajada. Una risotada cargada de la más ponzoñosa amargura.
—Oh, claro que lo disfruta —respondió—. Todos lo hacéis. Lleváis haciéndolo desde la época de las Cinco Aldeas. A los humanos os encanta vernos encerrados, inmovilizados, sometidos. Cualquier cosa en tal de conseguir nuestro poder. Y siguen haciéndolo a día de hoy.
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Daruu estiró la pierna y le dio una patada a las rejas antes de que el Gobi terminase de hablar.
—Eh, gilipollas. A ver si te enteras: yo no disfruto matando, hiriendo o siquiera deteniendo o encarcelando a nadie, ¿queda claro? —protestó, muy serio—. Y tanto me daría que fueras totalmente libre si Ayame también lo fuese y estuviera sana y salva. Abriría la puerta y te dejaría largarte a tomar por culo.
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(Última modificación: 5/01/2019, 18:20 por Aotsuki Ayame.)
Pero un repentino golpe metálico interrumpió sus palabras antes de que terminara siquiera de hablar. Daruu le había asestado una patada a las rejas:
—Eh, gilipollas. A ver si te enteras: yo no disfruto matando, hiriendo o siquiera deteniendo o encarcelando a nadie, ¿queda claro? —protestó, muy serio—. Y tanto me daría que fueras totalmente libre si Ayame también lo fuese y estuviera sana y salva. Abriría la puerta y te dejaría largarte a tomar por culo.
Kokuō chasqueó la lengua, irritada. Aquel muchacho era tan impertinente como deslenguado.
—Pero es una lástima que no pueda ser así, ¿verdad? —replicó, sombría—. La señorita y yo tenemos una relación... demasiado estrecha. Si nos separan, ambas moriremos. La diferencia es que ella lo hará para siempre.
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Daruu agachó la cabeza y meditó durante al menos un minuto antes de contestar.
—¿Sabes? —dijo—. Sí que me parece una lástima. Porque creo... creo que te entiendo.
»Te entiendo porque Ayame también parecía igual de melancólica cuando no le dejaban salir de la aldea.
El muchacho se echó hacia atrás en la silla y miró a Kokuo. A Ayame. A Ayame-Kokuo, porque no era realmente ninguna de las dos.
—Kokuo. ¿Cuál es tu historia? ¿Cuál es vuestra historia? La de vuestra especie. ¿De dónde venís? No conozco más que lo que me han contado en la Academia, y eso viene de la épica de las Cinco Grandes. ¿Qué sois? Os creó Rikudo-sennin, ¿no? A partir del chakra del Juubi. ¿Por qué motivo os dio un cuerpo y una conciencia propia? —¿Por amor? ¿Porque se sentía sólo, en su retiro lejos del resto de seres humanos? Por supuesto, todo el mundo conocía la historia, pero poder escuchar la versión de uno de los testigos principales de todo aquello era una oportunidad que no podía dejar pasar.
Así, también, quizás podría empezar a darle un sentido a esos sentimientos encontrados que aparecían cuando se ponía a darle vueltas a la manera de actuar del Gobi.
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Daruu agachó la cabeza durante unos instantes, meditativo.
—¿Sabes? —dijo tras varios segundos—. Sí que me parece una lástima. Porque creo... creo que te entiendo. Te entiendo porque Ayame también parecía igual de melancólica cuando no le dejaban salir de la aldea.
Kokuō dejó escapar el aire por la nariz en un ligero resoplido. El encierro de Ayame en la aldea no podía compararse con su propio cautiverio. ¿Cómo hacerlo? El castigo de la muchacha había durado un par de meses a lo sumo, y su jaula medía decenas de kilómetros. Ella podía seguir moviéndose con total normalidad. Ella había pasado años, decenas de años, en una jaula tan diminuta que apenas podía moverse. Y eso sin hablar de su ejecución, y del tiempo que había pasado muerta.
—Kokuō —volvió a llamarla Daruu—. ¿Cuál es tu historia? ¿Cuál es vuestra historia? La de vuestra especie. ¿De dónde venís? No conozco más que lo que me han contado en la Academia, y eso viene de la épica de las Cinco Grandes. ¿Qué sois? Os creó Rikudo-sennin, ¿no? A partir del chakra del Juubi. ¿Por qué motivo os dio un cuerpo y una conciencia propia?
Kokuō se vio sorprendida por aquellas preguntas, pero aquella sorpresa sólo se manifestó en su rostro durante unos breves segundos. Después, entrecerró ligeramente los ojos. Contemplaba a Daruu como si fuera la primera vez que lo veía. Aquel muchacho no parecía tan diferente de Ayame como creía. Pese a su descaro, se refería a ella por su nombre y ahora...
—Es el segundo humano que me hace esa pregunta —comentó, y un mechón de cabello resbaló por su hombro cuando ladeó la cabeza hacia él. Calló durante varios instantes, preguntándose si sería buena o mala idea responder a su curiosidad, pero al final terminó por suspirar. Después de todo, ya le habían sacado a la fuerza toda la información que querían de ella—. Sí. Nuestro padre era Rikudo Senin. El por qué nos creó con cuerpo y conciencia es algo que sólo supo él. Quizás el mismo Jūbi a partir del cual nos creó tuviera cuerpo y conciencia, pero eso es algo que ninguno de nosotros recuerda. Lo único que sabemos es que nos creó para protegeros. Para protegeros del mal del Jūbi.
»Y así nos lo estáis agradeciendo.
Una afilada sonrisa curvó los labios de Kokuō.
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¿El segundo humano que le hacía esa pregunta? Sin duda alguna la primera había sido Ayame. No podría haber sido de otra maneara, a menos que se estuviera refiriendo a alguien de la época antigua. Y por lo que Daruu sabía, lo único que habían hecho los de la época antigua eran utilizarlos para pelearse entre ellos.
—Protegernos. —El muchacho rio brevemente. No con desprecio, ni con incredulidad, extrañamente, pese a todo lo que le habían enseñado. Sino por lo irónico de la situación—. Ya. Bueno, ahora entiendo tu enfado. Protegernos. Y lo primero que hicieron las Cinco Grandes fue usaros para reventarse la cara.
»Pero Kokuo, no lo entiendo. Os crearon para protegernos, vale. ¿Si no me equivoco, no fue Rikudo vuestro primer carcelero? Tengo entendido que os escondió en vasijas. Por miedo —claro, totalmente justificado, por lo que vino después— a que los humanos quisiesen hacerse con vuestro chakra. ¿Pero eso no os quitó también la libertad? ¿No hace eso que Rikudo sea igual que nosotros? Quiero decir... joder, el tipo os encerró por miedo. Y nosotros, al menos en la época actual, creamos a los jinchuurikis lo mismo. Para evitar la destrucción. De hecho, nos repugna bastante usaros como armas. La gente tiene miedo de ese poder, todavía.
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(Última modificación: 5/01/2019, 19:30 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
—Protegernos —rio Daruu, pero no había burla o incredulidad en su voz, más bien al contrario—. Ya. Bueno, ahora entiendo tu enfado. Protegernos. Y lo primero que hicieron las Cinco Grandes fue usaros para reventarse la cara.
Kokuō inclinó la cabeza en una muda afirmación. Parecía que el muchacho lo había entendido. De hecho le sorprendió que lo hubiera hecho tan rápido.
—Pero Kokuō, no lo entiendo —continuó—. Os crearon para protegernos, vale. ¿Si no me equivoco, no fue Rikudo vuestro primer carcelero? Tengo entendido que os escondió en vasijas. Por miedo —claro, totalmente justificado, por lo que vino después— a que los humanos quisiesen hacerse con vuestro chakra. ¿Pero eso no os quitó también la libertad? ¿No hace eso que Rikudo sea igual que nosotros? Quiero decir... joder, el tipo os encerró por miedo. Y nosotros, al menos en la época actual, creamos a los jinchuurikis lo mismo. Para evitar la destrucción. De hecho, nos repugna bastante usaros como armas. La gente tiene miedo de ese poder, todavía.
—¡¡Padre no era como ustedes!! —bramó el Bijū, con un sobresalto. Aunque enseguida se arrepintió, cuando un súbito malestar le sobrevino y se vio obligada a relajar el cuerpo y volverse a apoyar en la pared—. Padre nos creó para protegerlos del Jūbi. Pero al mismo tiempo quería protegernos de ustedes. Porque sabía perfectamente cómo son. Después de todo fueron ustedes los que perturbaron su Ninshū y lo convirtieron en el Ninjutsu. Supo que igual que utilizaron ese Ninshū para enfrentaros en absurdas guerras, nos utilizarían a nosotros para lo mismo. Nos encerró para protegernos de ustedes, no para tomar nuestro poder.
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Daruu dio un respingo cuando el bijuu reaccionó a la defensiva a la sola mención de que Rikudo era lo mismo que ellos. Luego, escuchó pacientemente todo lo que el Gobi tuvo que decir al respecto.
—Vale, te lo concedo. Os encerró para protegeros —aceptó—. Pero Kokuo, quiero hacerte entender... yo... mira, no sé cómo hacerlo, ¿vale?
Suspiró.
—Es difícil tratar de hablar cordialmente con alguien con quien estás tan enfadado. Supongo que en eso me comprenderás, porque es mutuo. Tú más que yo. Yo... yo lo único que quiero es a Ayame conmigo, ¿entiendes? Si te la llevas, yo te enfrento y la traigo de vuelta, y eso es todo lo que me importa. No tendría por qué darte más explicaciones, pero Ayame y tú estáis condenadas a estar juntas, y tú has... despertado algo raro en mi.
»...he estado pensando. ¿Somos tan distintos, Kokuo? Tú, yo, Ayame, el resto de los humanos. Las Cinco Grandes os usaron como arma, y las nuevas Tres Grandes quieren proteger a los suyos de vuestro poder, porque sólo os han conocido... os han conocido como monstruos destructores.
Daruu levantó ambas manos, pidiendo un poco de tiempo.
—Yo también. Me han educado así y os he conocido por ello. Pero lo que me encuentro aquí es... un ser inteligente. Un ser muy educado, y un ser que afirma querer sólo la libertad. Podría pensar que nos estás embaucando, pero al final sólo me pareces... desesperada por salir. No una sanguinaria.
»¿No tenías nada de miedo a ser encerrada de nuevo? ¿No es ese miedo igual al de las aldeas de sufrir un ataque vuestro, aunque no os entiendan, aunque no os conozcan? ¿No es ese miedo igual al de Rikudo-sennin, que os encerró para protegeros? ¿No nos mueve a todos el mismo sentimiento? ¿No es verdad que os creó un humano, que nacisteis del chakra de un fruto nacido de un árbol compuesto del...? ¡Del chakra de otros humanos!
Se derrumbó, dejando caer un brazo, sujetándose la cabeza con el otro.
—Con formas diferentes, diferente poder. ¿No somos todos lo mismo? ¿No utilizan los humanos a otros humanos como armas porque son fuertes? ¿No será fruto del desconocimiento y el rencor toda esta pantomima de encerraros? ¿Y todo ese odio que tú nos tienes a nosotros?
»Yo no te he hecho nada, Kokuo. Y estoy aquí, hablando contigo, reconociéndote como algo más que el monstruo que me han enseñado a temer. Ayame tampoco te ha hecho nada. Los humanos no somos una conciencia colectiva. Ella está tan atada a ti como tu a ella.
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—Vale, te lo concedo. Os encerró para protegeros —aceptó Daruu—. Pero Kokuō, quiero hacerte entender... yo... mira, no sé cómo hacerlo, ¿vale?
Kokuō apretó las mandíbulas, pero le dio la oportunidad de hablar. Y ella escuchó. Escuchó durante todo su argumento sin dejar que ningún sentimiento asomara a su expresión.
¿En qué momento se había parado a debatir con un humano? ¿En qué momento se había rebajado tanto como para hacer algo así? ¿Y por qué las palabras y los argumentos de aquel simple muchacho estaban removiendo tantas sensaciones en su interior?
—Si yo fuera el monstruo sanguinario que imagináis no habría intentado huir a la otra punta del mundo —habló con lentitud, mirándole con fijeza con aquellos vibrantes ojos turquesas—. Si yo fuera ese monstruo sanguinario que imagináis habría dejado que la señorita regresara a Amegakure tal y como me pedía una y otra vez. Y... una vez dentro... habría retomado el control de su cuerpo y habría reducido la aldea a cenizas como venganza.
»Le seré sincera: quizás alguno de mis Hermanos lo habría hecho —Como por ejemplo Kurama o Shukaku—. Pero yo sólo quería vivir en paz. ¿Se me puede juzgar por eso? Yo ya he perdido mi ansiada libertad. Y ahora, Amedama Daruu —continuó, tras una breve pausa—, sólo me queda esperar. Esperar a que vuestra Arashikage encuentre la forma de volver a revertir el sello y regresar a mi diminuta jaula para el resto de los días de la señorita.
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—¡Sólo que no tiene por qué ser así! —protestó Daruu, levantándose de la silla—. ¡Mira, Kokuo, tú misma lo has dicho! Tal vez algunos de tus hermanos lo habría hecho, se habría vengado. Pero tú no lo hiciste. Bien, tal vez algunos de mis congéneres te quieran ver encerrada. Tal vez Zetsuo prefiriese matarte y hacerte desaparecer del mapa para siempre. ¡Pero yo no, a mi me da igual, sólo quiero vivir en paz! Y estar con Ayame. ¡Y a Ayame tampoco le importaría que fueras libre!
»¿No hay ninguna alternativa? ¡Ayame compartiría la libertad contigo si le dieras la oportunidad! Si no tuviese que temer perder el control a la mínima de cambio y con ello la vida, te dejaría libre. Estoy seguro. Ella es así.
»Tú puedes dejarla salir, ¿verdad? ¿Por qué ella no puede hacer lo mismo contigo, darte el control temporalmente cuando le reviertan el sello? ¡La Arashikage ni siquiera tiene que saberlo!
Desvió la mirada y se acarició la mejilla. El bofetón de aquella mañana de su madre todavía le traía recuerdos. Desde que habían vuelto del rescate de Ayame, Kiroe había sido mucho más intransigente con él. Y con la idea de actuar a las espaldas de la villa.
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—¡Sólo que no tiene por qué ser así! —protestó Daruu, levantándose de golpe de la silla—. ¡Mira, Kokuō, tú misma lo has dicho! Tal vez algunos de tus hermanos lo habría hecho, se habría vengado. Pero tú no lo hiciste. Bien, tal vez algunos de mis congéneres te quieran ver encerrada. Tal vez Zetsuo prefiriese matarte y hacerte desaparecer del mapa para siempre. ¡Pero yo no, a mi me da igual, sólo quiero vivir en paz! Y estar con Ayame. ¡Y a Ayame tampoco le importaría que fueras libre!
«Es cierto... Yo ya te lo dije, Kokuō.»
—¿No hay ninguna alternativa? ¡Ayame compartiría la libertad contigo si le dieras la oportunidad! Si no tuviese que temer perder el control a la mínima de cambio y con ello la vida, te dejaría libre. Estoy seguro. Ella es así. Tú puedes dejarla salir, ¿verdad? ¿Por qué ella no puede hacer lo mismo contigo, darte el control temporalmente cuando le reviertan el sello? ¡La Arashikage ni siquiera tiene que saberlo!
Kokuō entrecerró los ojos, sin embargo. Recelaba, por supuesto que recelaba. El mismo Uchiha Datsue había intentado ganarse su confianza para algo que sólo él conocía. ¿Por qué no iba a estar Daruu haciendo lo mismo? Había diferencias, por supuesto: Datsue se había alegrado del estado de Ayame y se había ofrecido como un espía, como un doble agente. Todo para su seguridad, no, todo porque Ayame quedara encerrada. Daruu estaba intentando buscar la manera de que ambas partas quedaran satisfechas. Que ambas... fueran libres. Incluso a las espaldas de la propia Arashikage.
«Llegará el día que tengáis que unir fuerzas con compañeros humanos que prueben ser dignos para enfrentar un mal mayor»
—Creo que no debería gritar algo así dentro de sus propios muros, muchacho —afirmó, con una débil sonrisa divertida, haciendo alusión a las últimas palabras que había pronunciado Daruu—. O puede que en breve seamos vecinos de celda.
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